domingo, 9 de marzo de 2025

Dímelo andando.

Había ocasiones en las que al tratar de atraer la atención de mi madre para decirle o pedirle algo, la obligaba a interrumpir la tarea que estuviera haciendo o la detenía casi imperativamente cuando se dirigía a algún lugar de la casa. Es evidente que aquello le causaba un trastorno que, por pequeño que fuera, no dejaba de ser una alteración de su actividad. Y no es que necesariamente le molestara como para llegar al enfado, que no, que eso no ocurría, sólo que perturbaba el ritmo apenas agitado de sus quehaceres y eso, es posible, le restara tiempo o lo que es peor, que se le fuera el santo al cielo o vaya usted a saber.
Pues aquellas situaciones solían terminar con la atención a mis requerimientos por su parte. Pero poco antes me llevaba a su terreno y, en el afán de interesarse por mí, a la vez que no olvidaba su propia ocupación, me ordenaba:

«Dímelo andando»

Que no era nada más que seguir hablando, pero permitiendo que ella pudiera continuar con lo que se trajera entre manos.

No cabe duda que llegó un momento en que me interesé por el origen de la acertada y siempre resuelta orden. Me contó, y es la única versión que conozco —la red de redes no me da ningún resultado al respecto—, que allá por la posguerra hubo un alcalde en la ciudad de Toledo al que le incomodaba que sus convecinos se pararan a charlar cuando se encontraban por las estrechas calles de aquel lugar, provocando tapones que impedían el paso de otros. Y es que realmente las calles de esa ciudad, en su casco más céntrico, son bastantes angostas y cualquier aglomeración humana, por muy pequeña que sea, tres o cuatro personas, debe fastidiar al viandante.  Así que el regidor de la ciudad, en su afán de aliviar el tránsito peatonal de las calles, ordenó a sus municipales que “disolvieran” los grupitos de tertulianos que vieran parados en ellas. Los funcionarios, prestos a su labor, no dudaban en separarlos, pacíficamente eso sí, con la frase recomendatoria que años después me diría mi madre.

Dicen que tal éxito tuvo aquella expresión que el alcalde terminó siendo apodado como don Dímelo Andando, lo cual, estoy seguro, no desagradaría al buen señor.

Pero a saber de la verosimilitud de aquello, que como anécdota queda muy bien, aunque como recomendación de mi madre, es una auténtica joya.