domingo, 6 de diciembre de 2015

El Portal de Belén

Desde hace muchos años y siguiendo la tradición familiar, en esta casa se pone el Portal de Belén. Daba mi hija sus primeros pasos cuando decidí, y en atención a su corta edad, adquirir pequeñas figuras de plástico y colores llamativos que representaban personajes del Nacimiento: el Misterio, los Reyes Magos, la Anunciación a los pastores, ganado variado, y algunos objetos de atrezzo y decoración. Su diseño inocente y sencillo ayudó a que mi hija, y después también mi hijo, encontraran en ello motivo de juego y entretenimiento, por lo que era normal verlos desbaratar aquel teatrillo: los Reyes avanzaban en su camino, cambiaban su orden, las ovejas pacían en lugares distintos cada día y por las noches, invariablemente, todos los actores se iban a dormir. Con el tiempo fue creciendo el número de figuritas y adornos, pero sin desmesura y nunca superando el espacio adjudicado la primera vez, para así poder convivir armoniosamente con otros ornamentos también navideños.
El Portal de mis hijos

Hasta que hace tres años, en que removido por el empuje de nuevos sentimientos, decidí sustituirlos por una cantidad muy reducida de piezas, a la vez que aumentaba notablemente su calidad. Son estas figuras unos Reyes Magos que pertenecieron al Portal de mi madre y que tuvo a bien regalarme la última vez que ella estuvo en su casa cuando, al pretender dividir en dos su Nacimiento, yo decidí extraer del viejo cajón de madera  sólo esas piezas únicas y dejé dentro el resto de aquel tesoro. Y es que esos Reyes Magos me fascinaron desde el principio de mi conocimiento, grandes, de colores suaves, naturales, y con unos rasgos y apariencia tan especiales que su imagen se ha convertido en la referencia con la que siempre me he identificado la noche del 5 de enero. Para colmo, mis tres Reyes Magos van a caballo, que no hay Portal de Belén en que se les vea montados a caballo, siempre en camellos, con lo que su singularidad les hace aún más especiales, únicos, más míos aún.

Son quizás, los objetos que más y mejor me trasladan a la Navidad, a la de entonces, no a la de ahora, artificial, fingida y prostituida por quienes la han hecho esclava de un consumismo sin fin; y quien quiera ver lo contrario o es uno de los que cooperan a ello, a uno u otro lado del mostrador, o es un necio.

Recuerdo las Navidades de mi infancia frías y húmedas. Frías por la época del año, claro, que en mi pueblo hacía frío y mucho: tejados que amanecían blanquecinos, gruesa escarcha en los charcos de las calles y una  casa de altas bóvedas que nunca llegaba a calentarse. Y húmedas por la invariable ocurrencia de mi madre de limpiar toda, toda la casa, al ritmo del sonsonete de los niños de San Ildefonso. Una vez realizado este zafarrancho general y a tenor del clima de diciembre, la casa quedaba helada durante días, pero muy limpia, eso sí.

Previo a todo eso, ella ya había instalado su Nacimiento. Mi hermano y yo le ayudábamos a levantar un entarimado con mesas y borriquetas sobre las que colocábamos unos tableros que normalmente se utilizaban para tensar y secar, tras su limpieza, los pañitos de ganchillo que tan hábil y fácilmente realizaba.

Casi siempre lo instaló en el pasillo de la casa, donde éste se abre antes de llegar al salón, aunque alguna vez lo hizo en la salita chica, o cuando lo puso en la sala más grande, la de la derecha, ocupando toda su superficie, que hasta hubo que quitar las puertas para poder disfrutarlo mejor.

Luego unas cajas de zapatos hacia el fondo, contra la pared, y ocultas con toneladas de guata gris, conformarían la orografía de lejanas montañas. A continuación un paseo por el campo más cercano a buscar musgos frescos y otras plantas que, junto al serrín, grandes piezas de corcho y también menudas, gravilla y no sé cuántas cosas más, decorarían el escenario. Bajo todo ello quedaba desplegada una madeja de viejos cables trenzados con decenas de bombillitas, que hacían intuir cuál sería la distribución final de toda la escena: había que saber desde el principio qué lugar ocuparía el Portal, el castillo, la posada, el chozo y cada casa, para así asignarles previamente su luz de celofán.

Mi madre, segura de la firmeza del entablado, desplazaba todo su volumen  por él con soltura y decisión, disponiendo a lo largo y ancho figuras y figuritas; construyendo casas, puente y molino; plantando praderas y árboles, dibujando caminos y encauzando ríos; para terminar espolvoreaba harina por el corcho de las montañas y colocaba sobre los arbustos y el campo verde motas de nieve de algodón. Al final, se llegaba a un resultado equilibrado en el que nada quedaba ajeno ni fuera de lugar, daba lo mismo la variedad de medidas, niveles o de estilos, su antigüedad o su estado, la correspondencia con la época o su ausencia. Nunca nos preocupó nada de eso, porque nunca de eso se trataba.

Me es fácil ahora pasear por aquellos Belenes de mi casa de Villanueva. Me basta entornar los ojos para ver arriba, en lo más alto de la montaña, el castillo con un soldado en la torre y Herodes en la puerta sentado en su trono y escoltado por otro soldado.
Descendiendo por la montaña, mis Reyes Magos van camino del Portal; tendrán que atravesar un pequeño puente sobre un río con patitos, que al estar lejos de su escala les obligará a quedarse toda la Navidad en la ladera de la montaña.
Junto al río, un chozo de paja y unos pastores alrededor del fuego; un ángel desde un árbol les comunica el acontecimiento. Y el recuerdo ahora vuela hasta un anuncio de televisión, quizás de un café, blanco y negro y en casa de mi abuelo, en el que el mensaje era una felicitación navideña con las imágenes de un Belén que tenía unos pastores idénticos a los nuestros. A su alrededor ovejas, gallinas y alguna vaca, ajenas y relajadas.
En el pueblo la posada, tres o cuatro casas y unos cuantos paisanos deambulando por él: un carnicero y su puesto de venta en la calle, una mujer sobre un burro con aguaderas, algunos caminan a cualquier lugar y otros, claramente, van hacia el Portal; todos con algo en las manos, una cesta, unos pollos.
Y en el Portal las cinco figuras, las más grandes de todo el conjunto, tal vez excesivas, sobre todo el Niño, pero el Niño siempre va sobrado en todos los Nacimientos. No obstante repito que eso no importaba, y tan poco importaba que hasta su bombilla era la mayor de todas, blanca y sin celofán.

Y cuando ya estaba terminado, mi madre le daba el visto bueno colocando unos antiguos muñequitos, vestidos de pastores, cerca del Portal. Decía que eran de su madre.


