domingo, 28 de diciembre de 2014

La poesía es un arma cargada de futuro

Leído, oído o visto por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.
Porque cada vez que lo leo vuelvo, como si parafraseara los versos de Violeta Parra, a los diecisiete.



"Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos."



La poesía es un arma cargada de futuro,
Gabriel Celaya.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El beso que nunca fue

Nunca ha sabido, o mejor, no recuerda exactamente  cuándo la vio por primera vez. Incluso hoy, al mirar atrás en esas tardes únicas de ligeras nubes de alcohol en las que los recuerdos parecen más veraces  y queridos, no acierta a divisar con precisión el momento. Y como lo que siempre pretende es hacer las evocaciones placenteras, el hombre  piensa que fue una tarde de otoño, recién comenzado el curso escolar, mientras caminaba calle abajo, cuando el muchacho la contempló asomada a un postigo entreabierto y le pareció como un premio enmarcado que estuviera esperando ser recogido. Sin dejar de caminar y sin dejar de mirarla continuó su ruta, sintiéndose de repente dichoso por creer ser él el agraciado, a la vez que, por primera vez, a su estómago le atenazaba un desconocido y luego eterno pellizco de feliz melancolía.
Y como si de una verdad revelada, a la que hubiera que seguir ciegamente, se tratase, decidió que tenía que sentirla cercana. Para ello inventó un nuevo horario, frecuentó otros amigos y alteró algún camino. Se aproximó a ella, caminaron juntos e intercambiaron  sólo intrascendencias; en ningún momento el muchacho se atrevió a más, no sea que no supiera decirlo, que sus palabras fueran insuficientes, o equívocas, o inadecuadas, que ella no lo entendiese, que le ahogara el ridículo.  Así que mejor no pasar de ahí, mejor sólo mirarla e ir alimentando la idea de que era,  sencillamente,  la niña más bonita del mundo. Eso le bastaba, le satisfacía sólo saber que lo era, por lo que se dedicó a perfeccionar la idea, a hacerla creíble. No debía decírselo a otros, ni siquiera a sus más próximos; todo antes de que la decepción le arruinara su recién nacida felicidad.
Como no podía conocer el mundo entero, era preciso reducir la creencia a su propio espacio, a su pequeño mundo, a su calle, a su instituto.  Durante días llevó a cabo su plan, mientras caminaba en procesión, calle de San Francisco adelante, con decenas de compañeros hacia el centro escolar: miraría a todas, las conocidas y las ignoradas, las observaría, registraría mentalmente perfiles, talles y estaturas; y les asignaría puntos y valores, para así poder decidir si la ilusión primera era cierta.
Y de esa manera una tarde, soleada como no, andando tras ella, se vio nítidamente reflejado en sus largos cabellos, rubios como el oro nuevo, y comprobó, después de mirar una y otra vez durante un largo trecho a su alrededor, que no había ninguna como ella. Definitivamente era la niña más bonita del instituto. Y probablemente fuera también la más bonita del mundo. Pero a pesar de refrendar y haber elevado a definitiva aquella primera percepción, a pesar de su total convencimiento, siguió siendo incapaz de revelarle su más íntimo secreto. Aunque no por ello dejó de frecuentar la casa y acompañarla, todos los días, hasta el final de curso.
Un día, cuando el sol ya calentaba desde las primeras horas de la mañana, y los horarios y rutinas eran otros a causa del curso escolar concluido, el muchacho advirtió que el postigo del principio de su historia estaba cerrado; y también que no se abrió en los días posteriores, ni en todo el verano, ni tampoco al comienzo del curso siguiente. Entonces, aquel pellizco le apretó con más fuerza aún, ahogándolo por la tristeza y la rabia que le producía su propia cobardía: no había sido capaz de decirle en tantos meses que ella era la más bonita; y vio claramente que ya no habría oportunidades, ni para decírselo ni para ofrecer un beso, siquiera de despedida.

Tiempo después, el muchacho escuchó por primera vez una canción que hablaba de

          palabras de amor sencillas y tiernas
          que echamos al vuelo por primera vez
y sin esperarlo se le vino de golpe su alta silueta, su espalda, su pelo infinito, y le embargó el lamento de no haber oído antes la canción, que si así hubiera sido habría encontrado entonces la oportunidad de hacer la letra suya y cantársela. Se quedó inmóvil, oculto en las sombras del local,
          atravesando nostalgias del pasado,
sintiendo profundamente que
          apenas tuvo tiempo de aprenderlas,
que
          a los quince años no se saben más.
El aire lo siguió llenando la
          vieja música que acuna, viejas palabras de amor,
y el recuerdo, el recuerdo tardó en irse el tiempo que sonó la canción,
          ella, dónde andará, tal vez me recuerda, 
          un día se marchó y jamás volví a verla.
Unas manos le bajaron al suelo, la luz volvió al local y. al poco, con el aire fresco de la calle, otra voz le comenzó a contar una historia nueva.

Muchos años más tarde, cuando el mundo ya es una red por la que resulta fácil recorrer todos los caminos y mirar todos los paisajes, el hombre acertó a leer en su pantalla aquel nombre nunca olvidado y un escueto mensaje, mitad anuncio mitad grito, que tardó en contestar lo que se tarda en poner los dedos sobre el teclado. Y otra vez, también sin esperarlo, le vinieron recuerdos pasados, dormidos pero no ausentes: su mirada clara, que siempre le pareció triste, su falda corta, su estatura, sus piernas, su piel tan blanca, sus pícaros dientes, la palmera muerta, la desangelada sala, el amplio pasillo plagado de ausencias, las paredes desnudas, la pulcritud del suelo, del aire sereno.


