En un principio fueron los tebeos que me prestaba, y que pocas veces devolví, Miguel, el de María, los que estuvieron en Suiza, un tipo afable en todos los sinónimos de la palabra, que igual arreglaba una lavadora, sanaba la chapa abollada de un coche o animaba a un crío a leer. De él aprendí el funcionamiento, o el manejo, del calibre o pie de rey, y ya no lo olvidé nunca. Pero lo más importante de aquel sujeto para conmigo, lo que de verdad más ha perdurado, que no ha perdido valor sino muy al contrario se ha incrementado, fue que él me aficionó a la lectura.
De los primeros tebeos que cayeron en mis manos, aquel que dio nombre al producto: TBO. Noto aún el tacto de un papel barato, recuerdo los dibujos de pequeño tamaño en colores suaves, letras que me parecían escritas a mano —qué bien escribían, pensaba yo—, multitud de personajes que me hacían permanecer en una constante sonrisa, de los que ya he olvidado sus nombres y hasta sus formas.
Los que no he olvidado, porque perduraron más en mi tiempo, han sido los de PULGARCITO, otra revista tan mítica como la anterior —fueron ambas fundadas antes de la Guerra Civil y siguieron publicándose hasta bien entrados los 80—, sin echar en falta DDT, TíoVivo y alguna más, que perderían mis preferencias a favor de El Capitán Trueno, El Jabato o Hazañas Bélicas, cuando la edad ya pedía otras acciones.
Tebeos que, como debía de ser, terminé adquiriendo, pagando por ellos el corto peculio del que siempre dispuse, en aquella tiendecita que había en la calle La Haba, casi esquina con Carchenilla, y en la que vendían de todo para entretenerse: chucherías, juguetitos, fotonovelas, novelitas del oeste o del FBI —éstas últimas casi siempre se alquilaba su lectura por un módico precio, negocio que yo nunca hice—, y así hasta el infantil infinito de entonces.
Y en aquello estaba cuando entró en mi vida una persona que, casualidad, vivía en la calle Carchenilla —que me pongo a pensar y observo que esa calle tuvo bastante influencia en ciertos estadios de mi vida— y que me animó a suscribirme a Círculo de Lectores, bendita entidad, dado que aquello no sólo le reportaría algún beneficio material, sino que también le complacería alentar en un joven la afición a la lectura. Casi me inclino más por esto último.
El primero de los libros que por entonces llegó a mis manos de aquella editorial, “No encontré rosas para mi madre”, de J.A. García Blázquez, aún permanece en mi biblioteca, como casi un par de docenas más de aquellos. Fueron muchos los que adquirí por ese sistema, como también han sido demasiados los que he ido extraviando por el camino. Pecadillos que no tienen perdón.
De los que aún permanecen conmigo hay uno que he releído en varias ocasiones y cuya versión cinematográfica he visto más que “Muerte en Venecia” mi primo Arturo. Se trata de “El Padrino” de Mario Puzzo. Y viene esto a cuento porque me apetece referir una anécdota de la que fui protagonista, que ilustra con acertada claridad mi temprana simpatía por la lectura, a la vez que lo hace sobre la ausencia generalizada, entonces y seguramente ahora también, del mismo gusto por parte de los adolescentes.
Corría un mes de enero de no me acuerdo qué año, acabábamos de volver al instituto pasadas las Navidades, y en la clase de ¿filosofía?, la profesora que nos impartía la asignatura, docente de reciente incorporación al centro, señora bajita, regordeta, con grandes gafas y pelo siempre revuelto, llamada María José, y que desde el primer día demostró claras intenciones de hacernos progresar en temas de los que ella pensaba que jamás ninguno de nosotros habíamos oído, preguntó, así en frío y esperanzada, he de suponer, en obtener una amplia respuesta entre el alumnado, que si «…aparte de jugar, estar con los amigos, con la familia, a ver, estas navidades, ¿cuántos de vosotros habéis leído un libro en estos días?, que levanten el brazo quienes hayan leído uno». He de reconocer que un servidor miró de soslayo en varias direcciones por ver cuantos y quienes respondían a la encuesta. En pocos segundos me di cuenta que iba a ser mi brazo el único que se levantara, pero no por ello iba yo a callar que a mí me gustaba la lectura y que recientemente acababa de leer un libro que me había encantado. Así que alcé mi mano y escuché su pregunta dirigida a mí, «Ah, ¿sí?, ¿y cuál ha sido?», a lo que contesté «El Padrino, de Mario Puzzo». Una pausa valorativa, que se dice ahora, por su parte, y añadió «Bueno, tampoco es un libro que…», nueva pausa valorativa que, esta vez interrumpí, diciendo «Vale, pero he sido el único que ha levantado el brazo, ¿verdad?».
En algún curso posterior, la tal María José también me dio clase, no la tengo entre los aprobados del ranking de profesores de mi vida, al contrario que mi primo arriba mencionado que, me consta, ejerció en él una honda influencia temporal. Ella, a mí, con seguridad me olvidó al poco y a la velocidad del rayo.