Sevilla, 8 de diciembre, 2015


domingo, 8 de noviembre de 2015

Genealogía

Hacía tiempo que el asunto me rondaba, incluso tenía guardadas algunas notas, la mayoría de ellas mentales, pero no encontraba el momento de ordenarlas. Y es que llevo mucho tiempo con poco orden en mis cosas, o mejor, con un extraño orden que deviene en un cómodo caos en el que se acomodan casi todos mis aconteceres. He de resolverlo.
Pero ha sido la lectura de un relato de posguerra el que me despierta de aquel despreocupado letargo. Así que abro un cajón y enseguida un montoncillo de papelitos, también desordenados, me coloca en el camino. Su contenido lo obtuve una soleada mañana de domingo sentado con mi padre en un banco de un parque cercano. Por entonces, y no hace tanto tiempo, su cabeza y sus piernas estaban más ágiles, lo que se prestaba más al paseo y a la conversación: los primeros más largos y las segundas, en esos paseos, más extensas. De esa manera y aprovechando la agradable temperatura y la sombra de un desmesurado eucalipto que pronosticaban un largo rato de conversación, le pregunté:

—Vamos a ver, tú ¿hasta dónde te acuerdas?
¿Cómo que hasta dónde me acuerdo?
Que si te acuerdas, hasta tus abuelos o te remontas aún más.

Y empezó a relatar nombres y lugares como él siempre lo hace, con cierto desorden, con eternas recurrencias a las que me tiene acostumbrado y a estas alturas incluso cansado. Por lo que constantemente tuve que reconducir la conversación hacia el propósito que yo quería: el árbol genealógico, aunque fuera pequeño, que ya de antemano sabía que lo iba a ser.
En un par de horas quedó la cuestión resuelta y todas mis notas en la libreta, pero eso sí, y repito, durante la conversación y cada vez que pronunciaba un nombre nuevo se perdía en circunloquios y me relataba hechos y condiciones, muchos de ellos ya conocidos. O volvía a personas que ya habían sido recordadas para repetir lo dicho o añadir una nueva alusión. Todo ello lo relató con naturalidad, con comedida emoción, sin pausas forzadas por el desasosiego, casi al dictado:

-       Mi abuela Pilar se casó con mi abuelo Rufino.
-       Mi tío Antonio tuvo una hija, Elvirita, que vivía en Badajoz.
-       Mi tío Eusebio no se casó, me parece.
-       Mi prima Ángela era hija de… la madre de los Mellis, ¿te acuerdas?
-       Mi tío Manuel era…

De vez en cuando vacíos que a saber si se podrán llenar. A pesar de ello, resulta una crónica veraz y coherente, enormemente válida por lo que tiene de memoria, de recuerdo al que se aferra, de recurso para seguir respirando y pensando el poco tiempo que el sueño le concede.
Y remontó el recuerdo hasta sus abuelos, que yo no pedía más, que ni mi pretensión era mayor ni la fuente daba más agua: por parte paterna Pablo Gallego Murillo y Juana Gallardo Gallardo; Rufino Mendoza González Ocampo y Pilar Cerrato Horrillo por parte materna. A continuación sus padres, sus tíos, sus hermanos y todos sus primos. Y de cada uno añadía anécdotas, evocaciones, en algunos casos más extensas, a otros les dedicaba más pasión, o sonrisas, que me iban valiendo para evaluar quien importó más o menos, quien influyó, a quien se quiso mejor o a quien correspondió y lo agradecía con este recuerdo, plácidamente sentado a la sombra del eucalipto.
En fin, lo dicho, que fue una entretenida y próspera mañana.


Sevilla, abril 2016

Nota: olvidaba el resumen de la conversación, aquí lo dejo.





domingo, 18 de octubre de 2015

El Húsar

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.

Y el siguiente libro que leí de este autor fue éste, el primero que escribió, que por supuesto no me decepcionó. Después vinieron el resto.



«... Matar a distancia no es muy honorable, querido. Una pistola no es más que el símbolo de una civilización decadente. Prefiero, por ejemplo el florete, es más flexible, más...
— ¿Elegante?
—Sí. Quizá sea esa la palabra exacta: elegante. El sable es más instrumento de carnicería que de otra cosa. Sólo sirve para dar tajos.
— ¿Y qué haríamos con un florete en una carga de caballería, Michel?
De Bourmont se encogió de hombros con solemne resignación.
—El ridículo más espantoso, supongo. Pero insisto. El sable es una vulgaridad».

«Se trataba del equivocadamente llamado modelo ligero para caballería del año XI, una pesada herramienta de matar con hoja de treinta y siete pulgadas de longitud, según estipulaban las ordenanzas, lo bastante corta para que no arrastrase por el suelo y lo bastante larga para degollar con razonable comodidad a un enemigo que estuviese a caballo o pie a tierra ».

«Las alusiones inoportunas suelo discutirlas con un sable en la mano —dijo con la misma helada sonrisa en los labios—. Aunque nos diferencia un grado, espero que, en honor al uniforme que ambos vestimos, esté dispuesto a darme la satisfacción de discutir el tema conmigo ».

«—Es justo— respondió con voz desmayada.
De Bourmont envainó el sable y saludó con exquisita cortesía.
—Ha sido un honor batirme con usted, teniente Fucken. Por supuesto, quedo a su disposición en caso de que, una vez curado, desee continuar esta discusión.
El herido hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No será necesario —dijo con honestidad—. Ha sido una leal pelea».

«—Antes has hablado de los sucesos de mayo en Madrid —dijo por fin, con gravedad—. Aquel gentío fanático, vociferante en las calle, tenía algo de siniestro que espantaba, te lo aseguro, Había que estar allí para saber a qué me refiero...
... Escucha bien lo que te digo, Frederic: en este país hasta los perros, las aves, el sol y las piedras son nuestro enemigos».

«El cielo color ceniza, veteado de negros nubarrones, gravitaba sobre la tierra como si estuviese preñado de plomo. Una fina llovizna comenzó a caer sobre los campos, velando el paisaje de gris».

«—...Un húsar que se precie de tal debe reconocer de inmediato un buen caballo, un buen vino, un buen cigarro y una linda mujer.
— ¿Por ese orden?
—Por ese orden. Semejante tipo de sutilezas perceptivas es lo que diferencia a un oficial de la caballería ligera de uno de esos tristes pisaterrones que llevan constantemente las botas sucias de barro y acuchillan pie a tierra, como los campesinos».




