Escribo hoy sobre una fotografía que siempre me ha producido variados sentimientos y todos ellos encontrados entre sí. Cada vez que la miro no puedo remediar el esbozar una sonrisa, a la que sigue una pizca de nostalgia; al rato, un pellizco de pesadumbre que crece hasta llegar al enfado, corto de tiempo, pero enfado al fin y al cabo, y todo ello de manera recurrente. Y es porque en ella veo reflejado el tópico más repetido que por entonces escuché y pasados los años sigue siendo, en mi caso al menos, totalmente cierto y vigente.
La instantánea está tomada en el Campamento de Cerro Muriano, donde permanecí entre el 5 de octubre de1978 y el 3 de diciembre del mismo año, que fue la etapa de instrucción del servicio militar de un servidor, y concretamente el día 27 de octubre, que es la fecha que escribí en el dorso. Yo soy el de la izquierda, y el otro personaje se llamaba Manuel Mahugo Pérez, pero para mí y para todos, fue Mahugo. Digo que se llamaba porque no sé qué ha sido de él desde el mismo día en que ambos juramos bandera y a ninguno de los dos se nos ocurrió pedir ni dar algún dato nuestro sobre nuestra nueva dirección, o la anterior a la nueva realidad que estábamos viviendo. Y de ahí viene lo de la de la pesadumbre y el enfado de más arriba y el tópico. El caso es que, para ser fieles a aquello de que «en la mili se hacen los mejores amigos de la vida y no se vuelven a ver en la vida», Mahugo y yo no volvimos a vernos ni a saber nada el uno del otro.
La foto está tomada el día en que, librados de la habitual e insoportable instrucción, habíamos sido asignados a servicios, en este caso de limpieza, armados de cepillos, pala y carrillo de mano. Y a barrer, que ancho era el Muriano. Los demás compañeros andarían por alguno de los múltiples lugares destinados a caminar en orden cerrado, arma al hombro, siguiendo las disposiciones de la voz y el silbato de profesionales del asunto: recuerdo con desagrado las órdenes de un sargento —bajito, algo regordete, con un delgado bigote que le identificaba con la profesión, y unos comentarios que manifestaban desde lejos su mala leche— que respondía al apellido Bimbela—.
El tema de los servicios de limpieza iba de asignar una zona, normalmente grande, a unos cuantos individuos elegidos de manera ordenada y periódica, y que les llevara toda la mañana la tarea de su barrido y saneamiento. Aquello, el campamento, estaba lleno de grandes espacios, esplanadas enormes entre los edificios de las compañías y los caminos, casi todo de tierra, que había que dejar inmaculados, limpios de polvo y paja, de hojas de los árboles, papeles, piedrecillas, o sea, cuestiones absurdas: barrer el campo. La verdad es que esa faena no eran nada del otro mundo, no destacaba por la fatiga producida, no molestaba, la incomodidad era nula, si de algo había que quejarse era del aburrimiento, pero éste se paliaba con una conversación más o menos seria, casi siempre menos, que recuerdo yo a aquel muchacho, a Mahugo, como un tipo ocurrente, que es como siempre me han gustado a mí las personas; los graciosos menos, y los insulsos, pues mire usted, esos nada.
Volviendo a la instantánea, aquí se nos ve vestidos con la ropa que llamaban de faena, incluido el gorrillo cuartelero, que era la que a todas horas se tenía puesta, de lo que se podría deducir que siempre estábamos en fase de trabajo. Sin embargo, en los tiempos de instrucción se le añadía al uniforme las trinchas, unos tirantes que, acoplados al cinturón, servían para soportar el peso del equipo que el soldadito debía transportar, pero que durante la instrucción no se llevaba, que entonces sólo eran las trinchas y el fusil.
Pues resulta que esa última equipación, traje de faena más trinchas más fusil, era la vestimenta habitual con la que todos los reclutas se fotografiaban, solos o en grupos, con sus cámaras o con la de un fotógrafo profesional que de tanto frecuentar el campamento era uno más de los nuestros. Pero como había que ser verdaderamente original, aquel día decidimos, Mahugo y yo, que el recuerdo sería portando las herramientas de limpieza y, ante la extrañeza del fotógrafo, adoptamos la mejor de nuestras posturas, y así de marciales, como veis en la fotografía, nos eternizamos.
