Pues estamos ante otra fotografía grupal, que éramos muy dados a este tipo de fotos por entonces. Las que te hacían eran generalmente así, aprovechando el negativo, el papel y el instante para que saliera mucha gente, para una foto que te ibas a hacer en no sé cuánto tiempo, pues que quepa el mayor número de personas posible. Y se utilizaban para ello los acontecimientos especiales —evento es un sinónimo más actual—, que era cuando se reunían amigos y familiares, como el caso de la instantánea de hoy que, como debéis de suponer, es un bautizo.Nos situamos en una de las puertas laterales de la
Parroquia de la Asunción, concretamente la orientada al sur, hacia el parque.
Por entonces el acceso estaba algo más elevado que en la actualidad, por lo que
había que salvar algunos escalones, pocos. Y éstos se solían utilizar para
hacer estas fotografías y así colocar a los personajes en distintos niveles, y
que se les viera mejor.
La protagonista del suceso, porque es una niña, fue la
última en llegar a la familia, hasta entonces. Había nacido, creo, el día uno de
ese mes de agosto, y como por entonces era costumbre bautizar lo antes posible
a las criaturas, he de suponer que debe tratarse del siguiente fin de semana,
día ocho o nueve, sábado o domingo. Que era verano, seguro, ahí está el
vestuario de cada uno para dar fe.
Se trata de Margui, Margarita López Gallego, que ocupa
el undécimo puesto en el ordinal de la lista de primos por la parte de mi
padre. Está casi en el centro de la foto, es fácil encontrarla, vestida para el
momento con las ropitas de rigor que seguramente eran de un bautizado anterior,
y plácidamente en brazos de una persona que, curiosamente, no es de la familia.
Decía que Margui es la número once, y los diez
anteriores estamos ahí todos, pantaloncitos y faldas cortas, y canillas al
aire. Os los detallo de izquierda a derecha:
Eduardo, Edu, ya lo visteis subido en el remolque, de
pie en el centro, en la foto de 1962 otoño. Aquí
sigue igual de serio, aunque parece amagar una sonrisa que no llega a
iniciarse. Hay que ver cómo fue cambiando esta criatura con el tiempo, y cómo
ha sabido combinar, alternar o solapar, qué sé yo, su gracia e ingenio con un
natural y continuo gesto reservado.
A su lado estoy yo, canijino y cabezoncete, y
sonriente; debía estar feliz con la llegada de otra prima. A mi lado, mi
hermano, vestido igual que yo: unos niquis azul oscuro que tenían unas
imperceptibles rayitas negras —anda Manuel Fernando, cómo te vas a acordar de
eso, pues sí, me acuerdo, de eso y de mucho más—. Y a continuación Manolo, que
es algo mayor que mi hermano, cuando aún no tenía el pelo largo, ni todavía se
había quedado calvo y la barba no le tapaba la nuez. Unos años después, y
durante algunos, fue mi amigo de domingos, a quien le debo los mejores momentos
de los días del Badén, acaso las jornadas más especiales de una adolescencia
que se negaba a abandonar la infancia.
Seguimos, y quien sigue es María Eugenia, hermana de
Manolo, que ya la conocéis de 1964 día de Reyes, y mira qué
casualidad, a su lado, al igual que en la instantánea referida, está María
José, que aquí ya se sostiene, aunque con dificultad, sobre unas piernecitas
arqueadas que aún hoy nos provocan una sonrisa, y a ella la primera.
La parejita de la derecha son dos primos hermanos,
pero primo mío sólo es el niño, Manolito. Os lo presenté en 1961
abril, y es hermano de la que ese día cristianizaban. La niña es su
prima Matilde que, siguiendo la moda imperante, luce falda cortísima. Cubriendo
sus espaldas, está quien todavía era Arturín, porque aún era
el más pequeño de los arturos. A su lado, y recatada bajo un normalizado velo
negro de la época, su madre, mi tía María Ángeles.
