domingo, 13 de abril de 2014

Nidos de golondrinas

Leo en varias páginas de la red (ya no leo periódicos, hace lustros que no los compro y por el bien del planeta debían dejar de publicarlos, no por las noticias, bueno también por las noticias, sino por la celulosa) que la golondrina común –hirundo rustica-  ha sido declarada ave del año 2014 por la SEO (Sociedad Española de Ornitología), con el fin de llamar la atención sobre su delicada situación. En la última década su población ha descendido un 30 por ciento, que el redactor de la noticia lo cuantifica en diez millones de ejemplares, lo cual no es que me parezca mucho, es que me parece muchísimo; y de seguir así la tendencia, se prevé su desaparición en unos veinte años. Requiero aquí voz autorizada que me confirme tan lamentable dato.
El redactor de la noticia llena su espacio con algunos comentarios sobre este pequeño ave: costumbres, periodos de cría, hábitats, y así un extenso texto que me ha hecho recordar lugares y momentos de mi infancia. Infancia que cuando es vivida  en un pueblo, y así fue mi caso, queda muy ligada a los animales; en un pueblo todo es más cercano, sobre todo el campo y por lo tanto son más próximos aquellos, los de casa, los de la calle, los del campo.
A poca memoria que haga me vienen a ella los primeros pájaros que conocí y que nadie, seguramente, me señaló. Llegaron a mi conocimiento de manera natural: gorriones próximos en cualquier lugar, vencejos que llamábamos aviones en la casa Cuesta, cigüeñas en los tejados de San Francisco, grajos en la torre de la Asunción y golondrinas en el almacén de mi abuelo.
Como dice el redactor de la noticia, la golondrina “huye de la vegetación densa y anida en entornos humanizados, bajo el techo de graneros, establos o casas de labranza”, así que es fácil imaginar que en aquel almacén siempre hubiera golondrinas en primavera y verano. Particularmente recuerdo los nidos (“…el nido en el que criaron por primera vez es reutilizado para la segunda y reparado y vuelto a usar en años siguientes, siempre.”) que siempre hubo bajo el techo y junto a las vigas de las primeras crujías del almacén.
En la noticia que ha dado pié a esta página aprendo que sus inquilinos repetían estancia año tras año, así que probablemente las golondrinas que conocí siempre fueron las mismas. Es posible que en otros lugares de aquel almacén también las hubiera, pero las que hoy recuerdo son las que siempre estuvieron junto al despacho, lo más cerca que podían de los humanos. Todo esto me ofrece la ocasión para evocar aquel almacén, que en la memoria se me hace extraordinariamente grande (otra vez ando con la descoordinación de las dimensiones por culpa del tiempo transcurrido), mucho más grande de lo que es ahora, aunque en ambos el espacio ocupado sea igual:
La puerta de entrada, la misma de ahora, enorme y pesada; a la derecha, el pequeño despacho, que lo llenaba una amplia mesa con sobre de cristal bajo el que se alineaban en la misma dirección, numerosas fotografías de todos y cada uno de los nietos. Esa dirección era la del sillón de mimbre donde se sentaba mi abuelo, justo a la entrada, al lado de la puerta, de manera que te obligaba, innecesariamente, a saludarle con un beso a la llegada. A su derecha la curiosa ventanita que, a manera de taquilla de cine, era utilizada por él para pagar a sus operarios el jornal encerrado en un sobre. Otros sobrecitos, llenos de garbanzos tostados, aguardaban en su cajón nuestras llegadas.
A continuación del despacho, un cuarto donde se apilaban sacos de yeso y cemento; y más adelante otro con igual uso, donde guardar además todo el papel que generaban esos sacos y que, una vez al año por Navidad, se reconvertían en dinero con el que ayudar a los Reyes Magos.
Apoyada en la pared opuesta una escalera subía a la casa. Era la vía de comunicación entre vivienda y almacén, o el camino del bendito exilio cuando, cansados los mayores de los pequeños, nos mandaban para abajo a jugar, fuera de día o de noche, invierno o verano, que allí estaba esperándonos siempre el inmenso, el abigarrado almacén, lleno de cosas, de herramientas, de montones de arena y grava, de miles de ladrillos de todos los tamaños, infinidad de utensilios de usos conocidos y también desconocidos, pero a los que enseguida se les asignaba uno para así utilizarlos en un nuevo juego.
Juegos: el almacén fue desde el principio de nuestros días un ilimitado campo de juegos, o mejor, fueron nuestros juegos reunidos. Caja de juegos reunidos en la que por haber había hasta animales, de tiro para el remolque con el que Isidro distribuía materiales por las distintas obras. El progreso y la jubilación terminaron con Isidro, con el mulo y con el caballo.

Ah, que no se me olvide, Dáli: vagamente recuerdo aquella enorme bola de pelos correteando por el almacén, siempre al lado de mi abuelo.

Más adelante, un espacio descubierto donde también se acopiaban materiales de construcción y en el que se extendían para su secado las viguetas, ladrillos y otros elementos que allí también se fabricaban. Después y ya bajo techo, mesas de trabajo, herramientas de todo tipo, paredes recubiertas de incontables cosas colgadas, un mundo rebosante de objetos y acciones que, con el tiempo y sin siquiera intuirlo entonces, decidió disponer mi futuro. Me queda de todo aquello una imagen llena de tantos detalles que me es difícil enumerarlos, como una pantalla grande de cine, de las de antes, y sentado en la última fila: imposible puntualizar, sólo se ve el conjunto.Y mira por donde me viene hoy el recuerdo de las golondrinas revoloteando en el almacén: hay que ver lo de pelotazos que habremos pegado allí y me parece que nunca rompimos un nido. Ni un nido, ni nada. Y es que creo que antes las cosas no se rompían.
       

Sevilla, abril 2014