Viajaba hace unos días —y uso el verbo viajar dado el tiempo que ese trayecto me lleva— desde mi barrio al centro de la ciudad, cuando, al llegar a la última parada, en la que iba a apearme, rememoré, como si de un déjà vu se tratara, la que tal vez fuera la primera vez que me subí a un autobús urbano. Ocurrió allá por…, hace ahora cincuenta años, y recuerdo que la situación me abrumó, aquella primera y también las siguientes. Poco a poco fui acostumbrándome, pero reconozco que me costó, aunque siempre aparenté, ante propios y extraños, un estado de normalidad.
Pues llegaba a la parada final de mi viaje, en una avenida en la que confluyen varias líneas, unas de paso y otras que igualmente finalizan su recorrido, cuando me pareció recibir un golpe en la cabeza que llevaba apoyada sobre el cristal de una ventana del vehículo, y desperté de la modorra a la que me había abandonado durante el viaje. Vi entonces otras caras de viajeros en otro autobús cercano, pegado al mío, muy cerca, a escasa distancia, tan poca que temí chocar; el pasajero del asiento junto a mí me presionaba con el volumen de su cuerpo; ya parado el vehículo, éste tardaba en vaciarse dada la cantidad de gente que se movía lentamente; yo, igualmente, andaba despacio, pegado a todos, y ya en la calle seguí hasta un paso de peatones donde hube de detenerme, el muñequito estaba en rojo, y al ponerse verde, todos los que esperábamos cruzamos a la vez la calle, al unísono, casi en formación; el doble runrún, ruido de coches, murmullo de voces; miraba los edificios y tuve que levantar la cabeza para abarcar toda su altura, de tan grandes que me parecían y tan desproporcionados en calles tan estrechas. Minutos después me dije en voz alta que aquello ya había sido, de la misma manera, con idéntica opresión. Y entonces desapareció el efecto.
Seguí andando y hasta que llegué a mi destino no pude dejar de pensar que todo lo sentido, o mejor, que todo lo vivido había sucedido por segunda vez, pero con medio siglo de diferencia en el tiempo. Porque muy parecidos fueron aquellos primeros días de octubre del 75, recién llegado a esta ciudad que, mis sentidos de muchachito rural, no controlaban: si en el pueblo cualquier desplazamiento era poco menos que un paseo, aquí se convertía en un corto viaje; si allí salías a la calle con las manos en los bolsillos, aquí no debías olvidar las llaves de una vivienda que no era la tuya, poner algo de dinero en una cartera que jamás había portado y lo más importante, el carnet de identidad, que te habían dicho que eso nunca se debía dejar en casa.
Sentado ahora, tranquilamente ante el teclado y la pantalla, me pregunto qué me pudo suceder esta mañana, cuál ha sido el cable que se me ha cruzado, para evocar sin reflexión alguna una realidad perdida en mi memoria, una circunstancia ya olvidada y que, por supuesto, superé. Lo que no quita que me preocupe y me lleve a reflexionar sobre ello, y concluir que, tal vez, se esté cerrando el círculo, que esta prolongadísima etapa de mi vida esté llegando a su fin y que la siguiente debe ser otra, a lo peor también entre suidos y autobuses urbanos, pero con otras señales, otras luces, otros horarios. Eso, horarios con minutos del tamaño de horas, en los que el tiempo no pese ni de órdenes.
Quinientas noventa palabras llevo escritas, según me chivatea la esquina izquierda de la pantalla. Aquí lo dejo.
