Yo ingresé en el Instituto Pedro de Valdivia, que entonces se llamaba Instituto Técnico de Enseñanza Media, cuando principiaba el otoño de 1968 y mi madre decidía hacerme un poco más mayor desterrando, por fin, todos mis pantalones cortos.
![]() |
El recibo de la matrícula. |
La matrícula fue realizada, con carácter condicional, meses antes (aún no había terminado mi último curso en la escuela del Cristo), y costó 135 pesetas, más una póliza de 50 céntimos. Correspondía al primer curso de Bachillerato Elemental del plan de estudios de 1953 y comprendía diez asignaturas, relacionadas en el impreso de matrícula que yo mismo rellené (vaya letrita que me gastaba por entonces), y en el que olvidé poner la fecha de tal acontecimiento.
![]() |
La letra es mía, qué horror. |
En Julio nos comunicaron que me era denegada la beca que habíamos solicitado, argumentando imprecisiones en la cumplimentación del impreso correspondiente; en mi descargo he de decir que estoy seguro que yo no rellené los impresos, tuvo que ser mi padre. Y lo digo porque, curiosamente, el documento en que se nos hacía esa comunicación había formado parte de todos los papeles que se rellenaron y enviaron, y en él se comprueba que la letra es de él. Además, el sello de 1’50 pesetas también se pagó en casa.
![]() |
Decía que me incorporé al Instituto en el otoño del 68, y debí hacerlo por la segunda de las tres puertas que tenía el recinto, que era por donde entrábamos los alumnos. Por la primera, pegada al edificio de la Escuela de Arte y Oficios, se accedía a un camino que llegaba a la Granja, un conjunto de edificaciones dedicadas a las labores prácticas del Bachillerato Laboral que entonces se impartía en el Instituto, y que era un tipo de Bachiller algo peculiar, creado en 1949 y caracterizado por tener ciertas asignaturas que eran propias de materias relacionadas con los principales medios de producción de la comarca donde estuviera situado el Centro; es decir, en Villanueva se estudiaba el Bachiller Laboral agrícola ganadero (de ahí lo de la Granja), pero en Vigo existía un Instituto donde la especialidad era la pesca, y en Almadén la minería. ¿Me he explicado?
Parte de aquellas instalaciones se acondicionaron como aulas para dar las clases al alumnado femenino, cumpliendo así con la imposición de establecer una distancia entre sexos propia del tiempo que vivíamos.
La tercera y última puerta era la entrada de profesores, personal administrativo y vehículos, pocos, que en el aparcamiento no creo que cupieran más de diez o doce coches, y todos ellos pequeños, que el más grande sería el Seat 124 de Don Teófilo.
Bueno, entré por la segunda puerta y a partir de ese momento comenzaron a correr los siguientes siete años de mi vida. Pero no fue un correr con prisas sino un correr de pasar, de caminar: un transcurrir lento, una etapa tranquila, un desprecio indolente al tiempo, un vivir sólo cada día y un pensar, como mucho, en el día siguiente.
Cierro los ojos y veo nítido el edificio: todo plano, en planta baja, agachado, como queriendo no destacar en el paisaje, pero sin conseguirlo, que todos le señalaban por lo distinto que era y por algo hasta le concedieron un premio de arquitectura. Después de él, el campo, la Charca y la carretera a La Coronada. Enfrente la Era, y en ella un lejano futuro de soleadas tardes de primavera.
Sigo con los ojos cerrados: sus paredes, ladrillos pintados de blanco que alternaban con enormes cristaleras; baldosas oscuras en pasillos que el primer día me parecieron inmensamente vacíos e infinitos; vestíbulo de entrada con un tablón de anuncios como único mobiliario, a su izquierda un espacio cubierto para que los alumnos dejáramos las bicicletas en las que no íbamos, así que aquel lugar nunca cumplió su función, ni esa ni ninguna, siempre lo vi vacío.
El pasillo se bifurca en dos, a la derecha la zona de administración y profesorado, camino al frente hacia las aulas y dejo al lado un patio interior al que jamás accedimos, lo adorna algunas plantas que siempre estuvieron muy cuidadas; dividiendo el patio en dos, un pequeño edificio que, según el rótulo de la puerta, se construyó para biblioteca pero se quedó en almacén.
Continúo adelante, frente a mí la salida al recreo, al campo casi abierto, pero como aún no es hora de distracciones, quedo a la espera de la inminente apertura de la puerta que conduce al corredor donde se distribuyen las aulas. Son las nueve menos cinco y el bedel, palabra recién aprendida, abre la puerta doble de vaivén y ojos de buey para que, en ordenada procesión –la salida siempre se regirá por otros órdenes- todo el alumnado se incorpore a sus clases. Es el primer día de curso y mi primer día de Instituto.
