No consigo datar la fotografía, a pesar de haberlo consultado con alguno de los que ahí posan y de otros que debían andar por los alrededores en ese día o en aquella época. Por la poca y confusa información que consigo, llego, seguramente, a la errónea conclusión que debe ser hacia 1969.
El lugar es el Badén, no tengo dudas; como tampoco las tengo sobre los personajes que ahí aparecen. En ese momento, en el de la foto, todo ya está consolidado, la casa —la primera— está construida y aquel terreno es ya el destino obligado de todos los domingos y fiestas de guardar de nuestras vidas de entonces.
Los habituales éramos mi tío Vito y familia, Pablo y familia, y nosotros. Y por supuesto mi abuelo Arturo y la tía Márgara. El tío Rufino y familia también acudían a esas citas dominicales, pero lo hacían de tarde en tarde y, casi siempre, después de comer, pasada la siesta.
Además siempre había gente que se pasaba por allí, generalmente por las tardes, si el tiempo acompañaba. Quienes de estos últimos más acostumbraban era Rufino Pineda, primo de mi padre, y su familia. Tantos domingos pasados allí me dejaron una buena amistad con su hijo mayor, Antonio, que duró lo que duraron todas mis amistades del pueblo, justo hasta la universidad y el servicio militar; y desde aquí punto y aparte, para él y para casi todos.
No olvidar, no hay motivos para ello, a Paco López y Loren, su mujer. Él era cuñado de mi tía Geli, y aunque ésta y su familia vivían fuera de Villanueva, Paco tenía la suficiente amistad y confianza como para dejarse caer por el Badén cada vez que quisiera —creo que ya ha aparecido en alguna instantánea anterior, en 1964 agosto—. De esta familia conservo gratos recuerdos, y de aquella época en particular, las primeras miradas de soslayo a su hija, Matilde, cuando aún me faltaba algún tiempo para la adolescencia.
Solíamos llegar no más tarde de las doce, y en seguida cada uno a lo suyo: los más pequeños a jugar y los mayores a trajinar por la casa, limpiar el pequeño jardín, un paseo antes de la comida; que siempre solía venir preparada de casa, platos fríos: tortillas, croquetas, cosas de esas. Cada familia lo suyo, que terminaba compartiéndose todo con todos. Sin descartar, a veces, comidas en común, arroces, migas, calderetas y gazpachos. Llegado el verano no faltaba el mejor de los postres: sandías, que las traía la tía Eugenia, ¡qué sandías! Nunca he vuelto a comerlas tan buenas como aquellas, y aunque las haya comido, ninguna ha borrado su sabor y su olor, sobre todo su olor.
Pero vayamos a la instantánea de hoy. Decía al principio que la fecha en que se hizo esta fotografía puede ser 1968; un servidor debe de tener ahí unos diez años. Es mayo, seguro, por la ropa y las mangas largas de algunos, y por la luz suave de un sol que calienta tímidamente la tarde. Es primavera, no hay error, las florecillas de la esquina lo confirman.
De derecha a izquierda, mi hermano sentado en el suelo, y sobre él, Mª José juega a golpearle en la cabeza con una raqueta de tenis. A continuación la tía Mª Ángeles, esposa de mi tío Vito que es quien seguramente hace la foto; Mª José es hija de ambos. Sentada junto a mi tía está Mª Eugenia, hija de Pablo, hermano mayor de mi padre, y de la tía Eugenia, la de las sandías; se atusa el pelo al igual a como lo siguen haciendo las chicas casi cincuenta años después. Gestos de coquetería que no han cambiado.
A Mª Eugenia le sigue mi madre, reconocible ahí por su rizado pelo negro, que tiene en brazos a Vivi —hoy ya Victoria—, también hija de mi tío Vito, y a la que sacaron de pila, como siempre se ha dicho, mis padres. O sea, que eran sus padrinos.
Más a la izquierda, en la foto, mi padre lee el periódico totalmente ajeno a la escena, concretamente el ABC de Madrid al que en casa de mi abuelo estaban suscritos. Lectura diaria y obligada por parte de muchos, un solo periódico para todos.
A mi padre le siguen dos señoras, la primera cómodamente sentada y atenta a la cámara. Es María, a la que en casa llamábamos la de Suiza, pues durante años estuvo en aquel país junto a su marido Miguel —María era una antigua amiga de mi madre, amistad que les venía de su vecindad durante los primeros años de casados de mis padres—. Decía, que estuvieron una larga temporada en aquel país, desde donde venían, periódicamente como buenos emigrantes, en un Volkswagen Escarabajo que, por su singularidad, llamaba la atención entre la gente del pueblo; y a ellos les identificaba, sobre todo por la banderita suiza que, como si de un coche oficial se tratara, lucía sobre la aleta delantera izquierda —si os fijáis detrás de mi padre, veréis aparcado el coche de Miguel. Por cierto, a Miguel me gustaría dedicarle un texto más largo en mi blog, a ver si me pongo a ello, porque tengo algunas razones que le hacen merecedor de ello.
La segunda señora no sé quién es, el límite de la fotografía la casi oculta. Me aventuraría a decir que es la tía Márgara, pero no me atrevo. No recuerdo a esta mujer, mi tía, haciendo punto, porque creo que la señora de la foto anda con esa faena. Resulta curioso que el fotógrafo recortó su imagen; hubiera bastado retroceder medio paso y habría cabido completa en la foto, y ahora no habría dudas.
Vamos terminando, el chaval sentado en el suelo delante de mi padre es mi primo Arturo, ya lo conoceis, y al que desde pequeñito se le apodó Guingui para ir distinguiendo a los Arturos de la familia —él era el quinto—. Hijo mayor de mis tíos Vito y Mª Ángeles, compartí con él toda mi vida familiar y escolar durante la infancia y la adolescencia, por lo que su presencia en estas instantáneas es un acto recurrente.
Y el del centro, medio arrodillado y con la mano sobre un balón, soy yo. No me había dado cuenta nunca, ha sido ahora, al mirar y remirar la fotografía a fin de redactar ésto, cuando me he dado cuenta de la posición que ocupo y la postura adoptada: en el centro del conjunto y con una actitud algo orgullosa, aparentando lo que en aquel espacio y en aquel tiempo creía ser yo. Pero ojo, repito, en aquel espacio y sólo en aquellos años, en los que creía que la fortuna me sonreía, tal vez porque era ajeno a todo lo que había más allá de los límites del Badén del Zújar.