jueves, 23 de febrero de 2023

Quien evita la tentación evita el pecado.

Realmente, la frase más utilizada que se asemeja, y viene a significar lo mismo, a la que titula esta entrada es «Quien evita la ocasión evita el peligro», que nos viene a decir que los riesgos pueden y deben eludirse, evitándose así la posibilidad de sufrir los daños que de ellos se deriven. Es decir, la manera de cerciorarnos de que no vamos a sufrir un perjuicio causado por un peligro es no exponernos a esa amenaza.
Pero como el contexto en el que me muevo ahora está referido a mi madre y sus frases hechas, he de catolizarla, porque ella era católica y muy practicante. Así que diremos que la que ella empleaba, con la asiduidad que fuera requerida, era una que se atribuye a San Ignacio de Loyola, y que dice:

«Quien evita la tentación evita el pecado»

que hasta suena mejor al oído, al mío, claro.

Con ello, San Ignacio debía recomendarnos que nos alejáramos de situaciones y ambientes que pudieran afectarnos negativamente para evitar sus consecuencias, posiblemente también perjudiciales. Ello siempre dentro del campo de la moral: evitemos acciones que nos lleven a cometer el mal aún si de ellas fuéramos a obtener provecho.
Y eso lo convirtió en máxima mi madre, repitiéndomelo en numerosas ocasiones cuando preveía que tal o cual acción futura mía podría acarrearme resultados poco agradables, sabedora ella que todos somos débiles y las tentaciones son fuertes.
Pero claro, ¿a quién no le gusta vivir instantes de cierta inseguridad?, aun arriesgándose a perder el equilibrio, tropezar y caer. Hay veces que es necesario aventurarse cuando está en juego una buena ganancia, quien no se expone no ganará. Pero a la vez también es obligado renunciar al posible beneficio, sobre todo cuando éste no está garantizado y los riesgos se prevén elevados: si no bebes no te emborracharás y podrás conducir sobrio, y se eliminará la posibilidad de un accidente provocado por ti (hágase esto extensivo a muchas, muchísimas, situaciones).

No sé si viene a cuento, pero acabo de recordar que, en cierta ocasión durante mi vida profesional, un tipo relacionado con un trabajo que yo había terminado, durante una conversación relativa a aquel trabajo, y mientras tomábamos tranquilamente café en un lugar público, hablando sobre lo bien que había ido, alargó hacia mí su mano en la mesa apenas ocultando un sobre. Retiró la mano, puse yo encima la mía y se lo arrastré hasta él. Le contesté que yo ya había cobrado por mi trabajo.
Con el tiempo, muchas veces pensé que habría podido ocurrir si me hubiera quedado con aquel sobre del que nunca supe qué contenía, pero he de suponer que era dinero, y bastante por lo que abultaba. En aquel instante suponía cruzar una línea a cuyo otro lado había un riesgo cuya única compensación estaba en el contenido del sobre, y ante la inseguridad que me producía la ignorancia sobre ese otro lado de la línea, opté por levantarme y dejar allí al tipo que, supongo, pagó mi café.