De El Húsar, de Arturo Pérez-Reverte.





domingo, 13 de septiembre de 2015

Estado actual de Arturo Gallego Mendoza

Me preguntaba el otro día mi prima May que cómo andaba mi padre, y si he de contestar literalmente a la pregunta he de decir que mal y poco. Pero en un arranque de optimismo y haciendo ése resumen previo que siempre expresamos, cuando alguien nos pregunta esperando una respuesta genérica, eso de  ¿qué tal, cómo lo llevas?, diremos que estable y acorde dentro de la edad que alcanza, que como sabéis va camino de los noventa, una edad en la que se bajan más escalones que se suben y él, de vez en cuando, baja alguno para no volver a subirlo.
Decía que de andar, andar, anda poco, cada día menos, tanto en tiempos como distancias, que si hace unos meses llegábamos hasta allí en paseos casi diarios, ahora no pasamos de ahí, y me temo que pronto llegará el día en que no se moverá de aquí. Y además pidiendo un descanso al poco de la salida, por lo que ya no nos acercamos hasta aquel parque próximo, y permanecemos en el patio de casa o en la terraza de algún bar cercano. Eso sí, él apenas consume en el establecimiento, que dice no tener costumbre ni haberlo necesitado nunca. La vuelta a casa pronto, que cuando no es la temperatura, baja o alta, es el aire y dice molestarle en los ojos. De camino, quejas por lo que le rodea o por lo que nos vamos encontrando: las irregularidades del acerado, la altura de los bordillos, la existencia de rampas, “tanto coño de rampas, pues todavía no he visto a nadie por la calle en silla de ruedas”, la ausencia de bancos de los de sentarse, el aspecto de alguien, gente en bicicleta sorteando peatones (o peatones sorteando bicicletas), etcétera, etcétera.
Ya en casa, vuelta a las protestas por casi todo, por lo que pasa y por lo que no, por lo que viene y por lo que se va. La mayoría de ellas inocentes y justificadas por su edad y su trayectoria vital, pero en otras ocasiones, estoy seguro, su única razón es la pura disconformidad con lo que en ese momento corresponda por el simple hecho de querer estar disconforme. Y lo expresará en solitario, pero en voz alta, con la esperanza de que quien esté cerca le contestará iniciándose así la polémica que busca. A veces consigue que alguien le entre al trapo, generalmente yo, pero en otras, me viene un irrefrenable ataque de pereza y huyo del lugar dejándole con la palabra en la boca; entonces se queja de que nadie quiere escucharle y vuelta a empezar.
Y encima es que tiene la rara habilidad de derivar cualquier tema hacia el pasado, da lo mismo lo que estés hablando: sin darme cuenta, y en cuanto le dejo un ratillo con su discurso me encuentro viviendo en la calle Olivo Gordo o montado en la burra camino de La Coronada. Y como las historias ya están algo trilladas, su nuera se excusa y se esconde en la cocina, el nieto en el excusado, y yo, yo me quedo soportando el siguiente bombardeo. De ayer, del mes pasado o de hace un año, apenas si se acuerda, sólo de los del pasado muy pasado.
Pero como la pregunta de May no se debe contestar de modo literal, amplío la respuesta y añado referencias a su salud, la cual siempre fue buena tirando a excelente; aunque en los últimos meses ha habido alguna indisposición que, aunque leve, es digna de resaltar dada la escasez de enfermedades a lo largo de su vida. Hasta tal punto que creo debe andar entre los doce o quince afiliados a la Seguridad Social que menos han utilizado sus servicios y consumido sus productos (permanezco a la espera de un reconocimiento público del hecho por parte del Ministerio). Dicha indisposición, informo, fue una lumbalgia de la que lentamente se recuperó durante el mes de Julio reposando, de manera absoluta, en nuestra residencia veraniega de descanso. Fuera aparte, que dicen por aquí, poco más.
Me parece que el tema este de la salud debe de tener alguna relación con la alimentación recibida a lo largo de su vida: ligera frugalidad en las raciones y escasa ingesta de conservantes y cosas de esas. Al día de hoy la moderación es elevada pero no por ello perdona alguna comida. Dice haber perdido el apetito y el gusto. Lo segundo me consta, que hay días que no sabe lo que come, no distingue los productos; pero sobre el apetito no, no lo ha perdido diga él lo que diga, que llegando la hora te lo recordará: “ya va siendo hora de comer ¿no?”Y dice que aunque ganas de comer ya no tiene, lo que no puede es dejar de hacerlo porque comer es fundamental para sobrevivir. Y lo hace con una lentitud pasmosa, a una velocidad de rumiante, casi desesperante. Pero bueno, tampoco tiene prisa.
Lo de comer para sobrevivir choca con sus escasos deseos de seguir en este mundo, que él dice estar ya cumplido y aquí está sobrando; a lo que le suelo preguntar que qué es entonces lo que quiere, seguir viviendo o morir. Y me contesta que lo que de verdad desea es que venga Lolín a por él pero, eso sí, cuando Dios disponga.
Hasta aquí una breve descripción de su estado, al día de hoy, en cuestiones  que en él son perfectamente reconocidas y por tanto poco sorprendentes. Pero hay algo, y por eso premeditadamente lo he dejado para el final, que a más de uno nos ha desconcertado, y es su reconciliación con el agua en lo que al aseo personal se refiere. Actitudes pasadas que rayaban la acuafobia han quedado casi desterradas, prestándose ya sin queja alguna a aseos periódicos y completos que incluso parece disfrutar. Ni os imagináis lo que me acuerdo de mi madre cuando en la ducha me dice “¡huy, huy!, qué bien, échame un poco más de agua por la espalda”.

domingo, 2 de agosto de 2015

Dos días de enero

El día que murió mi abuelo Arturo, Villanueva amaneció vestida de blanco. Había estado nevando durante la madrugada y suavemente siguió haciéndolo a lo largo de las primeras horas de la mañana.
Arturo Gallego Gallardo, 1968

Mi madre, mi hermano y yo acompañamos a mi padre al entierro de Luis Mera, un obrero de la familia que murió tras un accidente laboral el día anterior. Yo no había visto nevar nunca, y por ser la primera vez, se me quedó grabada la instantánea de ligeros copos de nieve cayendo sobre el ataúd de aquel muchacho. A la salida de la iglesia nos enteramos que mi abuelo se encontraba mal. Terminado el entierro fuimos a su casa a verle, nosotros y el resto de la familia, y efectivamente así era. El médico achacó el malestar a los malos momentos que estaba viviendo: la muerte de Luis Mera, operario suyo (como él llamaba a sus obreros), hijo de otro que también lo había sido de toda la vida, le estaba afectando mucho. Pero todo tenía el aspecto de una indisposición que se esperaba remitiera en el día, por lo que decidimos marcharnos.
El resto de la mañana lo pasamos en el Badén, fuimos a ver el río y el campo nevados. Nunca el secarral de piedras y eucaliptos que siempre ha sido aquello, fue tan bello. Mi hermano y yo jugamos largo rato con la nieve y mis padres parecieron relajarse después de la tensión de la mañana.
Al anochecer volvimos a casa del abuelo, al igual que el resto de la familia. Parecía que había empeorado. Mi tío Manolo le acompañaba junto a la cama, formando una imagen que nadie pudo ni supo interpretar (situación cruel que se repetiría un año después). Alguien (¿mi madre?) nos acompañó a nosotros dos a casa, ya se hacía tarde y nos acostamos.

