domingo, 16 de febrero de 2014

A mí me enseñó a leer

A mi me enseñó a leer la hermana Marina en el colegio de las monjas de la calle La Palma de mi pueblo. Tenía yo cuatro o cinco años, y el infantil recuerdo que de ella tengo es el de una mujer de cara redonda y pequeña, de voz agradable, aflautada pero suave. Su cuerpo, también pequeño, se movía rápido y nervioso cuando correteaba entre los niños durante el recreo en el pequeño patio porticado del convento. Ocultaba sus manos entre los pliegues de un mandil de cocina que torcía y estiraba continua y sistemáticamente, como si de un juego se tratara. 
Pero esas mismas manos, las que tanto tiempo estaban bajo el mandil, eran las que a la hora de leer desplegaba sobre su mesa, señalando con sus dedos finos y cuidados los renglones de la cartilla escolar. Todos sus movimientos de otros momentos se tornaban pacientes y lentos, acompañando de una ternura infinita el deslizar del dedo sobre el papel. Nunca vi un mal gesto en su cara, nunca oí un grito salir de sus labios, todo fue dulzura entre las paredes de aquel colegio.
De uno en uno leíamos en su mesa, de pié, a su lado –“mi mamá me ama, mi mamá me mima”-, y si todo iba bien, ella cruzaba con un trazo horizontal el vertical que el día anterior había trazado en la esquina superior izquierda de la página, a modo de conformidad con el deber propuesto y aprendido; pero si había fallos, volvía a estampar otro trazo vertical paralelo al primero, como señal de que al día siguiente volvía a tocar la misma página. Algo parecido sucedería con el aprendizaje de la escritura, las primeras operaciones matemáticas y alguna cosa más pero, sinceramente, de eso no me acuerdo.
Luego, por la tarde, en mi casa junto a mi madre, con quien compartía el calor del brasero de picón y carbonilla, me ponía a leer la página en la que aparecía una nueva y solitaria raya vertical (no es orgullo, simplemente una realidad, que en ninguna página de mis cartillas escolares hubo más una línea vertical).
Decía que era al lado de mi madre cuando yo leía el deber del día siguiente, mientras dividía su mirada entre la costura o el interminable punto de media y mi hoja de lectura. Y pasaba la aguja sobre el papel señalándome para que no me perdiera –“mi mamá me ama, mi mamá me mima, yo amo mucho a mi mamá”-, y tanto se entregó a esa actividad, que se está pasando toda la vida señalándome cosas para que no me pierda.
Es ahora, treinta y tanto años después, que me viene a la memoria, cada tarde de este lluvioso otoño, estos recuerdos tan lejanos y placenteros. Y me vienen cada vez que me siento al calor del brasero, que ahora es eléctrico, junto a mi hijo, para acompañarle a él y a Papelo* en sus primeros deberes escolares, solidarizándome ante la desesperación que le produce el no entender lo que lee, quizás por culpa del excesivo silabeo.
Y todas las tardes me hago la misma pregunta, estableciendo la misma comparación: me pregunto si aún quedan hermanas Marina en el mundo, si hay hombres y mujeres como ella que sigan derrochando con nuestros hijos tanta paciencia y, sobre todo, tanto amor en su quehacer. Cuánto me gustaría que así fuera; cuánto me gustaría que todo el bienestar y los avances conseguidos con el paso de los años, no oculten la humanidad que rezumaban aquellas mujeres; cuánto me gustaría que se siga considerando a cada niño como si fuera el único de la clase, porque yo estoy seguro de que mis monjas me miraban sólo a mí, me atendían sólo a mí. Y cada compañero mío, también estoy seguro, sentía lo mismo que yo.
                           
                                                                                                                                                                           
* Papelo: personaje del primer libro escolar de mi hijo.

Sevilla,  1996