¡Qué inventen ellos!, dicen que dijo Miguel de Unamuno en un intento de zanjar las diferencias que tuvo con Ortega y Gasset a cuenta de la idea de éste sobre la europeización de España, o sobre la españolización de Europa que defendía aquel. Lustros después, la frase, ya lapidaria, parece haberse convertido en un estereotipo nacional que utilizamos en sentidos opuestos: unos lo usan con aire impropio, incluso humillante, mientras otros lo aceptan con una mezcla de orgullo y menosprecio. Seguramente cerca de esto último estaba el interés de Unamuno.
Sin embargo, la historia se encarga de recordarnos que aquí también se han inventado cosas más o menos eficaces, revolucionarias a veces, inútiles en ocasiones o inspiradoras de algo que llegaría luego u lo terminaría firmando otro. A poco que se rebusque, perdón, se navegue por las nuevas tecnologías, encontraremos un montón de objetos concebidos por españolitos que, en mayor o menor medida, han hecho más llevadera la vida en este mundo, más feliz y placentera la existencia del hombre: desde el galeón que surcó más y mejor los mares hasta el tren Talgo de nuestros penúltimos días, pasando por el submarino y el autogiro; u objetos algo más cotidianos, pero no por ello menos importantes, como la grapadora, la jeringuilla desechable, el afilalápices, la calculadora, el laringoscopio o la guitarra.
Y llegados a este punto cómo olvidar los verdaderamente reconocibles por la mayoría de nosotros, como tantos otros, como genuinos inventos españoles, que son, a saber: el futbolín, la fregona, el cigarrillo, el abrelatas "explorador", el cigarrillo, la navaja, el botijo (seguramente el más antiguo), el porrón, la bota para el vino, el mus y el chupa-chups. ¿Qué, cómo os habeis quedado?, ¿sorprendidos?, pies ahí no queda la cosa, que falta uno de los mejores y que no es otro que el VESPINO, y con mayúsculas, que se lo merece.
Fue el Vespino, o mejor dicho es, un ciclomotor que se diseñó y fabricó íntegramente en nuestro país. Durante los años setenta del pasado siglo, y junto al Seat 600, fue casi un icono cultural, el medio de locomoción más usado por la juventud, líder en venta durante casi treinta años, un revolucionario del transporte personal, el puntillero de las bicicletas, que no levantaron cabeza hasta que Pedro Delgado ganó el Tour. Y llegó a todo eso porque era fácil su manejo y barato en su adquisición y mantenimiento (¿qué decir del poco más de litro y medio de gasolina a los 100 km?). De los veinte modelos que se fabricaron, yo tuve el GL, que era prácticamente igual a los anteriores pero con el faro cuadrado y más cromados que lo adornaban; con un asiento en el que si te ajustabas, cabía un paquete detrás. Y te ajustabas, vamos que si te ajustabas.
Compró mi padre el Vespino a mediados de 1974, en la tienda taller de motos de Miguelín, junto a la cochera de las viajeras de Domínguez. Lo hizo, no cabe duda, movido por la presión que yo ejercí; reconozco que fue un capricho de adolescente, pero que venía abalado por muchas cajas de peras y manzanas recogidas por un servidor en fincas de la comarca; y mucha suciedad acumulada en la piel durante horas interminables en la fábrica de tomates de la carretera del Badén. Por eso siempre he dicho que el vespino lo pagué yo, que no fue un regalo.
Recuerdo que una tarde, unos meses antes de su adquisición, fui con mi amigo Carlos a casa de Raquel Hidalgo, seguramente sin un motivo concreto, simplemente íbamos, que por entonces era Raquel, sin saberlo, muy del gusto de Carlos y sus poemas (aquel ojo grande de la Luna les miró una vez en la playa de Estepona y Carlos pensó historias que nunca hubo) y por eso iríamos. al llegar vimos que en la puerta estaba, sin candados ni ataduras, el Vespino de Raquel,
Carlos, ¿tú has montado alguna vez en Vespino?
no, me dijo;
ni yo tampoco, contesté, pues venga, vamos.
Y yo conduciendo y él de paquete, viajamos hasta el puente de la vía, y vuelta. Dejé la moto en la misma posición y lugar y entramos en casa de Raquel. Aparentemente nada había pasado, pero ya nada sería igual; desde ese momento no paré hasta conseguirlo.