Fue mi madre, a la mañana siguiente, quien nos despertó y nos dijo que había muerto. Hasta la hora del entierro permanecimos todos los primos juntos en casa de uno de ellos. Allí jugamos, algo ajenos a lo que había sucedido, y alguien nos dio de comer.
Por la tarde nos fuimos a casa del abuelo; algunos subieron a la vivienda, pero yo me quedé abajo, en el almacén. No me atreví a subir para evitar la ocasión de verle muerto, pensé que lo mejor era quedarme con su voluminosa humanidad dormitando sobre el mimbre del sillón y la ceniza del Celtas manchando el eterno chaleco gris. Decidí que esa sería la fotografía con la que me quedaría para siempre, esperando ya eternamente a ver rotos sus prolongados silencios con alguna mesurada frase. Así que me quedé abajo, esperando a que, por la escalera que había atrás, bajaran el ataúd y lo depositaran en medio del almacén, cerca de su despacho, que permanecía en penumbra; de reojo miré hacia el interior y sólo pude observar su sillón vacío ante decenas de fotografías apretadas bajo el cristal de la mesa.
Cuando ya estaba abajo, abrieron el portalón de la calle de par en par y vi llegar gente que se paraba en las inmediaciones. El almacén también se llenaba de gente, casi todos familiares, amigos y sus operarios. Cuando el coche fúnebre maniobraba para aparcar, oí ordenar a alguien: “el coche que se vaya para adelante, al Señor Arturo lo llevamos nosotros”. Seis hombres cogieron a mi abuelo y emprendieron el camino hacia la iglesia de San Francisco; al poco otro seis, y luego otros seis, y así fueron relevándose varias veces. Entonces no lo entendí, pero sí sentía que aquel gesto, expresión de un profundo respeto, provocaba la primera gran emoción de mi vida.
Fui caminando detrás de ellos, a mi derecha iba mi padre, triste y grave como nunca le he vuelto a ver. A mi izquierda lloraba mi primo Arturo el mayor, nos miramos y me echó su brazo por el hombro. Al doblar el cruce Fajardo se podía observar aún más gente en la calle San Francisco, gente que permanecía en silencio al paso nuestro. Gente que llenó la iglesia y muchos más que se quedaron fuera. Durante todo aquel tiempo me pregunté varias veces por qué parecía que el pueblo entero estaba allí si a un entierro nunca iban tantas personas, o al menos yo nunca había visto tantas.

Tuvieron que pasar algunos años para darme cuenta que aquella gente no sólo había ido a despedir a Arturo Gallego Gallardo, también se despedían de un poquito de ellos mismos, de su propia y cotidiana historia; porque dentro de aquel ataúd también iban las calles, las casas, la sabiduría aprendida, la honestidad sin límites, la virtud heredada sólo por los elegidos, el conocimiento que regala el maestro: todo lo que el penúltimo artesano de mi estirpe les legaba y que quedaba resumido en un trabajo limpio, eterno y bien hecho, en una cornisa, en el vuelo de un balcón o en la mejor de las esquinas.
La última imagen que me dejó aquel día es la de mi padre montando en el coche fúnebre para ir al cementerio a enterrar al abuelo. Rápidamente repasé todo lo sucedido en las últimas horas, y cuando dejé de ver el coche, violentamente sentí que comenzaba a hacerme mayor, que se iniciaba el camino hacia lo que hoy soy, que se despertaban en mí sentidos que desconocía, que ya sería capaz de plantearme dudas que antes nunca imaginé y, lo más importante, sería paciente ante las respuestas.

Hoy, treinta años después, mientras orgulloso y con nostalgia escribo este texto, llego a la conclusión de que, definitivamente, esos dos días de enero fueron, de verdad, extraordinarios: había nevado en Villanueva y después, toda su buena gente, salía en silencio a la calle para decir adiós a uno de sus mejores hombres.


En Sevilla, Diciembre-2000


domingo, 12 de julio de 2015

Territorio Comanche

Leído por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.
Fue lo primero que leí de Pérez-Reverte, y lo he releído en tres o cuatro ocasiones. Ya durante su primera lectura me prometí que leería todo lo que escribiera este hombre; y hasta la fecha he cumplido mi promesa, bueno, con todos sus artículos, no.

«Siempre que podía, Márquez tomaba foco en cosas quietas antes de hacer un plano, y aquel muerto estaba perfectamente quieto. En realidad no hay nada tan quieto como los muertos».

«Porque los muertos además de quietos están solos, y no hay nada tan solo como un muerto».

..soldados exhaustos con la mirada distante, perdida, de aquellos a quienes ya da igual ir hacia delante que hacia atrás».

« Era lo que ellos llamaban territorio comanche en jerga del oficio. Para un reportero en una guerra, ése es el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta».

«Por Bosnia pasaban de todo pelaje y procedencia: parlamentarios, intelectuales, ministros, presidentes del Gobierno, periodistas con mucha prisa y sopladores de vidrio en general, que a su regreso a la civilización organizaban conciertos de solidaridad, daban conferencias de prensa e incluso escribían libros para explicarles al mundo las claves profundas del conflicto».

«Como dijo Manuel —Manuel Ortiz, fotógrafo argentino— cuando le dieron la noticia mientras bebía de gorra en el bar del Explanade, más vale no hacer ninguna foto que hacer la última foto ».

«Pero lo eficaz de verdad es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados y cosas así: requieren esfuerzos de evacuación, cura y hospitales, complican la logística del adversario y le revientan la organización y la moral, Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos y dejar que se las arregle como pueda ».

«Menuda suerte —decía Herman, fumando sentado en el bidet—. Llegas a tu primera guerra, te hieren, sales en todos los periódicos y además firmas en primera página... a otros nos cuesta años hacernos esa reputación».

«Al principio siempre fingía rodar, para que se acostumbrasen y cobraran confianza, naturalidad. A eso lo llamaba trabajar con película inglesa. Pero aquel día no hizo falta. Al caer las primeras bombas, algunos sacaron rotuladores y bolígrafos para apuntarse, mientras caminaban, el grupo sanguíneo en el dorso de manos y antebrazos».

«Barlés y Márquez conocían a Alessandro y sobre todo a Marco, que les mostró una vez la foto de sus dos hijos en el hotel Anna María de Medugorje; el mismo desde el que salieron aquella madrugada para cruzar las líneas y no volver, dejando los equipajes en las habitaciones y la cuenta sin pagar. Porque todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinchetas en la pared y una botella de whisky sobre la mesilla de noche».

«Barlés recordaría siempre el siniestro fuselaje mimetizado, el reflejo del sol en la carlinga y la silueta del piloto mientras se inclinaba a mirarlo. Después, el Mig se fue a soltar las bombas más lejos, en la parte vieja de la ciudad, sobre otro objetivo que valiera más la pena».

«Conocía de sobra a Márquez para saber que cuando algo le entraba en la cabeza no había más que hablar. Su leyenda estaba llena de historias, apócrifas o verdaderas. Se contaba de él que una vez, en Vietnam, insistió para que un vietcong condenado a juerte, vestido con ropas negras, lo fusilaran sobre una pared de color claro, a fin de que la imagen no empastara al filmarlo. Si se lo van a cargar de todas formas, decía, más vale que sirva de algo. Le preguntaron al vietcong y dijo que le daba igual, que pasaba mucho. Así que lo cambiaron de pared».

