EL RUIDO DE LA CALLE
NATALIA FERRACCIOLI
RAÚL DEL POZO, 17 SEP. 2018
Algunos lectores se han interesado por el motivo de mi
ausencia en esta página. Con profunda melancolía les informo, ayudándome con el
título de Faulkner: he estado al pie de la cama donde agonizaba Natalia, con la
que llevaba 48 años casado. Murió a las seis de la mañana del 11 de septiembre
en la habitación 309 de la clínica San Camilo. A ella le debo gran parte de lo
que soy y lo poco que tengo. Durante cuatro años Natalia ha sido sometida a esa
tortura medieval que la diálisis donde magníficos médicos la mantuvieron con
vida y en los últimos días lucharon en la UCI. Dice el poeta que como un
naufragio hacia dentro nos morimos, pero ella se fue con la elegancia con
la que se comportó durante toda su vida. Sus últimas palabras fueron para
preguntarme si había dado de comer a nuestra perrita Dana; luego, sonriendo y
mirando mi ropa, como una dama romana a un celtíbero dijo: “Vas muy bien
conjuntado”. Por último habló en italiano.
En los últimos siete años ha sido atacada por la cruel
venganza del tiempo: cáncer de estómago, de mama y fallo renal. Hemos veraneado
juntos a la sombra de nuestro granado y hemos visto cómo la enfermedad
aniquilaba su belleza y deformaba su esqueleto. Su destrucción me recuerda
a la de Isabel de Portugal, pintada por Tiziano que tanto asombró al duque de
Gandía que, al verla muerta y desfigurada, con sus bellas formas borradas,
ingresó en la Compañía de Jesús. La emperatriz se extinguió, no su bravura.
Ordenó apagar los candelabros para que no vieran su cara deformada y cuando le
recomendaron que gritara, contestó: “Me morir´, pero no gritaré”.
Alguien dijo que la ciencia no alarga la vida sino, sino la
vejez y que prolongar la agonía es multiplicar la muerte, pero Natalia ha
soportado con dulzura los últimos instantes y ha muerto una sola vez como los
valientes. Estuve viendo cómo iba perdiendo la respiración y la conciencia y
cómo se extinguía su bella luz, Los médicos que la han atendido —Ramón Delgado,
Antonio Gómez Moreno y otros—, la han calificado de “enferma diez”. Se negó a
salir de la sesión de diálisis en silla de ruedas, a que bajáramos la cama de
su habitación a la planta baja cuando apenas podía andar. Disimulaba su dolor
para no hacernos sufrir. Era una gran dama. Que nadie diga que los italianos
fueron corriendo hasta Guadalajara. No he visto un ser tan valiente como
Natalia Ferraccioli. Permaneció serena aunque oía, como Adrie, la mujer de Mientras
agonizo, clavar y aserrar su caja.