Seguramente ésta fue la primera boda a la que asistí en mi vida. Y la recuerdo, primero por esta foto que lleva con nosotros desde hace siglos y que estaba en uno de los amarillentos álbumes que, con rigor y algo de previsión para con lo que serían mis gustos, conservó mi madre durante toda su vida. Y segundo porque tengo gravado, como dos destellos permanentes, un par de escenas de la posterior celebración.
La instantánea recoge el momento exacto
en el que la novia y el padrino acaban de llegar a la entrada principal de la
iglesia de la Asunción. Apenas se han bajado del coche —supongo que alguno de los
taxis que permanecían aparcados en la misma plaza a la espera de ser
alquilados—, la puerta aún permanece abierta, a la novia ni le ha dado tiempo a
situar cómodamente los pies en el suelo, aprecio cierta inestabilidad en ellos,
y el impaciente fotógrafo ya ha disparado su cámara sin esperar a que ella se
acomode. En cambio, todos los demás, que tampoco somos muchos, estamos
perfectamente colocados.
La novia está del brazo de quien fue su
padrino y que, contrariamente a lo que la costumbre establecía, no se trató de
su padre que, por entonces, estoy seguro, aún vivía, sino que por alguna razón
que desconozco ejerció como tal mi tío José. Éste era el hermano mayor del
novio, y por lo tanto también de mi madre. Ahí donde lo veis, tan elegante,
serio, guapo incluso, no es la imagen que de él me ha quedado. Mi tío José será
siempre esa dualidad entre la energía de sus gestos y el moderado pero sincero cariño
que transmitía: enfundado en su mono de trabajo, trajinando ante la fragua de
la herrería donde debió moldear toneladas de hierro candente, martillo pilón
incansable, pum, pum, pum, manos enormes que no renunciaban a una caricia, a un
gesto amable, a una gracieta. Todo ello muy lejos a como lo veis en la instantánea,
que aquí está el tío, mi tío José, altivo y formal, fija la vista en la
cámara, sin esquivar en ningún momento, ni entonces ni nunca, la infantil
tragedia que dejó su mirada a la mitad. Pero es que la situación lo requería,
había que estar serio y trascendental, como deben comportarse todos los
padrinos.
Vaya, la novia, que era la protagonista,
la he dejado a un lado. Voy con ella.
La mujer va elegante, como seguramente
iban las novias entonces: vestido recatado, color superblanco pureza absoluta, rostro
claro tras un inútil velo, peinado alto, flores en la mano y una medallita al
cuello que, me juego una de las manos con las que tecleo ésto, representaba a
la Virgen de Guadalupe.
En primer plano dos niñas que sostienen,
una las arras y la otra no sé, ¿los anillos? La de la izquierda es una sobrina
de la novia, Esperanzi, la he tratado poco en mi vida así que poco puedo hablar
de ella. La otra es Ino, hija del padrino, ya ha aparecido por aquí en un par
de ocasiones. Ambas lucen unos vestiditos poco recatados, el de mi prima menos
recatado aún, iniciando en ella una línea que continuaría, a Dios gracias,
mucho tiempo.
El de la izquierda es mi padre al que,
como en tantas ocasiones, no consigo adivinar el gesto; él está mirando y ya
está. En cambio, la señora de atrás, a la que creo recordar, pero ni pongo
nombre ni relación clara con alguien conocido, sí parece tener una mirada clara,
llena de curiosidad, como para no perder detalle que luego tengo que contarlo.
Más atrás un señor mayor tocado con gorra, reconocible: era un tío segundo de
mi madre, al que llamaba el tío José Redondo, y no porque fuera su apellido
sino porque estaba emparentado con un antiguo cantante de zarzuela, llamado
Marcos Redondo, muy reconocido allá por la primera mitad del siglo pasado. Lo
contaba ella, cosas que no se olvidan.
Lo de las dos escenas que de la
celebración tengo gravadas, y que adelantaba al principio, las viví en Casablanca,
un local de la calle Nueva donde se festejaban acontecimientos como éste; creo
que era grande, algo estrecho, pero alargado. Al fondo un pequeño escenario, y
detrás un cuarto grande, como un almacén. El convite de aquellas bodas
consistía en una sucesión de platos de embutidos, conservas y dulces de hornos
caseros que algunas mujeres, familiares y amigas de los novios, se encargaban
de repartir entre los invitados, tras haberlos preparado en aquel cuarto
trasero. Yo me colé a aquella sala de operaciones y quedé fascinado ante tanta
comida: con precisión quedó en mi cabeza la imagen de la mayor lata de
mejillones en escabeche que he visto en toda mi vida.
La segunda escena la protagonizó la que
a partir de esa mañana ya era mi tía, mi tía Petra. Un servidor está en el
salón, sentado en una silla, observando todo lo que allí se desarrolla, hombres
y mujeres que parecen felices, bailan, se ríen. Y va mi tía y se me acerca, se
inclina y me ofrece un trozo de tarta. Sólo eso, qué sencillo gesto, pero tan
grande como para no haberlo olvidado nunca.
Son esas pequeñas cosas de la
canción, esas que hacen que recordemos y queramos eternamente a algunas
personas, aunque haga casi media vida que se fueron.
Posdata: el niño de la izquierda soy yo,
que si no estoy en la foto, la foto no estaría aquí.