«Nos pasamos la vida creyendo que nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, lo que conseguimos a cambio de todo eso, son definitivos, estables. Creemos que van a durar, que nosotros vamos a durar. Y un día el cielo nos cae sobre la cabeza. Nada es tan frágil como lo que atienes, se dijo. Y lo más frágil que tienes es la vida».

«Tengo que cambiar las pilas del Sony, recordó. Y lavar las dos camisas que tengo en el hotel. Miró a Márquez, preguntándose en qué pensaba él cuando se disponía a cruzar una zona batida. Qizá veía la cara de sus hijas, o lamentaba los polvos que no había echado en su vida, Quizá pensaba en los cincuenta mil duros que cobraba al mes, o quizá no pensaba en nada».


De Territorio Comanche, de Arturo Pérez-Reverte.

domingo, 7 de junio de 2015

Mi primera moto

¡Qué inventen ellos!, dicen que dijo Miguel de Unamuno en un intento de  zanjar las diferencias que tuvo con Ortega y Gasset a cuenta de la idea de éste sobre la europeización de España, o sobre la españolización de Europa que defendía aquel. Lustros después, la frase, ya lapidaria, parece haberse convertido en un estereotipo nacional que utilizamos en sentidos opuestos: unos lo usan con aire impropio, incluso humillante, mientras otros lo aceptan con una mezcla de orgullo y menosprecio. Seguramente cerca de esto último estaba el interés de Unamuno.
Sin embargo, la historia se encarga de recordarnos que aquí también se han inventado cosas más o menos eficaces, revolucionarias a veces, inútiles en ocasiones o inspiradoras de algo que llegaría luego u lo terminaría firmando otro. A poco que se rebusque, perdón, se navegue por las nuevas tecnologías, encontraremos un montón de objetos concebidos por españolitos que, en mayor o menor medida, han hecho más llevadera la vida en este mundo, más feliz y placentera la existencia del hombre: desde el galeón que surcó más y mejor los mares hasta el tren Talgo de nuestros penúltimos días, pasando por el submarino y el autogiro; u objetos algo más cotidianos, pero no por ello menos importantes, como la grapadora, la jeringuilla desechable, el afilalápices, la calculadora, el laringoscopio o la guitarra.
Y llegados a este punto cómo olvidar los verdaderamente reconocibles por la mayoría de nosotros, como tantos otros, como genuinos inventos españoles, que son, a saber: el futbolín, la fregona, el  cigarrilloel abrelatas "explorador", el cigarrillo, la navaja, el botijo (seguramente el más antiguo), el porrón, la bota para el vino, el mus y el chupa-chups. ¿Qué, cómo os habeis quedado?,  ¿sorprendidos?, pies ahí no queda la cosa, que falta uno de los mejores y que no es otro que el VESPINO, y con mayúsculas, que se lo merece.
Fue el Vespino, o mejor dicho es, un ciclomotor que se diseñó y fabricó íntegramente en nuestro país. Durante los años setenta del pasado siglo, y junto al Seat 600, fue casi un icono cultural, el medio de locomoción más usado por la juventud, líder en venta durante casi treinta años, un revolucionario del transporte personal, el puntillero de las bicicletas, que no levantaron cabeza hasta que Pedro Delgado ganó el Tour. Y llegó a todo eso porque era fácil su manejo y barato en su adquisición y mantenimiento (¿qué decir del poco más de litro y medio de gasolina a los 100 km?). De los veinte modelos que se fabricaron, yo tuve el GL, que era prácticamente igual a los anteriores pero con el faro cuadrado y más cromados que lo adornaban; con un asiento en el que si te ajustabas, cabía un paquete detrás. Y te ajustabas, vamos que si te ajustabas.

Compró mi padre el Vespino a mediados de 1974, en la tienda taller de motos de Miguelín, junto a la cochera de las viajeras de Domínguez. Lo hizo, no cabe duda, movido por la presión que yo ejercí; reconozco que fue un capricho de adolescente, pero que venía abalado por muchas cajas de peras y manzanas recogidas por un servidor en fincas de la comarca; y mucha suciedad acumulada en la piel durante horas interminables en la fábrica de tomates de la carretera del Badén. Por eso siempre he dicho que el vespino lo pagué yo, que no fue un regalo.
Recuerdo que una tarde, unos meses antes de su adquisición, fui con mi amigo Carlos a casa de Raquel Hidalgo, seguramente sin un motivo concreto, simplemente íbamos, que por entonces era Raquel, sin saberlo, muy del gusto de Carlos y sus poemas (aquel ojo grande de la Luna les miró una vez en la playa de Estepona y Carlos pensó historias que nunca hubo) y por eso iríamos. al llegar vimos que en la puerta estaba, sin candados ni ataduras, el Vespino de Raquel,

          Carlos, ¿tú has montado alguna vez en Vespino?
          no, me dijo;
          ni yo tampoco, contesté, pues venga, vamos.

Y yo conduciendo y él de paquete, viajamos hasta el puente de la vía, y vuelta. Dejé la moto en la misma posición y lugar y entramos en casa de Raquel. Aparentemente nada había pasado, pero ya nada sería igual; desde ese momento no paré hasta conseguirlo.
Una vez logrado mi objetivo arrinconé la bici y me subí a mi nueva máquina para no bajarme nunca más. Digo que nunca me bajé porque así fue, que aunque quince años después la vendí y por el mismo precio que se compró, siempre he sentido y siento que sigo montado en aquella mi primera moto, si bien las adquiridas posteriormente le han ganado en prestancia y prestaciones.
El Vespino me dio la capacidad y libertad de movimiento que la bici tenía limitadas. Con él amplié mis paisajes, rodé otros caminos y aproveché los tiempos como antes no era posible: una mañana de domingo ya no sería el consabido paseo calle de los baldosines-parque-calle de los baldosines-san francisco, «bueno, llegamos hasta la piscina, ¿vale?».  Pasó a ser «oye, ¿nos vamos a la Antigua?», y ella te contestaba que sí. Llegabas a la ermita rodando por caminos, porque las carreteras estaban vedadas a Vespinos con paquete, en el más agradable paseo que un incipiente viajero pudiera imaginar, a pesar de los baches y las piedras, y a veces del frío y el barro. El resto del día de lo más entretenido, y de gasto apenas dos duros, que a veces daba vergüenza llegar a la gasolinera y pedir sólo diez o quince pesetas de gasolina.
Y qué decir si el destino era Magacela, sobre el viejo camino que lleva su nombre: pasar bajo la alcantarilla de la vía o parar en el pequeño puente, que te sentías Steve McQueen en "La huída" allí arriba viendo alejarse el tren. Más tarde, un café en el bar de la pequeña plaza, dejar allí la moto y paseo casi vertical hasta la cima para redescubrir una y otra vez el castillo y los horizontes, la Serena y todos sus puntos cardinales. Y allí arriba concluir que en aquel lugar, llegado el momento, estará el final, aventado desde lo más alto del alcázar. Eso sí, siempre que sea primavera y domingo soleado.

