domingo, 17 de noviembre de 2019

1970, verano

Si algo se puede decir, a bote pronto, sobre esta fotografía es que se trata de un grupo de chavales aparentemente felices. Pero no era apariencia, era realidad, que te lo digo yo. No hay nada más que mirarme a la cara, y a las de los demás, que tenemos todos unas sonrisas y unas miradas que lo dicen todo, tuvo que ser aquel un gran día, como lo eran todos los días de verano.
Bien, como es fácil de adivinar, esa peña —¿se utilizaba este término a principios de los setenta? — son mis primos, y ese día estábamos de boda. Tal situación me la contó May, la segunda por la derecha y también segunda en el escalafón cronológico:


Resulta que el casamiento era de uno de los obreros de la familia, y parece ser que ninguno de nuestros progenitores, sus jefes, tuvo intención de asistir al convite —quiero pensar que al menos sí lo hicieron a la ceremonia, por lo del cumplir—, así que decidieron enviar, en su nombre, a todos sus hijos al ágape. Y allá que fuimos con nuestras mejores galas veraniegas y con unas ganas infinitas de divertirnos, como en la instantánea se pueden apreciar.


El banquete se celebró en La Ilusión, un amplio local al aire libre que existió en el primer tramo de la calle Magacela, el que va desde Santo Cristo a la del Polvo —¿cómo se llamará ahora esta calle? —, en el que se festejaban eventos, cuando el tiempo lo permitía, al son de alguna orquesta más o menos afinada y la comida se regaba con Mirindas y calientes cervezas de El Gavilán.

Nosotros ahora, en la foto, estamos en la calle, alejados del seguro bullicio, para posar con tranquilidad. No recuerdo nada de aquel día y del local poco más: amplio, encalado y fresco. Sé que asistí allí a varias celebraciones, pero no me preguntéis nada, que nada pongo en pie. Así que comentemos la foto.

En ese día estábamos allí once, ya habían nacido las dos hijas de mi tía Geli pero a saber por qué razón no fueron enviadas para representar a la familia. Quizá fuese su escasa edad. Quien sí asistió fue su hermano mayor, Manolo, que aún era Manolito; ahí lo tenéis a mi lado, haciéndose aún más mayor chupando un cigarro a todas luces apagado, todavía el pobre mío con pantaloncito corto, impolutos mocasines y una camisa que me parece de precoz diseño. Colgado de una trabilla del pantalón, un llavero, complemento que por la época solíamos llevar los chavales de ese modo, pero sin llaves, que aún no teníamos edad ni responsabilidad para que nuestros padres nos dieran la de casa ni ninguna otra. De manera irreverente tiene colocada su mano izquierda —¿o es mi mano derecha?— sobre la cabeza de Vivi en una actitud claramente vulgar. Se perdona porque el día se prestaba a bromas y, además, es seguro que no conociera con exactitud el sentido figurado del gesto.

A la izquierda están Arturo el mayor y su hermano Manolo —creo que es él, porque entre las gafas oscuras y la mano con el vaso o la botella tapándole la cara, casi no lo reconozco—; entre ellos, Mª José. A mi lado Mª Eugenia, que ya está hecha la jodía una mujercita; y detrás de mí Eduardo, en el que destacan el cordaje que abrocha el cuello de su ¿camisa, camiseta?, y la pícara mirada que dirige a su hermana —cómo te vea mamá bebiendo, verás, yo no te digo ná—. Pero May, su hermana, está tranquila, ajena y feliz, luciendo un vestido que seguramente estrenó ese día y le duró hasta no sé cuándo, que me dijo una vez que lo usó incluso cuando estudiaba en Badajoz, creo.

May comparte el vaso, o está brindando, con mi hermano, al que veo muy delgadito si lo comparo con el recuerdo. Y la camisa, una monada; si a la de Manolito la atribuí un precoz diseño, a la tuya no me alcanzan los calificativos. Estoy seguro que esa prenda no la heredé, porque habría quedado en la lista de mis traumas. A tu favor, el pelazo; ¡ay que ver lo que fuimos, eh Arturo!

Y yo en el centro, premonitoriamente sentado sobre una moto, bueno, sólo apoyado, ufano con un puro apagado en la mano y unas horribles sandalias en los pies; unos pantalones largos que ya no me quitaría hasta que muchos años después la moda me permitiría aliviarme las calores y airearme las piernas durante el estío.

Ah, que le olvidaba. A la derecha y como descolgado está el Guingui, Arturo. Sin bebida ni cigarro ni nada, pero posando, que eso ya comenzaba a ser parte de él. Y con sandalias, menos mal, no era sólo cosa mía.


Miro y remiro la foto y concluyo que he sido feliz, y mucho, con toda esta gente que veis a mi alrededor en la fotografía. Una gran parte de la felicidad vivida y que aún permanece en la mochila que siempre llevo y ya casi arrastro, se la debo a ellos, a mis primos, a aquel día en que estuvimos juntos en La Ilusión haciendo de mayores por encargo, a decenas de jornadas en el Badén, en el almacén de mi abuelo, a Nochebuenas de ensaladilla y Casera, o simplemente a encuentros casuales por la calle.

Sí, me considero afortunado por haberlos tenido en mi vida, y más aún, por seguir teniéndolos.