          Pero, cuando oscurece,

          lejos, se escucha una canción,
          vieja música que acuna,
          viejas palabras de amor...


lunes, 24 de noviembre de 2014

Voy por churros

Hay que ver lo que es la vida, a mi edad y sigo yendo a comprar los churros para mi familia.
Recuerdo perfectamente cómo durante numerosas mañanas de mi infancia acudía a la churrería de la calle Alfareros a comprar los churros del desayuno de mi madre, de mi hermano y mío. Mi padre ya había marchado al trabajo y había desayunado por su cuenta.
Estaba aquella churrería a cuatro pasos de mi casa, a la vuelta de la esquina que se decía, en un pequeño local anexo a la vivienda de sus propietarios que, una vez jubilados, incorporaron a la casa como otra dependencia más. Era un establecimiento pequeño, con un umbral demasiado alto para mi edad, y dividido en dos su interior por un mostrador tras el que se ubicaba la zona de trabajo: una enorme sartén sobre un hogar de fábrica alimentado de leña, y una mesa de trabajo con dos barreños de cinc, uno grande para la masa y otro más pequeño con agua; en una esquina de esa mesa, un eterno cigarro que el churrero fumaba entre una y otra sartenada. Junto a la sartén, una olla llena de agua permanecía constantemente al calor, a fin de disponer de ella cuando se terminara la masa del barreño grande, y hubiera  que preparar rápidamente más y así no hacer esperar a la clientela. Repartidos bajo la mesa y el mostrador, unos sacos de harina que aguardaban esa nueva masa y un par de cántaros metálicos con aceite nuevo; también, una cajita con el dinero que se iba recaudando, y otras cosas que se me han ido de la memoria. En una pared siempre colgaba un calendario con el tiempo en curso. Frente al mostrador la zona de espera, donde en invierno se apiñaba el público en busca de calor, mientras que en otras épocas permanecía algo más vacía porque la espera se hacía en la calle, huyendo de ese calor y del humo interior. 
Regentaba la churrería el Sr. Juan Antonio, hombre de corta estatura, formas ligeramente redondeadas y maneras que a mí me parecían seguras y acertadas. Era correcto en el trato con sus clientes y conmigo siempre fue muy amable, hasta el punto de que siempre me despachó mis churros sin haber pedido nunca la vez a los presentes. Y eso debe decir algo sobre la estima en que me tendría, que incluso me permitía permanecer próximo a su zona de trabajo, eso sí, muy quieto y pegado a la pared, para no molestar. Desde ahí observaba siempre con delectación y detalle la labor del churrero, aunque no por ello, paradójicamente, jamás se me haya ocurrido hacer churros. Bueno, aún estoy a tiempo.
Oficiaba pulcramente uniformado, con un mandil bien apretado a su cintura en el que destacaba una mancha perfectamente localizada, fruto del pellizco que ahí daba para limpiarse los dedos, una vez había llenado la sartén de churros. El ritual era siempre fijo y exacto: llenar la jeringa de masa, enjuagarse la mano manchada, el émbolo bajo la axila izquierda, apretar y dejar en la sartén porciones iguales; sacar el émbolo de la jeringa, escurrir los restos de la masa dentro de ella y vuelta a empezar. De vez en cuando avivaba el fuego o hacía un alto para esperar a que cogiera temperatura el aceite recién incorporado. Entre gesto y gesto, lacónicos diálogos con la parroquia y poco más.
Y mientras los churros se iban friendo, “…el siguiente…, ¿cuántos quieres?…, te voy cobrando…”
La sartén era atendida por uno de sus dos hijos, Joaquín, que además de encargarse de dar el toque justo a la fritura, tocaba la flauta en la banda municipal. Ataviado con bata blanca obedecía en silencio las órdenes que el padre le iba dando: dos algo más fritos, ése le dejas blando y a esos tres les abres la cabeza”. Siempre me llamó la atención, y admiré, que aquel muchacho estuviera allí todos los días, desde muy temprano, asistiendo a su padre en el negocio familiar. Los domingos solía ayudarle su hija, pero de ella recuerdo poco, sólo que tenía el pelo muy largo.
Los churros se dispensaban en dos o tres tamaños, no más: de una, dos y cinco pesetas. Yo siempre los compraba de a una peseta y dos por persona, y he de reconocer que era ración suficiente. Ese era el tamaño y precio que más se despachaba por lo que no era necesario indicarlo, bastaba con pedir la cantidad. Los tamaños superiores sí se advertían y ¡cómo se te abrían los ojos cuando echaba en la sartén un churro de a duro!, parecía interminable; y más aún cuando lo veías, grande y redondo, entregándoselo al comprador, generalmente colgado de una juncia, aunque el Sr. Juan Antonio utilizaba con más frecuencia trozos de valluncos, o de enea, que es como se conoce a esa planta que se usa para hacer los asientos de las sillas, que era la otra profesión de este artesano: arreglar las sillas desfondadas. Y me consta que lo hacía bien, que aún hay en mi casa sillas a las que, con toda seguridad, él puso sus asientos.
Indistintamente del tamaño, aquellos churros se dividían en dos: con la cabeza abierta o con la cabeza cerrada. La cabeza correspondía a la parte de la masa que primero salía de la jeringa y, que por efecto de la gravedad, su volumen resultaba mayor que el resto del churro. Podías optar por solicitarlo con la cabeza cerrada y entonces lo freían tal como salía, natural, casi esférico. A  la hora de comerlo eran tres o cuatro bocados de una pasta carnosa, espesa y sumamente exquisita, mucho más que el resto del churro. Pero si tu elección era con la cabeza abierta, Joaquín tendría que hundir sus palos en ella para casi desmenuzarla y así convertirla en una confusión crujiente de sabor único e inolvidable. Eterno dilema que quedó resuelto el día que decidí pedir, y para siempre, uno con la cabeza abierta y otro con la cabeza cerrada.
El círculo familiar se cerraba con la mujer del Sr. Juan Antonio, la Sra. María, que también cooperaba en la marcha del negocio. Ella era la encargada de servir churros a domicilio, en una época en la que aún no se había inventado lo de que te lleven la comida a casa. Disponía de una clientela fija, algo alejada de nuestra calle y que, evidentemente, estaba dispuesta a pagar algo más por ese servicio. Para ello, la Sra. María tenía una cesta grande de mimbre, forrada en su interior con papel para que absorbiera el aceite de los churros. Con dos o tres sartenadas la llenaba, cubría el producto con más papel y todo el conjunto lo tapaba con limpios paños para que no se enfriara el manjar durante el transporte.  Colgada la cesta de su brazo y apoyada al cuadril, la veías salir veloz calle Alfareros abajo; y veloz la volvías a ver llegar dispuesta a llenar nuevamente la cesta.
Pero los churros no se limitaron en mi infancia a ser la base de mis desayunos, que en numerosas ocasiones también lo fueron de mis cenas. Regresar del Badén a casa, bien entrada la anochecida del domingo, y parar en la churrería de la calle Hernán Cortés, se convirtió para mi familia, durante años, en un rito obligado.

