Definitivamente he de reconocer que tuve que ser un niño gamberro, o que mis gamberradas, por suaves e inocentes que fueran, hubieron de sacar de quicio a mi madre en incontables ocasiones. O tal vez no eran gamberradas, a lo mejor fueron simples salidas de tono, algunas desobediencias, mentiras —que si eran pequeñas se llamaban mentirijillas—, cosas de chiquillos que no dabas importancia, hasta que estabas delante de ella y comprobabas que sí, que aquello iba a tener trascendencia. Y que durante algunos días no ibas a olvidar la bronca, el castigo y su motivo.
La secuencia de los hechos siempre venía a ser la misma: me había cogido en un renuncio, se había enterado de alguna cosilla fea mía o cualquier asunto no incluido en su Tratado de moralidad y manual de usos y costumbres; me pedía explicaciones y yo las daba como buenamente podía —aquí entraban las mentirijillas—, ella no me creía, o en el mejor de los casos sólo a medias. Entonces llegaba el momento, yo lo veía venir, no me equivocaba, era predecible porque siempre lo precedía la frasecita:
«Te voy a dar más palos que a una estera vieja».
Y en más de una ocasión me los dio, aunque a Dios gracias, no tantos como la frase refiere ni con la intensidad que en ella se supone. A ver, que nadie se llame a escándalo ni engaño, ni dramatice. Hagan el favor de trasladarse por un instante a los años sesenta del pasado siglo y verán como lo entienden.
Pues sí, hubo palos, la verdad no muchos, los suficientes como para recordarlos, reflejarlos aquí y reconocer que, aunque no están olvidados, tampoco están perdonados porque no necesita perdón algo o alguien que no ofendió.
Y no hubo muchos porque casi todos los esquivé, que a la primera voz más alta que las anteriores echaba a correr escalera del doblao arriba, adonde mi madre no solía llegar. Eso implicaba mi permanencia en el lugar —¿hasta cuándo? —, a la espera de que el berrinche se le pasara pronto, lo cual era difícil, que siempre tuvo buena memoria para sus cosas y esas situaciones requerían tiempo. Menos mal que allí había asuntos de entretenimiento para los que el tiempo se detenía y mi abstracción llegaba a ser total.
Con el paso de los años entendí que el refrán era una pura metáfora, una expresión coloquial: que los palos no eran sólo con la alpargata de mi madre, que el sacudidor de mimbre podía estar, a lo largo de la vida, en manos de muchos, y que la mayoría de esos golpes que te han ido dando no han dejado nunca marcas en la piel de afuera. Que las guantás te las soltaban con más frecuencia con la boca, con críticas y reproches, respuestas cortantes y ofensivas, con problemas, con olvidos y deslealtades. Y en ocasiones como esas sí te has sentido una estera vieja.
En las vividas con mi madre, no. En aquellas yo era el insumiso y ella la encargada de pararme los pies, de moderar comportamientos utilizando su pericia y sus medios, que en ocasiones comportaba algún exceso físico y que, en la mayoría, ya lo he dicho, yo eludía.
Recuerdo ahora una de aquellas situaciones, en el salón de mi casa, bueno, recuerdo a partir de lo de los palos a la estera vieja, y veo a mi madre junto a la mesa camilla, zapatilla en mano, y yo enfrente, en la otra banda; ella que da un paso al lado para buscarme, y yo que doy otro huyendo; y así un rato, retándonos, dando alguna vuelta; ella sigue con la alpargata enarbolada, amenazante, y yo sin encontrar el momento de huir; y otra vuelta, y otra. Y como en casos parecidos me decía otra de sus frases ya legendarias con las que trataba de controlar la situación: «no me hagas barreritas que te enteras».
Ésta última he de desarrollarla en otra ocasión.