Flanquean a la protagonista sus padrinos, que no son
otros que sus primos mayores: Arturo el Mayor y May, hipocorístico
también de Margarita —las dos así nombradas en honor a la abuela que ninguno
conocimos—. Ambos jovencísimos para el cargo que estrenaban. Tenía aquí la
madrina once añitos y ya adquiría la responsabilidad de asistir a la pequeña y
contraer en su nombre los compromisos que el cargo y la religión requerían. El
padrino era algo mayor que su colega, no mucho más, y por los recuerdos que de
por entonces tengo, no creo que estuviera más comprometido en el asunto que la
madrina.
Los dos chavalines que quedan por nombrar, situados a
la derecha, ya los conocéis, estaban subidos al remolque en 1961
abril; son los Mellis y como entonces dije, el tratamiento para con
ellos era de primos hermanos. Si en aquella instantánea no me atrevía a identificar/distinguir por su nombre, ahora tampoco.
Vamos con los mayores, los hermanos Gallego: Mi tío Rufino, alto, firme, rostro moreno y marcado; aquí ya se va pareciendo a mi recuerdo, el que tengo mirándolo mientras rellena cuadrículas en el crucigrama del ABC: yunque de platero TAS, gorro militar ROS, mono platirrino CAI.. Luego mi tío Vito, joder, mi tío Vito; como por ahí tengo escrito «como tú ninguno», que si alguna vez he llorado la ausencia de alguien, la suya más. Casi en el centro, mi padre, al lado de May, no os engañéis, está subido a un escalón. Y detrás de uno de los mellis, casi escondido, se asoma el tío Pablo, el mayor de los hermanos y padre de tres de los presentes: Arturo el Mayor, Manolo y María Eugenia. Un hombre al que siempre vi serio y lejano, pero paradójicamente amable; en algunas ocasiones, pocas, lo vi interesado por mis asuntos, más por familiaridad que por afecto. Debes ampliar sobre ellos en otras entregas, no lo olvides, Mánuel.
En el centro de la fotografía, arriba, están los
padres de la nueva cristiana, se trata de mi tía Geli y su marido, Manolo, —ver 1961
abril— que siempre vivieron fuera de Villanueva y ahora estaban en el
pueblo porque le tocaba parir a mi tía y también celebrar el posterior bautizo.
Por esa época residirían en el Valle de la Serena o más probablemente en
Valencia del Ventoso.
Al lado de ellos y a continuación de mi tío Vito una
pareja, matrimonio: él es Paco y ella su mujer Loren, los
padres de la niña que está junto a mi primo Manolito. Paco, al que conocíamos
como Pacolópez, todo seguido, era practicante como el
marido de mi tía Geli, hombre campechano y afable, de fácil trato. Con mi padre
siempre se llevó muy bien —Loren, al igual, fue muy amiga de mi madre—,
seguramente porque le hizo numerosas faenas de albañilería, incluso les
construyó la última casa en la que vivieron, en la calle Conde de Cartagena.
Faltan algunos en la foto, mejor dicho, algunas. Concretamente mis tías Márgara, Amelia y Eugenia, y mi madre. Es de suponer que ellas se encontraran en casa de mi abuelo, estarían preparando el ágape con el que se festejaría el acontecimiento. Mi abuelo también falta en la foto; él salía poco de casa, pasaba todo el día en el almacén, en su despacho, o sentado en la puerta viendo pasar a la gente o, como mucho, se llegaba hasta el cruce de Fajardo paseando con un amigo, el Sr. Ventura; los domingos sí iba al Badén, por supuesto.
Nota final:
La señora que
sostiene en brazos a la recién cristianizada se llamaba Francisca, pero todos
la conocíamos como Frasca. Esta mujer acudía periódicamente, o
cuando se le reclamase, a asistir a mi tía Márgara en lo que hiciera
falta: faenas de la casa, recados, etc. Y en esos días, en los que se
alojaba en casa de mi abuelo la familia de mi tía Geli, debía de haber más
trabajo de lo normal, por lo que Frasca, andaba por allí, y parece ser que le
debieron asignar la tarea de llevar en brazos a la niña, que la madre no debía
estar muy allá de fuerzas.