Releo lo escrito hasta ahora y concluyo que de aquellos desayunos, de aquel sencillo pero excelso producto de mi infancia, me debe quedar el gusto por los fritos, a los que sitúo entre mis manjares preferentes: churros que no dudo en comer en cualquier lugar que visito, aunque no siempre con deleite (¿hay algo peor que comer churros fríos en los bares de Madrid?); chocos en cualquier lugar de la costa de Huelva, cuya ingestión pongo antes que otros placeres terrenales; y filetes de pollo empanados de mi suegra, que eran lo mismo que tocar el cielo con la lengua.
Pero de estos últimos, abriremos algún día capítulo aparte.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Leonard Cohen, premio Príncipe de Asturias 2011

Leído por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.


Discurso pronunciado por Leonard Cohen en la ceremonia de entrega de los premios Principe de Asturias (España,2011).

"Es un honor estar aquí esta noche, aunque quizá, como el gran maestro Riccardo Muti, no estoy acostumbrado a estar ante un público sin una orquesta detrás. Haré lo que pueda como solista. Anoche no logré dormir, pasé la noche en vela pensando en qué podía decir hoy aquí. Después de comerme todas las chocolatinas y cacahuetes del minibar garabateé unas pocas palabras pero dudo que haga falta referirse a ellas. Obviamente, estoy muy emocionado por el reconocimiento de la fundación. Pero he venido esta noche a expresar otro tipo de gratitud que espero poder contar en tres o cuatro minutos.
Cuando estaba haciendo el equipaje en Los Ángeles me sentía inquieto porque siempre he tenido cierta ambigüedad sobre la poesía. Viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Es decir, si supiera de dónde vienen las canciones las haría con más frecuencia. Es difícil aceptar un premio por una actividad que en realidad no controlo. Haciendo el equipaje para venir, cogí mi guitarra Conde, hecha en España hace 40 años más o menos. La saqué de la caja y parecía hecha de helio, muy ligera. Me la puse en la cara y la olí, está muy bien diseñada, la fragancia de la madera viva.
Sabemos que la madera nunca acaba de morir y por eso olía el cedro, tan fresco, como si fuera el primer día, cuando compré la guitarra hace 40 años. Y una voz parecía decirme: “Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a quien la merece: el suelo, la tierra, al pueblo que te ha dado tanto. Porque igual que un hombre no es un DNI, una calificación de deuda tampoco es un país. Ustedes saben de mi fuerte asociación con Federico García Lorca y puedo decir que mientras era joven y adolescente no encontré una voz y solo cuando leí a Lorca, en una traducción, encontré una voz que me dio permiso para descubrir mi propia voz, para ubicar mi yo, un yo que aún no está terminado.
Al hacerme mayor supe que las instrucciones venían con esa voz. ¿Y qué instrucciones eran esas? Nunca lamentar. Y si queremos expresar la derrota que nos ataca a todos tiene que ser en los confines estrictos de la dignidad y de la belleza. Así que ya tenía una voz, pero no tenía el instrumento para expresarla. No tenía una canción. Y ahora voy a contarles brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.
Yo era un guitarrista indiferente. Solo me sabía unos cuantos acordes. Me sentaba con mis amigos, bebía y cantaba, pero nunca me vi como un músico o un cantante. Un día, a principios de los años sesenta, estaba de visita en casa de mi madre. Su casa estaba cerca de un parque con una pista de tenis donde íbamos a ver jugar al baloncesto. Era un lugar que conocía de mi infancia. Me paseé por allí y encontré a un joven tocando una guitarra flamenca. Me encantó, estaba rodeado de algunas chicas y me senté a escucharlo, me cautivaba, yo quería tocar así, aunque sabía que nunca lo lograría.
Me acerqué a él y nos entendimos medio en francés medio en inglés y pactamos unas clases en casa de mi madre. Era un joven español. Al día siguiente se presentó. Me dijo: “Déjame escucharte tocar algo”. Lo hice y declaró que no tenía ni idea. Él cogió la guitarra, la afinó, me la devolvió y dijo: “No suena mal. Ahora tócala de nuevo”. No cambió mucho. La cogió otra vez y me dijo: “Te voy a enseñar unos acordes”. Tocó una secuencia rápida de acordes y luego me explicó dónde tenía que poner los dedos y me dijo otra vez: “Ahora toca”. Pero fue un desastre.
Al día siguiente, empezamos de nuevo con esos seis acordes. Muchas canciones flamencas se basan en ellos. Al tercer día la cosa mejoró. Aprendí los seis acordes. Al día siguiente el guitarrista no volvió por casa. Dejó de venir. Como yo tenía el número de la pensión donde se alojaba fui a buscarlo para ver que le había pasado. Allí me contaron que aquel español se había suicidado, que se había quitado la vida. Yo no sabía nada de él, de qué parte de España era, por qué estaba en Montreal, por qué estaba en la pista de tenis, por qué se había quitado la vida.
Sentí una enorme tristeza. Nunca antes había contado esto en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido, ha sido la base de todas mis canciones y de toda mi música y quizá ahora puedan comenzar a entender la magnitud del agradecimiento que tengo a este país. Todo lo que han encontrado favorable en mi obra viene de esta historia que les acabo de contar. Toda mi obra está inspirada por esta tierra. Así que gracias por celebrarla porque es suya, solo me han permitido poner mi firma al final de la última página. "


