sábado, 13 de junio de 2020

1977, julio o agosto

Por primera vez traigo a estas Instantáneas una fotografía en la que no apareces, Mánuel, cuando la pretensión siempre ha sido que tu presencia sería imprescindible, que para eso eres tú quien escribe y es sobre tu vida lo que escribes.
Pero hoy recurro a esta foto porque se trata del año que se trata, 1977, porque la foto está ahí, en el estante de la derecha, invariable, basta girar ligeramente la cabeza y verla. Es parte inalterable del decorado de mi vida. Su sola existencia merece que dedique no sólo una instantánea sino toda una tarde de solano para ella sola.
Dieciocho años tenía por entonces la muchacha y lucía así de bien.

Esta es una de las primeras fotografías que Mª del Carmen me hizo llegar. Una de esas primeras fotos que acostumbraban a intercambiar quienes comenzaban a ser amigos, o algo más que amigos.
De aquellas primeras fotografías, esta no fue a ningún álbum. Fabriqué un portarretrato en la carpintería de Lolín, que seguramente fabricó él, y en ese portarretrato ha permanecido desde entonces: lleva ahí cuarenta y tres años y sólo la he sacado para escanearla ahora y dejarla aquí. Me ha acompañado desde entonces y siempre ha estado en un lugar preferente: presidió mi habitación en mi piso de estudiante y después la zona de estudio que siempre he querido tener, y he tenido, en las dos casas en las que hemos vivido —en la segunda seguimos viviendo—.
En la fotografía, Mª del Carmen está en Torremolinos, de vacaciones con sus padres y seguramente con algunos de sus hermanos. Es verano, julio o agosto, por la tarde, a esa hora en que acostumbraban a arreglarse y pasear por el lugar, un refresco, café, merendar o lo que se terciara.
La calle la reconozco, y es que con el tiempo y a la vez que avanzaban nuestras relaciones y éstas se consolidaron, acostumbré a acompañarlos unos días, primero de novios y más tarde ya casados, al lugar adónde veraneaban, que siempre fue el mismo: Costa del Sol, Benalmádena, Arroyo de la Miel, punto.
Decía que la calle la reconozco, la pisé en varias ocasiones en aquellas salidas vespertinas. Edificios de apartamentos, hoteles, bares, restaurantes, tiendas y dificultades para aparcar. Siguiendo al fondo y a la izquierda se llega a la calle San Miguel, que la primera vez que la vi me llamó mucho la atención —la calle de los Baldosines de mi pueblo, pero más intensa—; muchísima gente, extranjeros de todos los colores y unos almacenes que se llamaban casi como yo: MANFERGA o algo así. Y casi al final de la calle, la torre que da nombre al lugar: la torre de los Molinos.
La fotografía la debió hacer uno de sus hermanos, supongo, y el resultado fue altamente satisfactorio. Ella está tal y como yo, de aquella época y desde la distancia, hoy la recuerdo: dulce, suave, como la voz que por entonces tenía, y que la sigue teniendo (pero es que ya me he acostumbrado a ella, a la voz quiero decir, y presto menos atención). La voz que tanto le gustaba a mi madre cuando la oía por teléfono preguntando por mí —«¿está Manuel Fernando?»—; y la sonrisa, la sonrisa para la foto, creo; y la mirada también. Para una foto perfecta, una foto que fue para mí una llamada, que lo dicen ahí su boca y sus ojos: ven, voy, espérame. Y también un juramento, que si voy me quedo, lo prometo. Fui y me quedé, y aquí estoy escribiendo todo aquello.
Y el gesto frágil de sus manos sosteniendo sutilmente la flor. ¿Qué, qué te parece?, una flor común, ya sé que esa flor está por todos sitios. Pero esa circunstancia ha hecho que a lo largo de mi vida haya sido un acto recurrente el recordar la foto cada vez que veo esas flores en cualquier lugar, invariablemente, siempre.
Y la medallita, que lleva colgada de su cuello y que ahí estuvo muchos años, al cabo del tiempo desapareció. No sé cuándo fue ni desde cuándo la echo de menos. He preguntado por ella, cuál ha sido su destino, dónde se halla, no he recibido respuesta. Ha debido perderla, lástima, porque ahora que la vuelves a mirar, Mánuel, te llega el agradabilísimo recuerdo de esa medalla como única prenda sobre su cuerpo, ¿verdad?