Supongo que llegué algo aleccionado por mi hermano, él ya llevaba allí algunos años y, si no me equivoco al hacer las cuentas, comenzaría entonces cuarto de Bachiller, del Laboral, así que todo el material escolar que debí portar aquella mañana, siguiendo su recomendación, serían una libreta de gusanillo a estrenar y un magnífico bolígrafo “bolín”. Ambos elementos con el único fin de anotar horarios, alguna recomendación del personal docente y poco o nada más.
Cuando yo entré se impartían no sólo aquellos estudios del Bachillerato Laboral, sino también los propios de ese plan de 1953, o sea, Bachiller Elemental (1º, 2º, 3º y 4º) y Bachiller Superior (5º y 6º), con sus correspondientes reválidas. Y para todo eso disponía el Instituto, exactamente, de siete aulas distribuidas a ambos lados de un largo y ancho pasillo. Y no eran pocas, no, sino las justas, hay que tener en cuenta que el Bachiller Laboral constaba de siete cursos y el alumnado por entonces debía ser escaso, con lo que la cuenta es fácil: siete cursos era igual a la necesidad de siete aulas.
Pero el progreso siempre ha sido imparable y mi generación amenazaba con colmatar el espacio existente; fue en el curso siguiente (2º, 69/70), y por esta causa, que ese pasillo de aulas sufrió una ligera reforma que amplió el número de aulas y dividió mi curso en dos grupos.
Quedé incluido en la primera aula de la izquierda, y por mis apellidos, Gallego Segador, me asignaron un mesa detrás de la de mi primo Arturo (Gallego García) y así en ese orden estuvimos los dos hasta 6º, que fue cuando nos dieron libertad para sentarnos en la disposición y ubicación que quisiéramos.
Antes decía que en este primer curso tuve diez asignaturas, las cuales recuerdo porque están relacionadas en el documento de la matrícula, pero creo que no me acuerdo de todos los profesores que las impartían. A ver, lo intento, y por el orden en que aparecen relacionadas:
Formación religiosa, no tengo dudas, D. Gerardo, cura, de mediana edad para arriba, gordo, siempre con la misma sotana (lo recuerdo por el sucio brillo que ofrecía la tela desgastada), y en invierno con boina. Los mofletes eternamente venosos, rojos, seguramente debido a… eso decía la gente, pero su aspecto siempre delató resfriados y evidente afonía. Llegó a fabricarse un maletín que contenía un amplificador y un altavoz, para poder exponer sus clases con volumen y nitidez, pero nunca con convicción, por lo que me temo que su labor docente en mi promoción, y en anteriores y siguientes, tuvo escasos frutos.
Lengua española, también sin dudas, D. José Taboada, gallego como yo pero él de origen. Desde el primer día llamó la atención en todos, por su acento y porque llevaba barba, una enorme perilla negra y espesa, y eso no era normal en el pueblo. Creo que fue su primer destino laboral, y también el de su mujer, la cual, más adelante me dio también Lengua y además Latín, y a otros incluso Griego. Tuve siempre con él un trato cordial, casi amistoso, y él conmigo y con otros muchos -entre los alumnos nunca nos referíamos a él como D. José, sino Taboada, y pronto se generalizó llamarle el Chivo, por lo de la barba, claro, y por la grosera costumbre de apodar obligatoriamente al profesorado–; y es que el personaje se dejaba buscar, o era él quien nos buscaba. Sus ademanes pausados contrastaban con un espíritu inquieto: ya entonces algo de política, también teatro; en fin, un tipo peculiar para lo que se estilaba. Buen recuerdo el que tengo de é.
Geografía de España, Dª Sofía Martínez, que al igual que Taboada también llegó ese año a Villanueva y se nos presentaba con ciertas singularidades para el momento y lugar: conducía su propio coche, creo que un Seat 600 de color oscuro, y de vez en cuando nos deleitaba con modelos muy alejados de los gustos de la sociedad local, falda larga hasta los tobillos y algún estampado fuera de época que, a tenor de su soltería, no sé si parecía una señal de rescate o una rotunda afirmación de seguridad. Llamaba la atención en todos por eso y por su perfil; y a mí en particular por la manera de contar sus disciplinas (Geografía del mundo en 2º, y en 3º y 4º Historia), que me dejó para siempre el gusto eterno de mirar mapas y adorar piedras viejas.
Matemáticas, que lo resuelvo en dos renglones, porque no recuerdo qué profesor tuve (pero a pesar del olvido debo dejar aquí constancia de la buena nota final que obtuve; por desgracia, esos dígitos no se prodigaron en mi vida de estudiante).
Como tampoco puedo mencionar al de Ciencias Naturales. A ver si antes de terminar este escrito consigo acordarme.
De la profesora de Francés sí que me acuerdo, Dª Concha, enormes gafas de miope y un descomunal diccionario del que suelo acordarme, a veces y con sorna, cuando en la red recurro al WordReference. Pero para su desventura no la puedo dedicar mucho espacio: bonjour, el verbo avoir, el être, oui et non. De ahí no se pasó, hasta ahí se llegó.