LEONARD COHEN, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011
Photo: Discurso pronunciado por Leonard Cohen en la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias (España,2011).

lunes, 27 de octubre de 2014

La primera multa

La primera multa que me pusieron en mi vida fue allá por 1970 en la carretera de Guadalupe, cuando pedaleaba junto a Berna Bordallo regresando a casa desde la Cica. Fue un guardia civil de tráfico, de los que entonces llamábamos “motoristas”,  que montaban aquellas espectaculares –espectaculares, digo, si es que no veíamos otras motos que no fueran las de ellos- Sanglas 400 de color verde.
Ojo, que este no es el guardia de la multa, pero sí con el mismo aspecto

Por aquella época teníamos la costumbre en mi casa, y también en la de Berna, de comprar la leche una vez a la semana en la Cica (la Cica, ya tengo motivo para escribir otra crónica desde el doblao). Así que nos desplazábamos hasta allí en bicicleta, yo con una magnífica cántara metálica y de cierre hermético, de diez litros de capacidad; y Berna con una garrafa de vidrio forrada de mimbre, con un tapón de corcho que, por seguridad, apretábamos con todas nuestras ganas. Ambos elementos quedaban perfectamente fijados en los portabultos de nuestras bicis, y así tranquilamente, viaje de ida, viaje de vuelta, ocupábamos la tarde. Tranquilidad que se alteraba durante el forzado pedaleo en las subidas de las cuestas del puente del Guadiana, o aumentaba en la parada obligada en la venta de Gume para beber agua del pozo.
Tranquilidad que en una ocasión desapareció al poco de incorporarnos a la carretera cuando Berna me dijo que no estaba seguro de haber atado bien su carga, así que situó en paralelo su bici con la mía y yo tanteé la enorme garrafa que él llevaba para comprobar que estaba bien atada. Inmediatamente él apretó el paso y me adelantó; segundos después fueron dos motoristas los que nos sobrepasaron y uno de ellos nos ordenó parar, cosa que, lógicamente, hicimos. Fuimos denunciados, los dos, por circular en paralelo por la carretera, poniéndonos en grave peligro y poniendo, seguramente, también en peligro a todos los que por allí pasaban o pudieran pasar. Joder, que yo iba bien, el que iba mal era Berna; y además fueron sólo unos segundos. Juro que desde entonces no puedo reprimir un ridículo recelo cada vez que veo a esos funcionarios por la carretera.

Después han venido algunas multas más, y las que estén aún por llegar. De todas ellas quiero dejar aquí constancia de otra que me levantó un “municipal” de mi pueblo por circular, también en bicicleta, por la calle de los baldosines. Me encontraba realizando una de mis múltiples labores domésticas, que en ese caso era el reparto a domicilio de las medias (*) que mi madre arreglaba en casa. El lugar de entrega era en la calle Ramón y Cajal y a ella accedí por la de Correos (hasta hoy, que acabo de mirarlo en Google Maps, no me enterado que esa se llama Rafael Lozano Alonso, siempre fue para mí la calle de Correos; ¿quién sería este hombre para tan alto honor?). En vez de dejar la bici en el encuentro entre ambas calles y continuar andando como así hubiera sido el gesto de un buen ciudadano, o caminar empujándola hasta el domicilio de la clienta, opté por continuar montado en ella hasta que casi choqué con un municipal que salía de echar la quiniela en la papelería de Morcillo. Sin escapatoria alguna, pues el agente apretaba una mano sobre el manillar de mi bici, me identifiqué verbalmente –faltaban algunos años para que me expendieran mi DNI-, tomó nota y yo continué hacia mi destino, pero ya en un nervioso paseo. Era consciente de mi error, me sentía culpable, pero más consciente era de la que se me venía encima cuando se enteraran en casa. Y así debió ser.

