domingo, 30 de abril de 2023

Fue un Viernes Santo


Me levanto temprano, antes de lo que acostumbro. Estoy en casa de mi primo y hay que adaptarse. Él vive solo y aunque yo esté ahora aquí, seguirá pensando eso, que vive solo, así que hará el ruido al que involuntariamente está habituado. Y su perro le acompaña, para no ser menos, en lo del ruido.
Directamente voy al baño, evacuo lo que me sobra, me aseo a conciencia y a continuación procedo a disfrutar los churros que el muchacho ha tenido a bien traerme: verdadero motivo, con toda seguridad, por el que me he levantado tan pronto (no hay que dejar que se enfríen).
Estómago satisfecho y cabeza despejada, me siento nuevo. Todo el día por delante, como mínimo la mañana. Le ordeno al coche el camino a seguir, mi memoria no falla, me encamino a Zalamea, de la Serena, no confundir con la de Huelva que es la Real.
El propósito es visitar su castillo, de Arribalavilla es su nombre, que a pesar de las ocasiones en las que he estado en ese pueblo, nunca lo vi. La verdad es que sólo ha sido en dos, en una de ellas ese fue el motivo de la visita, pero no estaba el monumento entonces para recibir a nadie, así que me volví de vacío. Esta vez ya voy algo más preparado gracias a nuevas tecnologías, y estoy informado de su horario de apertura y cierre, y de otras circunstancias.
Los poco más de 40 minutos que me llevan recorrer los 40 kilómetros que separan los dos pueblos son más que suficientes para permitirme disfrutar de uno de los paisajes más hermosos que conozco. La dehesa, campo abierto y sereno, y aquí más porque es La Serena.
La belleza del panorama me lleva, sin poder oponerme, a cuando, debe de hacer casi cincuenta años, vine por este camino un par de veces en el minúsculo coche de la autoescuela. Era por entonces Zalamea el lugar dedicado en la comarca para la realización de las pruebas, escrita y práctica, para la obtención del carnet de conducir.
A la entrada del pueblo paro y observo un enorme mural —ahora los llaman grafiti, aunque éste va mucho más allá de los más conocidos pintarrajeos a los que nos quieren acostumbrar supuestos artistas— que no me resisto a fotografiar.
Tardo en dar con el castillo, calles estrechas y casi nula señalización. Por fin lo encuentro y lo visito, lo paseo con calma y fotografío. Retorno hacia el lugar donde dejé el coche, de paso también fotografío el Distylo, y en la Plaza de Calderón de la Barca, cómo si no se iba a llamar la más grande del pueblo, me siento en una terraza a tomar el segundo café del día, a pesar de que acaban de dar las doce. Por este entorno se realizaba la prueba de carretera del carnet de conducir.
Hora de volver. A la vuelta busco puntos en el paisaje, referencias del pasado, disfruto con esas cosas. Un cartel en la carretera me dice que, por un camino próximo, siguiendo la dirección que indica la flecha, se llega a la ermita de la Antigua; y mirando a la derecha, lejos pero inmenso, el cerro que soporta el castillo de Magacela. Paso La Haba y descubro que a mi izquierda aún permanece la pequeña masa de eucaliptos. Se me escapa una sonrisa.

Termino la mañana sentado en un banco del parque de mi pueblo mirando a la gente pasar, con la esperanza de ver a alguien conocido, pero no reconozco a nadie. Me siento extraño, me desagrada la situación, así que vuelvo a casa de mi primo, como solo y me quedo dormido en el sofá. A ver si termina el día de manera más acorde con la festividad que hoy es, que aunque no me lo parece, es Viernes Santo.