Nota al margen: tuvo también un Vespino mi prima Mari Eugenia, como el mío, pero ella colocó delante del manillar, un cestito metálico que daba un toque femenino y más elegante al conjunto, muy lejos del mío que disponía de un portabultos más convencional. Fue ese punto de coquetería, cestito y mujer conduciendo, y que siempre lo tuvo más limpio que yo, lo que invariablemente me ha hecho pensar que las motos son distintas según las conduzca un hombre o una mujer, aunque la moto sea la misma. Teoría que confirmo cada vez que veo a mi hija montada sobre la suya.

De toda aquella aventura, concluyo ya, sólo cuatro puntos negros: dos multas y dos caídas.
Multa número uno: espejillo retrovisor roto y un guardia civil que lo ve cuando, muy temprano, me dirigía a la Cica o a la finca de Paco López a recoger fruta.
Multa número dos: municipal del pueblo, de los que se ponían en las Pasaderas o en el cruce de Fajardo, con encorsetado uniforme casi tres cuartos, casco blanco y porra al cinto, molesto por la incorrección de que mi Vespino llevara pasajero y pasajera.
Caída primera: calle Virgen de Guadalupe, ligera lluvia, pavimento mojado, velocidad indebida, mal uso del freno y al buscar la curva hacia el Parque, moto que se va al suelo y, como estaba previsto, se dirigió al Parque; yo también al suelo, la física y sus leyes me llevaron contra el taxi más próximo, aparcado junto a los portales de la tienda de Mansilla. Aquello dejó escasas consecuencias, unas rozaduras en las manos y poco más. La moto y yo seguimos funcionando, como si no hubiera pasado nada.
Segunda caída: ahora con paquete, en un alarde improvisado en la era frente al Instituto, algo de barro, hierba húmeda y un patinazo, pérdida del equilibrio y la moto que cae; entre el suelo y el tubo de escape queda la pierna desnuda del paquete, que el paquete llevaba falda. Consecuencias: ropa sucia y una marca que recordó durante meses la quemadura producida.

Nota final: no conservo ninguna foto que ilustre este escrito; si las tuve, con seguridad  las hice pasar a mejor vida, movido por enojos que fueron pasajeros, que no hay nada mejor para sacar un clavo que utilizar otro clavo.

                                                                                         Sevilla, Junio 2015

domingo, 31 de mayo de 2015

Ayn Rand (Alisa Zinóvievna Rosenbaum)

Leído por ahí, pero no recuerdo dónde:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.



Ayn Rand fue una escritora y filósofa nacida como Alisa Zinóvievna Rosenbaum en San Petersburgo en 1905, y nacionalizada estadounidense. Murió en Nueva York en 1982.
De ella dice Wikipedia, que defendió el individualismo, el capitalismo y el egoísmo racional; por lo que rechazaba el socialismo, la religión y el altruismo. Elaboró un pensamiento filosófico denominado objetivismo.
Resumiendo, que cada individuo tiene derecho a existir por sí mismo, sin sacrificarse por los demás ni sacrificando a otros para sí; y que nadie tiene derecho a obtener valores provenientes de otros recurriendo a la fuerza física.

Y decía cosas tales como estas:

 «Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada, cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores, cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo y que las leyes no te protegen contra ellos sino que por el contrario son ellos los que están protegidos contra ti, cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar sin temor a equivocarte que tu sociedad está condenada».

 «Los derechos individuales no están sujetos al voto público; una mayoría no tiene derecho a votar la derogación de los derechos de una minoría».

«Cuando el bien común de una sociedad es considerado como algo aparte y superior, quiere decir que el bien de algunos hombres tiene prioridad sobre el bien de otros hombres, aquellos consignados en el estatus de animales sacrificados».

domingo, 3 de mayo de 2015

En el Pedro de Valdivia

Yo ingresé en el Instituto Pedro de Valdivia, que entonces se llamaba Instituto Técnico de Enseñanza Media, cuando principiaba el otoño de 1968 y mi madre decidía hacerme un poco más mayor desterrando, por fin, todos mis pantalones cortos.
El recibo de la matrícula.

La matrícula fue realizada, con carácter condicional, meses antes (aún no había terminado mi último curso en la escuela del Cristo),  y costó 135 pesetas, más una póliza de 50 céntimos. Correspondía al primer curso de Bachillerato Elemental del plan de estudios de 1953 y comprendía diez asignaturas, relacionadas en el impreso de matrícula que yo mismo rellené (vaya letrita que me gastaba por entonces), y en el que olvidé poner la fecha de tal acontecimiento. 
La letra es mía, qué horror.

En Julio nos comunicaron que me era denegada la beca que habíamos solicitado, argumentando imprecisiones en la cumplimentación del impreso correspondiente; en mi descargo he de decir que estoy seguro que yo no rellené los impresos, tuvo que ser mi padre. Y lo digo porque, curiosamente, el documento en que se nos hacía esa comunicación había formado parte de todos los papeles que se rellenaron y enviaron, y en él se comprueba que la letra es de él. Además, el sello de 1’50 pesetas también se pagó en casa.
        

                    

Decía que me incorporé al Instituto en el otoño del 68, y debí hacerlo por la segunda de las tres puertas que tenía el recinto, que era por donde entrábamos los alumnos.  Por la primera, pegada al edificio de la Escuela de Arte y Oficios, se accedía a un camino que llegaba a la Granja, un conjunto de edificaciones dedicadas a las labores prácticas del Bachillerato Laboral que entonces se impartía en el Instituto, y que era un tipo de Bachiller algo peculiar, creado en 1949 y caracterizado por tener ciertas asignaturas que eran propias de materias relacionadas con los principales medios de producción de la comarca donde estuviera situado el Centro; es decir, en Villanueva se estudiaba el Bachiller Laboral agrícola ganadero (de ahí lo de la Granja), pero en Vigo existía un Instituto donde la especialidad era la pesca, y en Almadén la minería. ¿Me he explicado?
Parte de aquellas instalaciones se acondicionaron como aulas para dar las clases al alumnado femenino, cumpliendo así con la imposición de establecer una distancia entre sexos propia del tiempo que vivíamos.
La tercera y última puerta era la entrada de profesores, personal administrativo y vehículos, pocos, que en el aparcamiento no creo que cupieran más de diez o doce coches, y todos ellos pequeños, que el más grande sería el Seat 124 de Don Teófilo.
Bueno, entré por la segunda puerta y a partir de ese momento comenzaron a correr los siguientes siete años de mi vida. Pero no fue un correr con prisas sino un correr de pasar, de caminar: un transcurrir lento, una etapa tranquila, un desprecio indolente al tiempo, un vivir sólo cada día y un pensar, como mucho, en el día siguiente.
Cierro los ojos y veo nítido el edificio: todo plano, en planta baja, agachado, como queriendo no destacar en el paisaje, pero sin conseguirlo, que todos le señalaban  por lo distinto que era y por algo hasta le concedieron un premio  de arquitectura. Después de él, el campo, la Charca y la carretera a La Coronada. Enfrente la Era, y en ella un lejano futuro de soleadas tardes de primavera.
Sigo con los ojos cerrados: sus paredes, ladrillos  pintados de blanco que alternaban  con enormes cristaleras; baldosas oscuras en pasillos que el primer día me parecieron  inmensamente vacíos e infinitos; vestíbulo de entrada con un tablón de anuncios como único mobiliario, a su izquierda un espacio cubierto para que los alumnos dejáramos las bicicletas en las que no íbamos, así que aquel lugar nunca cumplió su función, ni esa ni ninguna, siempre lo vi vacío.
El pasillo se bifurca en dos, a la derecha la zona de administración y profesorado, camino al frente hacia las aulas y dejo al lado un patio interior al que jamás accedimos, lo adorna algunas plantas que siempre estuvieron muy cuidadas; dividiendo el patio en dos, un pequeño  edificio que, según el rótulo de la puerta, se construyó para biblioteca pero se quedó en almacén.
Continúo adelante, frente a mí la salida al recreo, al campo casi abierto, pero como aún no es hora de distracciones, quedo a la espera de la inminente apertura de la puerta que conduce al corredor donde se distribuyen las aulas. Son las nueve menos cinco y el bedel, palabra recién aprendida, abre la puerta doble de vaivén y ojos de buey para que, en ordenada procesión –la salida siempre se regirá por otros órdenes- todo el alumnado se incorpore a sus clases. Es el primer día de curso y mi primer día de Instituto.