De estas dos multas me acuerdo, invariablemente, cada vez que una bicicleta con su bicicletero encima, perturba mi sosegado paseo por cualquier acera de mi ciudad. Y es que hay que ver cómo han cambiado los tiempos: de aquel “orden” al actual, de lo que motivó mi multa en la carretera de Guadalupe a ver hoy, en cualquier calzada, incluidas autovías, pelotones de ciclistas con pijamas de colorines y medios melones multicalados sobre sus cabezas, circulando agrupados o no, en fila de a dos como máximo, según ordena el artículo 54 del Reglamento General de Circulación, o como les da la gana, que hay de todo.
¿Y donde ha quedado la celeridad con la que el municipal agarró el manillar de mi bici? Hoy, esos empleados públicos,  miran hacia otro lado cuando ven circular, a la velocidad del antílope, bicicletas sobre nuestras aceras y otros espacios peatonales, sorteando (nunca mejor dicho, a ver a quién le toca el golpe) transeúntes, cochecitos de bebés y sorpresivas pelotas con niños corriendo detrás de ellas. Y miran hacia otro lado a sabiendas de que el Reglamento General de Circulación no regula el tránsito de los velocípedos sobre las aceras, vacío legal que han tratado de ocupar los ayuntamientos con ordenanzas municipales que han terminado perjudicando al peatón, verdadero dueño y señor de esas aceras, en favor del bicicletero que, para colmo y en la mayoría de los casos, protege sus orejas con auriculares, lo cual sí está expresamente prohibido. Menos mal que va habiendo sentencias judiciales a favor de los viandantes.
Bueno, aquí lo dejo, que me voy a pasear con mi padre (un día de estos creo que va a arrear un bastonazo a algún desahogado bicicletista)

                                                                                                        Sevilla  Junio 2014

* Medias: prendas femeninas que antiguamente se reparaban cuando sufrían algún roto; a esa reparación se le llamaba coger los puntos, y que ahora al primer problemilla se arrojan al cubo de basura. Durante años mi madre cogió millones de puntos de medias y ganó numerosas dioptrías.

Muy  semejante a esta era la máquina que utilizaba mi madre para coger  los puntos de medias. 
Con la luz del flexo estudié dos bachilleres y COU.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Como tú, ninguno

Entre mis más firmes certidumbres tengo muy a gala destacar la de que yo tuve una infancia aceptablemente feliz. Aunque también hubo momentos y circunstancias que si pudiera les aplicaría goma Milán del tamaño de una pastilla de jabón. Pero no es ahora la ocasión de hacerlo, ni tampoco existe la posibilidad, así que me quedo con los ratos de felicidad que creo fueron suficientes, y con la evocación de quienes a mi alrededor me ayudaron para que así fuera.
Porque si hubo algo de dicha en mi infancia fue, entre otras razones, porque tuve pocos momentos para aburrirme: emplear el tiempo y emplearlo bien, de manera distraída y con buena compañía, ese es el mejor medio de enfrentarse al tedio. Así que, en aquella época, a mis ocho o diez años, o vaya usted a saber cuántos y durante cuánto tiempo, nunca encontré espacio para el aburrimiento, porque en cuanto éste aparecía por el horizonte, yo oponía numerosos recursos para neutralizarle, y uno de ellos era, y de los mejores, pasar el rato en alguna de las obras de mi familia.
Sabía dónde estaban todas ellas, conocía a todos los obreros, y todos me conocían; a todos saludaba, a muchos por sus nombres, lástima que hoy los tenga ya casi olvidados; dominaba el laberinto de tabiques y espacios embrutecidos, pateaba montones de arena, apilaba y esparcía ladrillos, y todo ello sin supervisión ni casco. Buscaba a mi padre para darle la novedad de mi presencia en la obra, y si esta era compartida con mi tío Vito, iba y le buscaba también. Y los encontraba, manos encallecidas sucias de mezcla, paleta y ladrillo, y otro ladrillo más, y otro, ¿cuántos van hoy?; perennes pantalones de pana de una generación que se fue para desventura de las siguientes. Mi padre y mi tío Vito, mi tío Vito y mi padre: collera de alarifes viva en mi memoria.