Dibujo, que nos lo debió dar D. Eduardo Esteban, pero como no anda fina la memoria lo dejo en cuarentena. Tiempo habrá de hablar más adelante de él, que en otros cursos sí que le ubico.
Formación del Espíritu Nacional, asignatura que comprendía, y pretendía inculcarnos, los valores políticos y sociales afines al Régimen. La impartía en todos los cursos D. Eduardo Cicuendez, que también lo hacía con Educación Física, ya que era habitual asociar en un solo docente ambas asignaturas; como también lo era, o debía serlo y así me consta, la afinidad de éste para con el poder, dicho lo cual sin ningún tipo de acritud, es simplemente información.
Y por último Formación manual, que lo llamábamos trabajos manuales, y más coloquialmente aún, talleres, porque casi siempre se realizaban las clases en los talleres que existían en una nave medianera con la zona de la Charca. Tenía el claustro de profesores del Instituto tres dedicados a esta materia, cada uno con una especialidad: Rufino Pineda en cerrajería, Rafael Yedro en carpintería y Amado Rubio en electricidad. Durante aquel primer curso fue este último quien nos dio clase, y he de decir que para mi desgracia tuve en él al peor profesor de toda mi vida de estudiante, incluida la universidad. Podría resumir en unas pocas frases cuáles fueron los sucedidos que me llevaron hasta esta apreciación, pero creo que el tipo no merece más palabras, ni siquiera este pésimo recuerdo.
Estaba yo, antes, ya sentado detrás de mi primo Arturo cuando me puse a hablar del profesorado, así que casi olvido recordar aquel pasillo a cuyos lados y separadas por grandes cristaleras se encontraban las aulas. Aulas abiertas a la visión exterior, al pasillo y al campo, hileras de frutales, baladas de borregos y muchachos que podan árboles o arrancan malas hierbas. Cristaleras que permitían perturbar nuestra concentración, a la vez que facilitaban la perfecta observación desde el exterior.
A la izquierda cuatro aulas y hacia la mitad del pasillo el acceso al salón de actos; al fondo los aseos, uno a cada lado; y a la derecha tres aulas y una cuarta más, que por su mobiliario y atrezo, y por el rótulo de la puerta, era el laboratorio. Nunca vi hacer ahí dentro ninguna práctica de química ni de cualquier otra ciencia, pero tiempo habrá de hablar de este lugar, que en 4º fue mi aula. Durante las clases casi nadie deambulaba por ese pasillo, a excepción de los bedeles, de algún profesor rezagado, de alumnos con la vejiga apretada y de Nicolás. Los bedeles eran dos: el Sr. Peña y Borrasca; sólo con nombrarlos ya doy cuenta de su edad y el trato que teníamos con cada uno de ellos:
A la izquierda cuatro aulas y hacia la mitad del pasillo el acceso al salón de actos; al fondo los aseos, uno a cada lado; y a la derecha tres aulas y una cuarta más, que por su mobiliario y atrezo, y por el rótulo de la puerta, era el laboratorio. Nunca vi hacer ahí dentro ninguna práctica de química ni de cualquier otra ciencia, pero tiempo habrá de hablar de este lugar, que en 4º fue mi aula. Durante las clases casi nadie deambulaba por ese pasillo, a excepción de los bedeles, de algún profesor rezagado, de alumnos con la vejiga apretada y de Nicolás. Los bedeles eran dos: el Sr. Peña y Borrasca; sólo con nombrarlos ya doy cuenta de su edad y el trato que teníamos con cada uno de ellos:
El Sr. Peña era mayor, no sé cuánto de mayor, de corta estatura y chaqueta gris cruzada, permanentemente abrochada. Vivía en el propio centro, en un pequeño chalé junto a los talleres. Era de modales correctos y conversación corta pero afable: cuando daba la hora (la comunicación del fin de la clase, que se hacía aula por aula), golpeaba suavemente la puerta pidiendo permiso, abría y en un tono bajo comunicaba con la expresión “la hora Don…”, que había llegado el final de la clase.
Borrasca, en cambio no era mayor, y por eso y porque pretendía ser simpático y dicharachero con los alumnos, y porque casi siempre llevaba la chaqueta desabrochada, y porque hablaba alto, y porque no golpeaba la puerta antes de dar la hora, y por algunas cosillas más que no deben caber aquí; por todo ello era que Borrasca sólo fue Borrasca.
Y luego estaba Nicolás. Pero éste personaje merece casi un capítulo aparte. O varios cursos.
Termino: los documentos que ilustran el artículo, como otros muchos, los tengo gracias a la inclinación que tuvo mi madre por guardar todo lo relacionado con nuestros estudios; gusto que he heredado en la medida de lo que me es posible. Y entre todos los papeles envasados en viejas cajas de Cola Cao, encontré las calificaciones de este primer curso de Bachillerato que, aunque estampadas en una hoja de papel manuscrita por mi hermano, tienen tanto valor como si de un escrito oficial se tratase.
Quedo aquí, por ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario