1961, abril
Esta es de las primeras fotografías grupales en las que aparezco, y presiento que a partir de ella serán muchas las que dejaré en estas instantáneas: excursiones al campo, la vida en el Badén y eventos familiares, bodas, bautizos y comuniones, a los que acudíamos casi todos los miembros de la familia de mi padre. De muchos de ellos hay recuerdos fotográficos que daré buena cuenta en estas Tardes de solano.
Tengo especial cariño a la foto de más
arriba, y no sólo porque me vea en ella simpático y espontáneo con ese sombrero,
excesivo a todas luces, que a saber de quién sería. En ella aparecen personas a
las que quise mucho y aún quiero, esas a las que vas a querer toda vida, estés
con ellas o no.
Y el cariño aquel se hace extensivo al
lugar, que no es otro que el Badén del Zújar, al fondo el cerro de Tamborríos y
detrás de nosotros el río. Un paraje que durante años fue escenario de domingos
siempre luminosos, de apasionadas jornadas, de incansables juegos. El sitio en
el que, como otra vez escribí, llegamos a sentirnos dueños del mundo, donde la
felicidad estaba al alcance de la mano y sólo bastaba para conseguirla un baño
en el río o un larguísimo paseo en bicicleta.
Ve a la foto Mánuel, ya sabemos dónde
estáis, pero ¿quiénes son?
Empiezo por el centro, que quien en él
está casi todo lo ocupa, y en aquella época, y desde siempre, era el eje
afectivo de la familia. Se trata de mi abuelo Arturo, el único al que conocí,
que al otro se lo llevó la guerra y a las dos abuelas la postguerra. Su aspecto
no cambió a lo largo de mi vida —murió cuando yo tenía trece años—, o eso me pareció
por entonces y aún lo sigo pensando: corta estatura, figura oronda, piel morena
muy arrugada, cerraba la boca y ésta se convertía en una tenue sonrisa, siempre;
y siempre la boina, dentro o fuera de casa, perfectamente horizontal,
prolongación de su cuerpo, como el cigarro, Celtas
largos, y el chaleco machado de su ceniza. No hace
falta decir que nunca jugó ni paseó con nosotros, los nietos, ni nos entretuvo
con cuentos ni nada por el estilo, que éramos muchos y supongo que ni los
tiempos ni su manera de entenderlos le animaron a ello. No se lo reprocho,
bastante tuvo con soportar nuestros juegos a su alrededor sin apenas
reprendernos y a sabiendas por su parte, que alterábamos con frecuencia la
apacible vida que le proporcionó su largo retiro.
Detrás de él, mi madre, a la que ya
conocéis de la instantánea anterior. Está sonriendo, que ella
era de mucho sonreír, y en situaciones como la de la foto más, porque siempre
se sintió a gusto con la familia de mi padre. Me consta que fue buena amiga de
sus cuñadas, más de las mujeres de mis tíos que de las hermanas de mi padre,
que las primeras le correspondieron esa amistad en mucha más cantidad y calidad
que las segundas.
A la derecha de mi madre, izquierda en la foto, mi tía
Angelina, Geli para todos, la hermana menor de mi padre y esposa del señor que
está en primer plano sentado al lado de mi abuelo. Se llamaba Manolo y murió
joven. Hasta su muerte, ellos y sus hijos vivieron fuera de Villanueva. Ejerció
su profesión, era practicante, en distintas poblaciones, El Valle de la Serena,
Valencia del Ventoso y Fregenal de la Sierra, donde el corazón le dejó de funcionar
justo un año después que a mi abuelo—. Venían a nuestro pueblo, que también era
el de ellos, en vacaciones y a que mi tía pariera a tres de sus cuatro hijos.
El mayor de ellos nació en el primer destino que tuvo que fue una aldea de
pescadores gallega llamada Camelle.
Mi tía Geli mira sonriente al primero de sus hijos, el
chavalín rubillo al que parece que estoy sujetando. Es mi primo Manolo —uno de
los dos Manolos— que antes fue Manolito y mucho antes, por los tiempos de la
foto, Tucho, que venía a ser el hipocorístico de su primer nombre, Fructuoso.
Cuando su padre falleció y toda la familia se trasladó definitivamente a
Villanueva, ya fue Manolito.
Es por él por lo que diría que estoy en condiciones de
datar la foto, veréis: sé que mi primo nació en 1960, si lo buscáis en Google
—Manuel López Gallego— lo encontraréis enseguida, él y sus libros se prodigan
por la red,
y en la imagen no debe tener más de un año, así que la excursión tuvo que ser
en algún momento de 1961, seguramente en la Gira, que aquel año fue el 3 de abril, y la
ropa que todos llevábamos puesta es propia de la fecha. Pongamos pues que yo tenía por
entonces tres añitos. Pero vaya usted a saber.
El muchacho de la izquierda, gorra, pañuelo al cuello
y gesto serio, es el mayor de los primos. Al igual que el abuelo, se llama Arturo,
y siempre anduvieron los dos muy cerca pues desde pequeño, y no sé por qué
razón ni acuerdo, fue a vivir con él y con mi tía Márgara, la hermana mayor de
mi padre, que por entonces estaba soltera. A día de hoy continúa en ese mismo
estado, la soltería de mi tía, me refiero.
A mi lado, y como escondido, está mi otro primo Arturo
—por entonces había cinco varones en la familia con ese nombre—, que ya en
aquel tiempo, y durante muchos años, todos le llamaríamos Guingui. Pero no
trata de ocultarse, seguro, él no fue tímido, al contrario, nunca tuvo
problemas de trato con nadie, y conmigo, jamás. A partir esta foto, o quizás antes,
estuvimos muy próximos gran parte de nuestras vidas: de edad pareja, poco más
de tres meses a mi favor nos separan, asistimos juntos al Colegio de las monjas
de la calle La Palma, a la Escuela de El Cristo y después al Instituto Pedro de
Valdivia. Y los domingos y fiestas de guardar, sin apenas fallar uno, a la casa
del Badén. La elección de distintas carreras y universidades nos separó, y
desde aquel momento nuestros encuentros han sido ocasionales, superficiales, lo
que viene a ser un de vez en cuando.
Dejo para el final a la pareja situada a la derecha de la foto. Son los padres del Guingui, mi tío Víctor y su mujer, María Ángeles. Del primero no voy a decir nada que, casi todo lo que por él sentí y siento, lo dejé escrito en una página antigua de estas Tardes de Solano
—http://tardesdesolano.blogspot.com/2014/09/como-tu-ninguno.html —.
Y de la segunda, que aún vive, solamente sabría escribir
sobre su bondad, su simpatía, el atractivo que tanto le destacaba, y el cariño
que siempre me transmitió y que yo procuro corresponder cada vez que la visito y, como ahora, con el recuerdo desde
la distancia.