Por entonces, para mi edad y mi estatura, mi tío Vito era alto y grande, tamaño que le fue necesario para albergar tantas y tan buenas condiciones; esa altura le ayudaba bastante a la hora de echar su brazo por mi hombro, en un gesto puramente paternal, alejado de posturas altivas que nunca cultivó. Su cara también era grande, que así la necesitaba para poder enmarcar su enorme sonrisa, ¿a que nadie tiene una foto en la que él no esté sonriendo? Sonreía por pura expresión de su carácter, porque era afable hasta la saciedad, y comprensivo, pero eso sí,  dentro de unos límites que siempre tuvo perfectamente definidos; porque si había posturas encontradas, uno y otro sabíamos cuando había que callar.
He de reconocer que siempre me fue muy agradable su compañía, porque me interesaba saber de él y porque yo sabía que le gustaba saber de mí. Así que casi siempre encontré unos momentos para verle durante mis esporádicas visitas al pueblo. Era fácil de localizar a media mañana por la calle San Francisco, echar un ratino con él y brevemente ponernos al día. Pero también la charla podía ser algo más reposada: alguna noche de San Bartolo, o en su casa; como en aquella ocasión cuando, recién cumplidos sus cincuenta años de matrimonio, me enseñó emocionado el homenaje que, en forma de relato cierto, le habían hecho y regalado mis primos.
Pero seguramente, el mejor de los recuerdos que de él tengo, sea el de la visita que le hice en Cádiz a raíz de aquel accidente que quiso llevárselo por delante y no pudo ni supo hacerlo, menos mal. Lo veo aún, inmóvil por la tenaza de la escayola, contándome los pormenores de la situación, y entre frase y frase el esbozo de la sonrisa nunca perdida. Casi al final de la visita, una confesión: contento y agradecido por mi deferencia me transmitió por enésima vez en su vida el afecto que me tenía, pero ahora corregido y muy aumentado. Era un algo así como un como tú, ninguno, muchacho que me pellizcó entonces el corazón y ahora me enturbia los ojos.
Más tarde, de camino a casa, autopista del Sur y a ciento y mucho por hora, venga a darle vueltas a mi tío y sus palabras. Apenas podía salir de la inquietud que su confidencia me produjo, cuando concluí que oye tito, eso se le debes decir a todos, ¿verdad?.  De fondo sonaba una de Leonard Cohen (por entonces, cuando viajaba, yo era mucho de Leonard Cohen), que me pareció como un guiño cómplice que me daba la razón y me devolvía el sosiego perdido. A la vez, a mi modo, yo le devolvía sus palabras: como tú, ninguno, tito.
Hoy, cuando hace un año que se fue y apenas me surgen unas pocas palabras que dedicarle, tengo la sensación de que ha habido personas que nos acompañaron en nuestra vida y con las que compartimos acontecimientos, que no terminan de irse del todo, que seguramente no se irán nunca, porque siempre tendremos por ahí un par de minutos al día y alguna desgastada fotografía en blanco en negro para recordarlos.

Lo dicho, ahí van a estar siempre.

domingo, 17 de agosto de 2014

Sobre el gazpacho

Cuando se pretende hablar de algo y no se sabe cómo empezar, lo mejor es hacerlo por el principio. Y como todo algo tiene un nombre, lo que se debe hacer es definirlo primero e incluso hacer una breve introducción histórica que sitúe al lector en un contexto ameno y enriquecedor.
Pero si lo que se quiere es hablar de gazpacho, la cosa se complica. Son muchas las opiniones, los textos y las referencias históricas que existen sobre él, de tal manera que confundirán a quien pretenda adquirir una idea clara y limpia sobre nuestra más amada sopa fría. Lo más seguro es que nos encontremos ante un auténtico gazpacho de definiciones, etimologías,  cambios a lo largo de la historia y, cómo no, multitud de recetas, algunas  estrambóticas, otras más o menos reconocibles, pero la mayoría frescas y exquisitas, según la tierra que pisemos en ese momento o de donde proceda el cocinilla que lo confeccione. Hay tanto y tanto alrededor del gazpacho como modos distintos de prepararlo, tantos como ingredientes contiene o pudiera contener. Pero antes de entrar en ello, defínámoslo, que ya hemos dicho que eso es lo primero.
Y lo primero en materia de definiciones es recurrir al diccionario de la Real Academia Española, de la Lengua, que nos dice: Gazpacho “género de sopa fría que se hace regularmente con pedazos de pan y con aceite, vinagre, sal, ajo, cebolla y otros aditamentos”. En lo de otros aditamentos incluyamos todo lo que cada cual considere y cada vez tendremos un gazpacho distinto.
Vemos que queda incompleto e impreciso lo que la RAE nos ofrece. Y si a eso le añadimos la referencia etimológica que los académicos nos dan, las imprecisiones cambian a confusiones, porque la palabra gazpacho, para ellos, quizás (¡Dios mío!, no están seguros) procede del árabe hispánico gazpáco, y este del griego … (mi teclado no tiene esas letras) …, cepillo de la iglesia, por alusión a la diversidad de su contenido, ya que en él se depositaban como limosna monedas, mendrugos y otros objetos.
También resulta incompleta la definición que Elvira Arús nos da en su Diccionario Gastronómico Ilustrado, que por ser temático debería ser más abundante en sus exposiciones, y que sólo nos ofrece “sopa fría que se prepara con puré de hortalizas crudas, pepino, tomate, pimiento, ajo, vinagre y aceite para emulsionar la mezcla”.
Y en la misma onda anda un Diccionario Gastronómico virtual de la Cofradía Vasca de Gastronomía, que en vascuence se dice de otra manera, pero con la añadidura de que lo sitúan geográficamente, desmarcándose ellos, tan gastronómicos como son, de este plato: “Plato típico de las regiones del Sur de España que consiste en tomate crudo cortado en trozos o pasado por tamiz, agua, aceite, vinagre, sal y miga de pan, todo mezclado formando una especie de sopa, a la que se añade un picadillo de cebolla, pepino y pimiento. Se toma frío” . Bueno, no se desmarcan tanto, porque más abajo definen, de la siguiente manera, lo que llaman Gazpacho vasco: con este nombre figura en la carta de algunos restaurantes vascos una preparación que tiene como singularidad la utilización de pimientos del piquillo, pepinillos en vinagre y mayonesa, además de tomate fresco, cebolleta, aceite y vinagre”.
Así podríamos estar durante algunos renglones más escribiendo sobre el esfuerzo que distintos autores han hecho para conseguir precisar qué es el gazpacho. Pero para qué, si todo puede quedar resumido en la definición que nos dejó Pemán, que a pesar de su escasez en los datos contenidos, es bellísima en su expresión:

“Es el gazpacho esa líquida elementalidad de agua, tomate, aceite, pan y sal”.