Supongo que llegué algo aleccionado por mi hermano, él ya llevaba allí algunos años y, si no me equivoco al hacer las cuentas, comenzaría entonces cuarto de Bachiller, del Laboral, así que todo el material escolar que debí portar aquella mañana, siguiendo su recomendación, serían una libreta de gusanillo a estrenar y un magnífico bolígrafo “bolín”. Ambos elementos con el único fin de anotar horarios, alguna recomendación del personal docente y poco o nada más.
Cuando yo entré se impartían no sólo aquellos estudios del Bachillerato Laboral, sino también los propios de ese plan de 1953, o sea, Bachiller Elemental (1º, 2º, 3º y 4º) y Bachiller Superior (5º y 6º), con sus correspondientes reválidas. Y para todo eso disponía el Instituto, exactamente, de siete aulas distribuidas a ambos lados de un largo y ancho pasillo. Y no eran pocas, no, sino las justas, hay que tener en cuenta que el Bachiller Laboral constaba de siete cursos y el alumnado por entonces debía ser escaso, con lo que la cuenta es fácil: siete cursos era igual a la necesidad de siete aulas.

Pero el progreso siempre ha sido imparable y mi generación amenazaba con colmatar el espacio existente; fue en el curso siguiente (2º, 69/70), y por esta causa, que ese pasillo de aulas sufrió una  ligera reforma que amplió el número de aulas y dividió mi curso en dos grupos.

Quedé incluido en la primera aula de la izquierda, y por mis apellidos, Gallego Segador, me asignaron un mesa detrás de la de mi primo Arturo (Gallego García) y así en ese orden estuvimos los dos hasta 6º, que fue cuando nos dieron libertad para sentarnos en la disposición y ubicación que quisiéramos.
Antes decía que en este primer curso tuve diez asignaturas, las cuales recuerdo porque están relacionadas en el documento de la matrícula, pero creo que no me acuerdo de todos los profesores que las impartían. A ver, lo intento, y por el orden en que aparecen relacionadas:

Formación religiosa, no tengo dudas, D. Gerardo, cura, de mediana edad para arriba, gordo, siempre con la misma sotana (lo recuerdo por el sucio brillo que ofrecía la tela desgastada), y en invierno con boina. Los mofletes eternamente venosos, rojos, seguramente debido a… eso decía la gente, pero su aspecto siempre delató resfriados y evidente afonía. Llegó a fabricarse un maletín que contenía un amplificador y un altavoz, para poder exponer sus clases con volumen y nitidez, pero nunca con convicción, por lo que me temo que su labor docente en mi promoción, y en anteriores y siguientes, tuvo escasos frutos.
Lengua española, también sin dudas, D. José Taboada, gallego como yo pero él de origen. Desde el primer día llamó la atención en todos, por su acento y porque llevaba barba, una enorme perilla negra y espesa, y eso no era normal en el pueblo. Creo que fue su primer destino laboral, y también el de su mujer, la cual, más adelante me dio también Lengua y además Latín, y a otros incluso Griego. Tuve siempre con él un trato cordial, casi amistoso, y él conmigo y con otros muchos -entre los alumnos nunca nos referíamos a él como D. José, sino Taboada, y pronto se generalizó llamarle el Chivo, por lo de la barba, claro, y por la grosera costumbre de apodar obligatoriamente al profesorado–; y es que el personaje se dejaba buscar, o era él quien nos buscaba. Sus ademanes pausados contrastaban con un espíritu inquieto: ya entonces algo de política, también teatro; en fin, un tipo peculiar para lo que se estilaba. Buen recuerdo el que tengo de é.
Geografía de España, Dª Sofía Martínez, que al igual que Taboada también llegó ese año a Villanueva y se nos presentaba con ciertas singularidades para el momento y lugar: conducía su propio coche, creo que un Seat 600 de color oscuro, y de vez en cuando nos deleitaba con modelos muy alejados de los gustos de la sociedad local, falda larga hasta los tobillos y algún estampado fuera de época que, a tenor de su soltería, no sé si parecía una señal de rescate o una rotunda afirmación de seguridad.  Llamaba la atención en todos por eso y por su perfil; y a mí en particular por la manera de contar sus disciplinas (Geografía del mundo en 2º, y en 3º y 4º Historia), que me dejó para siempre el gusto eterno de mirar mapas y adorar piedras viejas.
Matemáticas, que lo resuelvo en dos renglones, porque no recuerdo qué profesor tuve (pero a pesar del olvido debo dejar aquí constancia de la buena nota final que obtuve; por desgracia, esos dígitos no se prodigaron en mi vida de estudiante).
Como tampoco puedo mencionar al de Ciencias Naturales. A ver si antes de terminar este escrito consigo acordarme.
De la profesora de Francés sí que me acuerdo, Dª Concha, enormes gafas de miope y un descomunal diccionario del que suelo acordarme, a veces y con sorna, cuando en la red recurro al WordReference. Pero para su desventura no la puedo dedicar mucho espacio: bonjour, el verbo avoir, el être, oui et non. De ahí no se pasó, hasta ahí se llegó.
Dibujo, que nos lo debió dar D. Eduardo Esteban, pero como no anda fina la memoria lo dejo en cuarentena. Tiempo habrá de hablar más adelante de él, que en otros cursos sí que le ubico.
Formación del Espíritu Nacional, asignatura que comprendía,  y pretendía inculcarnos, los valores políticos y sociales afines al Régimen. La impartía en todos los cursos D. Eduardo Cicuendez, que también lo hacía con Educación Física, ya que era habitual asociar en un solo docente ambas asignaturas; como también lo era, o debía serlo y así me consta, la afinidad de éste para con el poder, dicho lo cual sin ningún tipo de acritud, es simplemente información.
Y por último Formación manual, que lo llamábamos trabajos manuales, y más coloquialmente aún, talleres, porque casi siempre se realizaban las clases en los talleres que existían en una nave medianera con la zona de la Charca. Tenía el claustro de profesores del Instituto tres dedicados a esta materia, cada uno con una especialidad: Rufino Pineda en cerrajería, Rafael Yedro en carpintería y Amado Rubio en electricidad. Durante aquel primer curso fue este último quien nos dio clase, y he de decir que para mi desgracia tuve en él al peor profesor de toda mi vida de estudiante, incluida la universidad. Podría resumir en unas pocas frases cuáles fueron los sucedidos que me llevaron hasta esta apreciación, pero creo que el tipo no merece más palabras, ni siquiera este pésimo recuerdo.

