Bien, como es fácil de adivinar, esa peña —¿se utilizaba este término a principios de los setenta? — son mis primos, y ese día estábamos de boda. Tal situación me la contó May, la segunda por la derecha y también segunda en el escalafón cronológico:
Resulta que el casamiento era de uno de los obreros
de la familia, y parece ser que ninguno de nuestros progenitores, sus
jefes, tuvo intención de asistir al convite —quiero pensar que al menos sí
lo hicieron a la ceremonia, por lo del cumplir—, así que decidieron enviar, en
su nombre, a todos sus hijos al ágape. Y allá que fuimos con nuestras mejores
galas veraniegas y con unas ganas infinitas de divertirnos, como en la
instantánea se pueden apreciar.
El
banquete se celebró en La Ilusión, un amplio local al aire libre que existió en
el primer tramo de la calle Magacela, el que va desde Santo Cristo a la del
Polvo —¿cómo se llamará ahora esta calle? —, en el que se festejaban eventos,
cuando el tiempo lo permitía, al son de alguna orquesta más o menos afinada y la
comida se regaba con Mirindas y calientes cervezas de El Gavilán.
Nosotros
ahora, en la foto, estamos en la calle, alejados del seguro bullicio, para
posar con tranquilidad. No recuerdo nada de aquel día y del local poco más:
amplio, encalado y fresco. Sé que asistí allí a varias celebraciones, pero no
me preguntéis nada, que nada pongo en pie. Así que comentemos la foto.
En
ese día estábamos allí once, ya habían nacido las dos hijas de mi tía Geli pero a saber por qué razón no fueron enviadas para representar a la familia. Quizá
fuese su escasa edad. Quien sí asistió fue su hermano mayor, Manolo, que aún era
Manolito; ahí lo tenéis a mi lado, haciéndose
aún más mayor chupando un cigarro a todas luces apagado, todavía el pobre mío
con pantaloncito corto, impolutos mocasines y una camisa que me parece de
precoz diseño. Colgado de una trabilla del pantalón, un llavero, complemento
que por la época solíamos llevar los chavales de ese modo, pero sin llaves, que
aún no teníamos edad ni responsabilidad para que nuestros padres nos dieran la
de casa ni ninguna otra. De manera irreverente tiene colocada su mano izquierda —¿o es mi mano derecha?— sobre la cabeza de Vivi en una actitud claramente
vulgar. Se perdona porque el día se prestaba a bromas y, además, es seguro que
no conociera con exactitud el sentido figurado del gesto.
A
la izquierda están Arturo el mayor y su
hermano Manolo —creo que es él, porque
entre las gafas oscuras y la mano con el vaso o la botella tapándole la cara, casi
no lo reconozco—; entre ellos, Mª José. A
mi lado Mª Eugenia, que ya está hecha la jodía una mujercita; y detrás de
mí Eduardo, en
el que destacan el cordaje que abrocha el cuello de su ¿camisa, camiseta?, y la
pícara mirada que dirige a su hermana —cómo te vea mamá bebiendo, verás, yo no
te digo ná—. Pero May, su hermana, está
tranquila, ajena y feliz, luciendo un vestido que seguramente estrenó ese día y
le duró hasta no sé cuándo, que me dijo una vez que lo usó incluso cuando
estudiaba en Badajoz, creo.
May
comparte el vaso, o está brindando, con mi hermano, al que veo muy delgadito si
lo comparo con el recuerdo. Y la camisa, una monada; si a la de Manolito la atribuí
un precoz diseño, a la tuya no me alcanzan los calificativos. Estoy seguro que
esa prenda no la heredé, porque habría quedado en la lista de mis traumas. A tu
favor, el pelazo; ¡ay que ver lo que fuimos, eh Arturo!
Y
yo en el centro, premonitoriamente sentado sobre una moto, bueno, sólo apoyado, ufano
con un puro apagado en la mano y unas horribles sandalias en los pies; unos
pantalones largos que ya no me quitaría hasta que muchos años después la moda me
permitiría aliviarme las calores y airearme las piernas durante el estío.
Ah,
que le olvidaba. A la derecha y como descolgado está el Guingui, Arturo. Sin
bebida ni cigarro ni nada, pero posando, que eso ya comenzaba a ser parte de él.
Y con sandalias, menos mal, no era sólo cosa mía.
Miro y remiro la foto y concluyo que he sido feliz, y mucho, con toda esta gente que veis a mi alrededor en la
fotografía. Una gran parte de la felicidad vivida y que aún permanece en la
mochila que siempre llevo y ya casi arrastro, se la debo a ellos, a mis primos,
a aquel día en que estuvimos juntos en La Ilusión haciendo de mayores por
encargo, a decenas de jornadas en el Badén, en el almacén de mi abuelo, a
Nochebuenas de ensaladilla y Casera, o simplemente a encuentros casuales por la
calle.
Sí,
me considero afortunado por haberlos tenido en mi vida, y más aún, por seguir
teniéndolos.