Definitivo.
He encontrado esta foto en la "red", preciosa a la vez que oportuna.

Bien, y con respecto a su historia, pues seguimos en lo mismo. Sus orígenes son imprecisos aunque su mediterraneidad es indudable; sus comienzos debieron ser austeros y pobres, y en su primera versión sólo aceite, ajo, pan, agua y unas gotas de vinagre. Por entonces la cosa no daba para más.
Esta interpretación de la receta es quizás la que más se ha alargado en el tiempo. Ni siquiera los árabes, que tanto anduvieron por aquí y tanto influyeron en todo lo de aquí, consiguieron modificarla de una manera trascendente; seguramente sólo sea el ajoblanco su aportación a la lista de sopas frías, pero ¡menuda aportación! (en mi casa es plato de culto, que si no fuera una irreverencia, lo tomaríamos de rodillas).
Pero se descubre el Nuevo Mundo, y con su conquista y su conocimiento, se importan de él nuevos productos que enriquecerán nuestra cocina. Es entonces cuando el gazpacho adquiere una renovada y casi definitiva identidad al añadírsele el glorioso tomate y su fiel acompañante el pimiento. El pepino ya había llegado desde el Oriente unos siglos antes, pero aún no se le hacía mucho caso.
Y a lo largo de los tiempos ha seguido teniendo el mismo carácter con el que nació: austero y campesino.  La gente del campo se reponían de su duro trabajo con este refrescante y a la vez nutritivo plato que ellos mismos preparaban en su lugar de trabajo.
Actualmente nuestro gazpacho goza de reconocido prestigio y tiene carta de universalidad. Igual lo encontramos en la más humilde de las ventas de carretera o en chiringuitos playeros, que en prestigiosos restaurantes nacionales y de afuera. Aunque en estos últimos, seguramente, con matices de fresas salvajes deconstruídas o espuma de sandía hidrogenada. El que todos ellos sean más o menos comestibles es otra cuestión; cuántas veces nos hemos encontrado sopicaldos fríos y avinagrados servidos con el nombre de gazpacho en importantes lugares turísticos españoles, que dejan al viajero sumido en el más profundo desconcierto gastronómico. Siempre recordaré, con espanto, el presunto gazpacho que me sirvieron en un reconocido restaurante de las Palmas; era tan horroroso que me vi obligado a personarme en la cocina y pedir explicaciones al responsable, el cual se disculpó ante todos los presentes, una vez me identifiqué como extremeño.
Bueno, dejémonos de preámbulos y vamos a lo que he venido, que no es otra cosa que dar a conocer como era, y debe ser, el correcto procedimiento a seguir en la elaboración de un buen gazpacho. Procedimiento más laborioso, es evidente, ya que la técnica trae comodidad pero no necesariamente mejorará el resultado final que antes, con toda seguridad, era más sabroso. O al menos así lo recuerdo.
Teniendo en cuenta las tres fases que todo plato debe tener, elaboración, servicio y degustación, resumo en los siguientes puntos el proceso a seguir con nuestro gazpacho:
1.- Elección cuidadosa de todos sus elementos, calidad, limpieza y buena vista, que aunque no estemos haciendo una ensalada, hay que seleccionarlos como si para una se tratara.
2.- Proporciones justas de los mismos, huyendo en lo posible de las miles de recetas que existen. Nos atendremos a nuestro gusto, nuestra experiencia y, por supuesto, al número de comensales, procurando que no sobre producto ya que horas después el gazpacho es otra cosa.
3.- Rechazo absoluto de recipientes y cubetas de plástico, y también de veloces aparatos eléctricos. En esta vida, la prisa es mala consejera.
4.- Requerimiento necesario del uso del mortero (utensilio de madera, piedra o metal, a manera de vaso, que sirve para machacar en él semillas, etc., etc.). Lo encontraremos fácilmente en el mercado y a precio más módico que una batidora eléctrica. Pero el goce supremo será si se dispone de un cuenco de madera, algo más difícil de encontrar en tiendas pero más factible en algún doblao. Se untarán antes las paredes del mortero o del cuenco con ajo, independientemente del que se adicione con posterioridad al conjunto de la mezcla.
5.- La maja o mazo utilizado se manejará con ritmo pero sin precipitación, con movimientos pausados, procurando trasmitir al trabajo y a su resultado, la felicidad que se está sintiendo al hacerlo. Esta acción se denomina majado.
6.- No caer en el sacrilegio de enfriarlo excesivamente, es decir, prohibidos los cubitos de hielo, con agua fresca será suficiente (los campesinos no disponían de aparatos frigoríficos, les bastaba, o se conformaban, con el frescor del agua de un cántaro de barro a la sombra, o de la recién extraída del pozo, para reconfortarlos del calor estival). El hielo aguará en exceso nuestra sopa, y ese exceso de frío amortiguará las cualidades del líquido.
7.- Se servirá en un lebrillo de uso común, de loza, o en el mismo cuenco donde se realizó el majado.
8.- Cucharada y paso atrás (introducción de cada una de las cucharas de los comensales en un único recipiente central) puede ser la norma idónea para su degustación; orden y costumbre ancestral muy arraigada en reuniones y banquetes informales donde, por ejemplo, migas y calderetas son reyes absolutos de nuestras mesas. Pero se admite la vasija individual, cuenco de pequeño tamaño de madera o loza, huyendo en lo posible del vidrio.
9.- Se admite el sorbeteo desde el pequeño cuenco (hacerlo desde el grande se interpretará como gula, a la vez que aportará mala imagen), aunque la cuchara nos ofrece proporciones más pequeñas y por tanto de mayor gusto. Son válidas las cucharas metálicas, pero las más indicadas, por supuesto, las de madera. Se despreciará siempre, con energía, cualquier utensilio de plástico.
10.- No hay obligación de “guarnicionearlo”, el gazpacho se basta por sí solo para gustar. Pero si se desea un acompañamiento, lo mejor es algo de fruta, al gusto del comensal; insistir en la incorporación de los mismos ingredientes que ya contiene me parece un esnobismo tan desdeñable como cualquier otro.

