¿De cuántas maneras se pueden desear los buenos días?, así al pronto, dos o tres son los más usuales y que la cordialidad obliga: buenos días, buen día. Poco más.
El campo se puede ampliar si se le quiere dar un toque simpático —feliz mañana; buenos días por la mañana; comienza el día, a disfrutarlo—, u optimista —¡a comerse el mundo!; por fin empieza un nuevo día— e incluso cariñoso — empecemos juntos este nuevo día; ¡qué suerte comenzar este nuevo día contigo! —.
Pero ninguno como los buenos días que me dieron hace poco. Pongo en situación:
En lo que ahora se llama segunda residencia, unos familiares cercanos y mi familia somos vecinos. De pared con pared, o sea, muy vecinos. Desde nuestras terrazas nos vemos, hablamos, intercambiamos alguna necesidad —¿tienes azúcar, sal, laurel?, cosas normales—. Así es el que forme parte de nuestra cotidianeidad compartir, a corta distancia, el primer café de la mañana, el almuerzo o una copa al atardecer.
Pues fue hace unos días que en esas estábamos, el primer café de la mañana y el diálogo protocolario que suele suceder a esa hora, que si hoy hará más calor o parece que hará menos, casas de esas, cuando apareció el hijo mayor de los vecinos, lo que viene a ser mi sobrino, bien pasado de los treinta, vestido con la misma ropa de su última salida nocturna, ¿o era el pijama?, o ya se había vestido para bajar a la playa. No sé, en verano y en esas latitudes, cualquier vestimenta sirve para cualquier momento.
La cuestión es que desde mi terraza se le dieron los buenos días, a lo que él contestó, con un poquitín de retardo, un lacónico «Sí, y tú ¿qué?».
Me pareció una réplica surrealista, pero no por ello menos extraordinaria, tanto que me obligó a sonreír agradeciéndole tan sorpresiva ocurrencia. Sin embargo, él apenas le dio importancia, se trataba de algo que formaba parte de sí mismo, de su forma de comunicarse, otro lenguaje al que ya no llego pero que no me resisto a entender.
Así que anoté la frase en mi libreta y la guardé para la ocasión que ahora me ocupa.