Dejo aquí tres fotografías que, como es fácil de interpretar, tratan de la ceremonia de una Primera Comunión: la de un servidor.
Antes de nada, una
puntualización. La primera instantánea no pertenece a ese día, aunque esté
vestido para la acción. Esa es una fotografía-recordatorio, que se solía hacer
días antes y en la que se imprimían los datos del protagonista y del acto en
cuestión, para ser entregada a los invitados a la ceremonia y al posterior
ágape. Recordatorio que, imagino, guardarían en algún lugar que pronto no
recordarían. Menos mi madre, que sí guardó esta foto.
En ella ya estoy
vestido con el uniforme de marinerito con el que tomaría la sagrada forma o,
mejor dicho, medio vestido, porque sólo llevaba la chaquetilla y el cordón con
la cruz al cuello. Y es que, lo recuerdo como si fuera hoy, mi madre y yo
fuimos a la iglesia de la Asunción y en la sacristía me puso el medio uniforme
recién planchado mientras Francisco el Sacristán preparaba cámara y atrezo. No
sé quién oficiaría de falso sacerdote, o de verdadero, que tal vez alguno
anduviera por allí y se prestara a ello. La cuestión es que puse en escena mis
siempre ocultas dotes de actor y adopté cara de la circunstancia que se viviría
días después. Los ojos como siempre, grandes y redondillos, ofreciendo una
mirada de preocupación, a ver qué resulta de todo esto, pero tú tranquilo que
todavía no es de verdad, la hostia auténtica vendrá dentro de unos días.
Al pie de la foto están
los datos relativos al evento, mi nombre, lugar donde se celebraría —Colegio de
R.R. (reverendísimas) Hijas de San José— y fecha. Digna de resaltar la frase
que dice “En día tan feliz recordé con especial amor a mis queridos padres”;
como para no recordarlos si estuvieron todo el día a mi lado.
Pero vayamos al día exacto, el 27 de
mayo de 1964. Tenía yo seis añitos, que era ésa la edad a la que por entonces
se hacía la Primera Comunión, no como ahora que los chiquillos andan metidos en
los diez o doce años y las niñas parecen casi novias. Miro un calendario de
aquel año y veo que el día 27 cayó en miércoles, y te preguntarás que cómo
estaba sucediendo eso entre semana, y no un sábado o domingo como sería
procedente. Pues resulta que mi madre pidió en el colegio el favor, y se lo
concedieron, que la ceremonia se celebrara ese día pues era aniversario de su
boda. Mismo favor que también le fue concedido tres años antes, para la de mi
hermano.
Previo a ese día, quien esto escribe
había llevado una ardua preparación a fin de recibir a Jesús con el alma
blanquísima, la conciencia limpia y la memoria llena de no sé cuántas oraciones
aprendidas, que durante el rito declamé más plegarias que el propio sacerdote
que oficiaba: unas de rodillas, otras de pie, alguna sentado, pero todas
emocionado y orgulloso de mi buena memoria, que no me equivoqué en nada —mi
madre lo recordaría toda la vida, le gustó mucho, y es que ella, como buena
católica practicante, era muy entusiasta de estos ceremoniales—. Al término fui
felicitado por quien había supervisado todo aquel aprendizaje, la hermana
López, que así por el apellido no sonaba bien como nombre de monja. Realmente
se llamaba Vicenta, eso lo supe años después, lo que suena aún peor. En mi
recuerdo queda una mujer de ojos grandes que destacaban en el hueco del
escapulario por el que asomaba su rostro ovalado y moreno; alta de talla,
tanto, que parecía andar sin gracia para ser religiosa, balanceándose al
caminar entre los pupitres del aula, abanicándonos con el vuelo del hábito. Por
entonces yo ya sabía leer y escribir, que me enseñó la hermana Marina
uno o dos años antes, pero fue ella, la hermana López, la que con plumilla y
tinta adiestró pacientemente mi caligrafía, redondeando unas letras que el
tiempo, mucho tiempo después, trocaría en el galimatías que a veces parecen mis
escritos.
Para aquel día, las monjas habían
adornado como sólo ellas sabían hacer esas cosas, la pequeña capilla del
colegio, una estancia poco más grande que un aula, situada a la derecha justo
al entrar, iluminada por una ventana a la calle de La Palma. Un detalle que
ahora veo en la segunda instantánea, entonces ciertamente no, porque hoy me
puede la deformación profesional: dibujos geométricos, regulares, coloreados en
una foto que es en blanco y negro, solería antigua que aventuro sigue estando
en la misma sala.
Como se puede ver, para mí dispusieron
un reclinatorio pomposamente forrado de gasa, tul o algo parecido, punteado de
adornillos que debían ser flores; para mi madre y mi padre, los reclinatorios a
pelo, sin aderezo alguno; para sentarnos, los tres, unas simples sillas.
Observo la foto y vuelve a llamarme la
atención esa mirada de asombro, de curiosidad ante el descubrimiento de algo,
con interés en el detalle. Mi madre, vestida de oscuro y velo negro acorde con
la época, parece contener una emoción que apenas si se le escapa en la mirada;
supongo que lo estaba, emocionada quiero decir, que ya apunté más arriba su
predilección por estos actos. Mi padre, serio como casi toda su vida, e
impecablemente vestido como pocas veces; es de agradecer.
El resto de los personajes son, a saber, de izquierda
a derecha:
Mi tío Luis, bueno, tío de mi madre, que en realidad
se llamaba Ángel y al que, a pesar de haberlo visto poco en mi vida —durante mi
infancia pasaba días de sus vacaciones veraniegas en su pueblo—, fue suficiente
tiempo para que dejara en mí marcada una huella que aún perdura. Recordarle es
esbozar una sonrisa por la frase con la que resumía cómo fue el momento y la situación de
mi llegada a este mundo, de la que él fue testigo, y que podéis leer en mi CV
bueno:
…él relató en numerosas ocasiones mi nacimiento y, como todo lo que contaba,
con pasión y desmesura; pero en resumen fue algo así: “yo estaba haciendo café en una hornilla y, mientras, tu madre fue a por
churros; cuando volvió, ya habías nacido tú”.
Al lado de mi tío está su hermana
Antonia, ambos eran hermanos de la madre de mi madre; no digo abuela a la madre
de mi madre, aunque lo fue, simplemente porque no la conocí, y nunca vi
procedente llamarla así —hablando con mi madre siempre me refería a ella como “tu
madre”. Con la tía Antonia no tuve relación, también vivía en Madrid.
Detrás de ella veo a mi tía Isidora, de
la que ya hemos hablado en estas instantáneas. Ahí está en actitud severa,
cabeza cubierta con velo, como no podía ser de otra manera en un acto tan serio
como éste. Y a su lado, la tía Márgara, mi tía Márgara, hermana mayor de mi
padre. Menudo tándem.
Creo que hablar sobre mi tía Márgara,
que sería largo y extendido, va a ser cosa de otras instantáneas, que
tiempo habrá. Aquí sólo dejar un detalle, el velo que lleva puesto: largo, le
cae sobre el pecho, muy calado, seguramente destacando sobre los del resto de
mujeres. Y su cabeza alta, quizás demasiado, en un gesto que mantuvo toda su
vida, o al menos así lo vi siempre. Orgullo rancio del que nunca participé.
Termino con, mi hermano, al que veo aburrido y que sólo parece entretenerle el fotógrafo; y éste se da cuenta de ello y le hace centro de la fotografía. Así y todo, no consigue sacarle de su abulia; apoyado en los brazos está a punto de dormirse, me lo dicen sus ojos.