Una vez logrado mi objetivo arrinconé la bici y me subí a mi nueva máquina para no bajarme nunca más. Digo que nunca me bajé porque así fue, que aunque quince años después la vendí y por el mismo precio que se compró, siempre he sentido y siento que sigo montado en aquella mi primera moto, si bien las adquiridas posteriormente le han ganado en prestancia y prestaciones.
El Vespino me dio la capacidad y libertad de movimiento que la bici tenía limitadas. Con él amplié mis paisajes, rodé otros caminos y aproveché los tiempos como antes no era posible: una mañana de domingo ya no sería el consabido paseo calle de los baldosines-parque-calle de los baldosines-san francisco, «bueno, llegamos hasta la piscina, ¿vale?». Pasó a ser «oye, ¿nos vamos a la Antigua?», y ella te contestaba que sí. Llegabas a la ermita rodando por caminos, porque las carreteras estaban vedadas a Vespinos con paquete, en el más agradable paseo que un incipiente viajero pudiera imaginar, a pesar de los baches y las piedras, y a veces del frío y el barro. El resto del día de lo más entretenido, y de gasto apenas dos duros, que a veces daba vergüenza llegar a la gasolinera y pedir sólo diez o quince pesetas de gasolina.
Y qué decir si el destino era Magacela, sobre el viejo camino que lleva su nombre: pasar bajo la alcantarilla de la vía o parar en el pequeño puente, que te sentías Steve McQueen en "La huída" allí arriba viendo alejarse el tren. Más tarde, un café en el bar de la pequeña plaza, dejar allí la moto y paseo casi vertical hasta la cima para redescubrir una y otra vez el castillo y los horizontes, la Serena y todos sus puntos cardinales. Y allí arriba concluir que en aquel lugar, llegado el momento, estará el final, aventado desde lo más alto del alcázar. Eso sí, siempre que sea primavera y domingo soleado.
Nota al margen: tuvo también un Vespino mi prima Mari Eugenia, como el mío, pero ella colocó delante del manillar, un cestito metálico que daba un toque femenino y más elegante al conjunto, muy lejos del mío que disponía de un portabultos más convencional. Fue ese punto de coquetería, cestito y mujer conduciendo, y que siempre lo tuvo más limpio que yo, lo que invariablemente me ha hecho pensar que las motos son distintas según las conduzca un hombre o una mujer, aunque la moto sea la misma. Teoría que confirmo cada vez que veo a mi hija montada sobre la suya.
De toda aquella aventura, concluyo ya, sólo cuatro puntos negros: dos multas y dos caídas.
Multa número uno: espejillo retrovisor roto y un guardia civil que lo ve cuando, muy temprano, me dirigía a la Cica o a la finca de Paco López a recoger fruta.
Multa número dos: municipal del pueblo, de los que se ponían en las Pasaderas o en el cruce de Fajardo, con encorsetado uniforme casi tres cuartos, casco blanco y porra al cinto, molesto por la incorrección de que mi Vespino llevara pasajero y pasajera.
Caída primera: calle Virgen de Guadalupe, ligera lluvia, pavimento mojado, velocidad indebida, mal uso del freno y al buscar la curva hacia el Parque, moto que se va al suelo y, como estaba previsto, se dirigió al Parque; yo también al suelo, la física y sus leyes me llevaron contra el taxi más próximo, aparcado junto a los portales de la tienda de Mansilla. Aquello dejó escasas consecuencias, unas rozaduras en las manos y poco más. La moto y yo seguimos funcionando, como si no hubiera pasado nada.
Segunda caída: ahora con paquete, en un alarde improvisado en la era frente al Instituto, algo de barro, hierba húmeda y un patinazo, pérdida del equilibrio y la moto que cae; entre el suelo y el tubo de escape queda la pierna desnuda del paquete, que el paquete llevaba falda. Consecuencias: ropa sucia y una marca que recordó durante meses la quemadura producida.
Nota final: no conservo ninguna foto que ilustre este escrito; si las tuve, con seguridad las hice pasar a mejor vida, movido por enojos que fueron pasajeros, que no hay nada mejor para sacar un clavo que utilizar otro clavo.
Sevilla, Junio 2015
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