domingo, 14 de abril de 2024

Melón y tajá en mano

Cuando alguien quiere que otro, que de alguna manera depende del primero, le haga algo que le ha pedido, y se lo haga casi en el momento de la petición, e incluso para antes o, en el mejor de los casos en un plazo corto de tiempo, más corto de lo que normalmente llevaría tal actividad, es entonces que estamos hablando de una persona a la que se la puede y debe tildar de impaciente.

Impaciente:

que no tiene paciencia para esperar;

intranquilo o nerviosos, especialmente debido a una espera o una falta de información;

que espera o desea algo con desasosiego o con mucha impaciencia.

 

Y me pregunto: ¿fui un niño impaciente?, ¿seguí siéndolo a medida que crecí? Voy a más, ¿lo soy ahora? Me temo que a las tres preguntas he de responder que no, al menos ese es el recuerdo y la impresión que de entonces y de hoy tengo.

Sin embargo, como el decía mi madre que ahora escribo va de impaciencia, me temo que tendré que reconocer que un poco sí, pues si no ¿a santo de qué tengo grabada la frase que sigue más abajo?, la cual siempre entendí que me la dirigiera como un simpático reproche cada vez que yo mostraba signos de impaciencia.

Así que admitámoslo, tuve que ser impaciente y es por ello que escuché en muchas ocasiones lo de: 


«Melón y tajá en mano»


No obstante, si lo fui y aún lo fuera, lo soy poco, que conste.

Por supuesto que hay en mi recuerdo momentos de ansiedad, como sinónimo de impaciencia, algunos o seguramente muchos —no escarbes Mánuel, no escarbes que a lo peor…—, que ha habido exámenes en mi vida, demasiados, por cierto; y situaciones laborales que merecieron ponerme al borde de la desesperación. Pero nunca llegó la sangre al río y la espera del acontecimiento mal deseado se ha desarrollado siempre sin mucha inquietud.

En una de aquellas ocasiones, coincidente con una de las espaciadas visitas de mis padres a nuestra ciudad, mi padre detectó en mí la agitación y nerviosismo que por aquellos días me dominaba. Al interés que mostró por ello le respondí con algunas banalidades, sin entrar en el fondo del asunto. A lo que él siguió con un simple pero consolador: «no pienses ahora en ello, termina el día y verás como mañana amanece otra vez, como siempre». Y así fue, amaneció nuevamente y el tema, aunque se desarrolló mal, como yo esperaba, no lo fue con el desasosiego, por mi parte, que aquella circunstancia requería.


Parece que me he alejado de la cuestión cuando, lo esencial, lo importante es la simple recriminación que mi madre, de vez en cuando, me dispensaba si me impacientaba por algo que le hubiera pedido o que yo deseaba me hiciera, y ella tardaba en dármelo o en hacerlo. La cosa no pasaba a mayores, yo siempre supe esperar, o aguantar, que por entonces venía a ser lo mismo.

Pedir melón y antes de terminar la petición ya debes tener la tajada en la mano: ¡Cuántas veces me viene a la cabeza la frasecita!, muchas, y casi siempre sin venir a cuento, que suele ser cuando corto en casa las tajadas de melón. Aunque no me resisto a soltársela a quien, estando a mi lado, se haga merecedora de ella.