jueves, 14 de marzo de 2019

1964, 27 de mayo (1)

Dejo aquí tres fotografías que, como es fácil de interpretar, tratan de la ceremonia de una Primera Comunión: la de un servidor.

Antes de nada, una puntualización. La primera instantánea no pertenece a ese día, aunque esté vestido para la acción. Esa es una fotografía-recordatorio, que se solía hacer días antes y en la que se imprimían los datos del protagonista y del acto en cuestión, para ser entregada a los invitados a la ceremonia y al posterior ágape. Recordatorio que, imagino, guardarían en algún lugar que pronto no recordarían. Menos mi madre, que sí guardó esta foto.

En ella ya estoy vestido con el uniforme de marinerito con el que tomaría la sagrada forma o, mejor dicho, medio vestido, porque sólo llevaba la chaquetilla y el cordón con la cruz al cuello. Y es que, lo recuerdo como si fuera hoy, mi madre y yo fuimos a la iglesia de la Asunción y en la sacristía me puso el medio uniforme recién planchado mientras Francisco el Sacristán preparaba cámara y atrezo. No sé quién oficiaría de falso sacerdote, o de verdadero, que tal vez alguno anduviera por allí y se prestara a ello. La cuestión es que puse en escena mis siempre ocultas dotes de actor y adopté cara de la circunstancia que se viviría días después. Los ojos como siempre, grandes y redondillos, ofreciendo una mirada de preocupación, a ver qué resulta de todo esto, pero tú tranquilo que todavía no es de verdad, la hostia auténtica vendrá dentro de unos días.

Al pie de la foto están los datos relativos al evento, mi nombre, lugar donde se celebraría —Colegio de R.R. (reverendísimas) Hijas de San José— y fecha. Digna de resaltar la frase que dice “En día tan feliz recordé con especial amor a mis queridos padres”; como para no recordarlos si estuvieron todo el día a mi lado.

Pero vayamos al día exacto, el 27 de mayo de 1964. Tenía yo seis añitos, que era ésa la edad a la que por entonces se hacía la Primera Comunión, no como ahora que los chiquillos andan metidos en los diez o doce años y las niñas parecen casi novias. Miro un calendario de aquel año y veo que el día 27 cayó en miércoles, y te preguntarás que cómo estaba sucediendo eso entre semana, y no un sábado o domingo como sería procedente. Pues resulta que mi madre pidió en el colegio el favor, y se lo concedieron, que la ceremonia se celebrara ese día pues era aniversario de su boda. Mismo favor que también le fue concedido tres años antes, para la de mi hermano.

Previo a ese día, quien esto escribe había llevado una ardua preparación a fin de recibir a Jesús con el alma blanquísima, la conciencia limpia y la memoria llena de no sé cuántas oraciones aprendidas, que durante el rito declamé más plegarias que el propio sacerdote que oficiaba: unas de rodillas, otras de pie, alguna sentado, pero todas emocionado y orgulloso de mi buena memoria, que no me equivoqué en nada —mi madre lo recordaría toda la vida, le gustó mucho, y es que ella, como buena católica practicante, era muy entusiasta de estos ceremoniales—. Al término fui felicitado por quien había supervisado todo aquel aprendizaje, la hermana López, que así por el apellido no sonaba bien como nombre de monja. Realmente se llamaba Vicenta, eso lo supe años después, lo que suena aún peor. En mi recuerdo queda una mujer de ojos grandes que destacaban en el hueco del escapulario por el que asomaba su rostro ovalado y moreno; alta de talla, tanto, que parecía andar sin gracia para ser religiosa, balanceándose al caminar entre los pupitres del aula, abanicándonos con el vuelo del hábito. Por entonces yo ya sabía leer y escribir, que me enseñó la hermana Marina uno o dos años antes, pero fue ella, la hermana López, la que con plumilla y tinta adiestró pacientemente mi caligrafía, redondeando unas letras que el tiempo, mucho tiempo después, trocaría en el galimatías que a veces parecen mis escritos.

Para aquel día, las monjas habían adornado como sólo ellas sabían hacer esas cosas, la pequeña capilla del colegio, una estancia poco más grande que un aula, situada a la derecha justo al entrar, iluminada por una ventana a la calle de La Palma. Un detalle que ahora veo en la segunda instantánea, entonces ciertamente no, porque hoy me puede la deformación profesional: dibujos geométricos, regulares, coloreados en una foto que es en blanco y negro, solería antigua que aventuro sigue estando en la misma sala.

Como se puede ver, para mí dispusieron un reclinatorio pomposamente forrado de gasa, tul o algo parecido, punteado de adornillos que debían ser flores; para mi madre y mi padre, los reclinatorios a pelo, sin aderezo alguno; para sentarnos, los tres, unas simples sillas.

Observo la foto y vuelve a llamarme la atención esa mirada de asombro, de curiosidad ante el descubrimiento de algo, con interés en el detalle. Mi madre, vestida de oscuro y velo negro acorde con la época, parece contener una emoción que apenas si se le escapa en la mirada; supongo que lo estaba, emocionada quiero decir, que ya apunté más arriba su predilección por estos actos. Mi padre, serio como casi toda su vida, e impecablemente vestido como pocas veces; es de agradecer.

El resto de los personajes son, a saber, de izquierda a derecha:

Mi tío Luis, bueno, tío de mi madre, que en realidad se llamaba Ángel y al que, a pesar de haberlo visto poco en mi vida —durante mi infancia pasaba días de sus vacaciones veraniegas en su pueblo—, fue suficiente tiempo para que dejara en mí marcada una huella que aún perdura. Recordarle es esbozar una sonrisa por la frase con la que resumía cómo fue el momento y la situación de mi llegada a este mundo, de la que él fue testigo, y que podéis leer en mi CV bueno:

 …él relató en numerosas ocasiones mi nacimiento y, como todo lo que contaba, con pasión y desmesura; pero en resumen fue algo así:yo estaba haciendo café en una hornilla y, mientras, tu madre fue a por churros; cuando volvió, ya habías nacido tú”

Al lado de mi tío está su hermana Antonia, ambos eran hermanos de la madre de mi madre; no digo abuela a la madre de mi madre, aunque lo fue, simplemente porque no la conocí, y nunca vi procedente llamarla así —hablando con mi madre siempre me refería a ella como “tu madre”. Con la tía Antonia no tuve relación, también vivía en Madrid.

Detrás de ella veo a mi tía Isidora, de la que ya hemos hablado en estas instantáneas. Ahí está en actitud severa, cabeza cubierta con velo, como no podía ser de otra manera en un acto tan serio como éste. Y a su lado, la tía Márgara, mi tía Márgara, hermana mayor de mi padre. Menudo tándem.

Creo que hablar sobre mi tía Márgara, que sería largo y extendido, va a ser cosa de otras instantáneas, que tiempo habrá. Aquí sólo dejar un detalle, el velo que lleva puesto: largo, le cae sobre el pecho, muy calado, seguramente destacando sobre los del resto de mujeres. Y su cabeza alta, quizás demasiado, en un gesto que mantuvo toda su vida, o al menos así lo vi siempre. Orgullo rancio del que nunca participé.

Termino con, mi hermano, al que veo aburrido y que sólo parece entretenerle el fotógrafo; y éste se da cuenta de ello y le hace centro de la fotografía. Así y todo, no consigue sacarle de su abulia; apoyado en los brazos está a punto de dormirse, me lo dicen sus ojos.

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