Estaba yo, antes, ya sentado detrás de mi primo Arturo cuando me puse a hablar del profesorado, así que casi olvido recordar aquel pasillo a cuyos lados y separadas por grandes cristaleras se encontraban las aulas. Aulas abiertas a la visión exterior, al pasillo y al campo, hileras de frutales, baladas de borregos y muchachos que podan árboles o arrancan malas hierbas. Cristaleras que permitían perturbar nuestra concentración, a la vez que facilitaban la perfecta observación desde el exterior. 
A la izquierda cuatro aulas y hacia la mitad del pasillo el acceso al salón de actos; al fondo los aseos, uno a cada lado; y a la derecha tres aulas y una cuarta más, que por su mobiliario y atrezo, y por el rótulo de la puerta, era el laboratorio. Nunca vi hacer ahí dentro ninguna práctica de química ni de cualquier otra ciencia, pero tiempo habrá de hablar de este lugar, que en 4º fue mi aula. Durante las clases casi nadie deambulaba por ese pasillo, a excepción de los bedeles, de algún profesor rezagado, de alumnos con la vejiga apretada y de Nicolás. Los bedeles eran dos: el Sr. Peña y Borrasca; sólo con nombrarlos ya doy cuenta de su edad y el trato que teníamos con cada uno de ellos:

El Sr. Peña era mayor, no sé cuánto de mayor, de corta estatura y chaqueta gris cruzada, permanentemente abrochada. Vivía en el propio centro, en un pequeño chalé junto a los talleres.  Era de modales correctos y conversación corta pero afable: cuando daba la hora (la comunicación del fin de la clase, que se hacía aula por aula), golpeaba suavemente la puerta pidiendo permiso, abría y en un tono bajo comunicaba con la expresión “la hora Don…”, que había llegado el final de la clase.
Borrasca, en cambio no era mayor, y por eso y porque pretendía ser simpático y dicharachero con los alumnos, y porque casi siempre llevaba la chaqueta desabrochada,  y porque hablaba alto, y porque no golpeaba la puerta antes de dar la hora, y por algunas cosillas más que no deben caber aquí; por todo ello era que Borrasca sólo fue Borrasca.
Y luego estaba Nicolás. Pero éste personaje merece casi un capítulo aparte. O varios cursos.

Termino:  los documentos que ilustran el artículo, como otros muchos, los tengo gracias a la inclinación que tuvo mi madre por guardar todo lo relacionado con nuestros estudios; gusto que he heredado en la medida de lo que me es posible. Y entre todos los papeles envasados en viejas cajas de Cola Cao, encontré las calificaciones de este primer curso de Bachillerato que, aunque estampadas en una hoja de papel manuscrita por mi hermano,  tienen tanto valor como si de un escrito oficial se tratase.

Quedo aquí, por ahora. 

sábado, 25 de abril de 2015

El camino

                                                                                                         Leído por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.
Qué lástima haberlo leído, éste y los demás, tan tarde.

   

«Las cosas podían haber acaecido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así».

«Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas, bien mirado, pocas cosas cabían en un cerebro normalmente desarrollado».

«Los domingos y días festivos, Paco, el herrero, se emborrachaba en casa del Chano hasta la incoherencia… era la de olvidarse de los últimos seis días de trabajo y de la inminencia de otros seis en los que tampoco descansaría».

«Bien decía Andrés, el zapatero: cuando a las gentes les faltan músculos en los brazos, les sobran en la lengua».

«Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera».

«Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima».

«El ahorro, cuando se hace a costa de una necesidad insatisfecha, ocasiona en los hombres acritud y encono».

«Era la suya una resignación estoica cuyos límites no resultaban nunca previsibles».

«…pescaban cangrejos a mano, levantando con cuidado las piedras y apresando fuertemente a los animalitos por la parte más ancha del caparazón, mientras estos se retorcían y abrían y cerraban patosamente sus pinzas en un postrer intento de evasión tesonero e inútil».

«Mi madre se murió de lo mucho que le dolía cuando nací yo. No se puso enferma ni nada; se murió de dolor. Hay veces que, por lo visto, el dolor no se puede resistir y se muere uno. Aunque no estés enfermo, ni nada, solo es el dolor».

«El regreso, como antes la fuga, constituyó un acontecimiento en todo el valle, aunque, también, como todos los acontecimientos, pasó y se olvidó y fue sustituído por otro acontecimiento que, a su vez, le ocurrió otro tanto y también se olvidó».

«También las apodaban las Cacas, porque se llamaban Catalina, Carmen, Camila, Caridad y Casilda, y el padre había sido tartamudo».

«Los ricos siempre se encariñan por el lugar donde antes han sido pobres».

«Cuando la aviación sobrevolaba el valle, el pueblo entero corría a refugiarse en el bosque; las madres agarradas a sus hijos y los padres apaleando al ganado remiso hasta abrirles las carnes».

«Su natural tendencia le inclinaba a las hembras rollizas, de formas calientes, caídas por su propio peso, y exuberantes. Concretamente, hacia mujeres como la Josefa, duras, densas y apelmazadas».

«Esto es un castigo de Dios por haber comido el cocido antes de las doce».

«...de esto no tenía la culpa nadie, esa es la verda. Pero Daniel, el Mochuelo, intuía que los niños tienen ineluctablemente la culpa de todas aquellas cosas de las que no tiene la cula nadie».

«Además, al castigar a los alumnos parecía procurarle un indefinible goce o, por lo menos, la comisura derecha de su boca se distendía, en esos casos, hasta casi morder la negra patilla de bandolero».

«Los hombres que van buscando la mujer se casan en primavera, los que van buscando la fregona se casan en invierno. No falla nunca».

«Como otras muchas mujeres, la Guindilla mayor despreció el amor mientras ningún hombre le propuso amar y ser amada».

«...y Daniel, el Mochuelo, comprendía que dos cas no deben separarse nunca cuando han logrado hacerse la una al modo y medida de la otra».

«Al marcharte no debes llorar. Un hombre no debe llorar aunque se le muera su padre entre horribles dolores».

«Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y... cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado, Y lloró, al fin». 

 

 

 

De El camino, de Miguel Delibes.