Los puntos de este decálogo, que bien podrían haber sido quince o veinte, se resumen acertadamente en lo que un tal José Briz dice en su “Breviario del gazpacho y de los gazpachos”:

“Ajo, aceite, pan, vinagre, sal y lo que se tercie y no lo tuerza, se unen y combinan en ese prodigio de armonía y equilibrio que conocemos como gazpacho. Sopa andaluza por excelencia, ni clara ni espesa, suave, y con la suficiente consistencia para ser tomada con cuchara. Condumio de sabor inigualable, donde ninguno de sus componentes se impone a los otros y todos juntos, a la vez y bien avenidos, no ofrece el milagroso sabor del gazpacho, en el que están presentes y reconocibles cada uno de ellos, pero con la discreción debida y la relevancia que le corresponde. Es el gazpacho un arte”

(Después de lo anterior me pregunto por qué continúo escribiendo sobre este tema)

Creo que ya, a estas alturas, podríamos decir cuál es nuestro gazpacho ideal, la receta tipo de la que es posible surjan otras muchas. Creo que casi todos son válidos siempre que no estén afectados de excesos de originalidad o de artificiales innovaciones de “cocineros estrellados”. Pero sea el que sea, no debe estar privado de mantener especial cuidado durante su elaboración, pues aunque en apariencia es sencillo, ya se sabe que no por simples las cosas son fáciles.
Doy un repaso al texto y observo que receta, lo que se dice receta, aún no he escrito. Y me parece que va a quedar para otra ocasión, porque aunque bastaría con dar una (por ejemplo, la que yo hago y que con tantísimo acierto y constancia ha mejorado mi hijo), mejor seguir el consejo de alguien que escribió:

“Pienso que un manjar sólo tiene una receta. Si usted encuentra cien recetas de un manjar, es que hay noventa y nueve personas que no saben hacerlo”

De todas formas, el mejor gazpacho será siempre el que a cada uno nos hacía nuestra madre.

domingo, 13 de julio de 2014

Arroz en Islantilla

Ayer, en Islantilla, entre mi cuñado José Luis y yo hicimos el que seguramente haya sido el mejor arroz de nuestras vidas. Y con poco más de diez ingredientes, a saber:

Aceite, cebolla, pimientos verdes y rojos, ajos, tomate maduro, chocos y gambas del lugar, sal, arroz y agua.

Bueno, y también sabiduría, paciencia y algunas cervezas muy frías para consumir durante el proceso de elaboración, que fue el siguiente:
Todo empezó en el puesto del Chano del mercado de Isla Cristina, que fue el único que estaba abierto siendo día festivo; medio kilo de gambas de las que por aquí llaman arroceras, las más baratillas pero no por ello poco costeadas; y para acompañarlas, tres chocos medianos, tirando a grandes –me los limpias ¿no?, claro hombre, claro-. Luego, comprar algo de verdura y las cervezas antes dichas en alguna de las emblemáticas tiendas de la comarca. Y a casa.
Allí continué con el picado de las verduras adquiridas: dos cebollas de buen tamaño; dos pimientos grandes, uno rojo y otro verde, de los de asar; y cuatro dientes de ajo cortados en láminas transversales;  todo ello se depositó para su pochado en una plancha eléctrica multifunción sobre un generoso chorro de aceite y algo de sal para que la cebolla llorase. Se inició así el período en el que la paciencia manda, suaves y continuos movimientos de cuchara de palo, volviendo y revolviendo el conjunto, hasta que se va convirtiendo en una masa uniforme en la que apenas se distinguen los componentes.  Ese es el momento en el que se agrega el tomate, muy picadito o rallado, que fue la manera por la que opté. Y se continuó con los movimientos de cuchara antes descritos.
Mientras tanto, se pelaron las gambas y mi cuñado hizo un fumé con las cabezas, las colitas, las patitas y demás, en su maravillosa máquina revolucionadora. Hecho este caldo, se reservó.
Y también mientras tanto, corté los chocos en tiras largas y de algo más de un centímetro de ancho; también los dejé a la espera.
Vuelta al sofrito, germen y fundamento del plato que tratamos: cuando el tomate estuvo casi fundido con las verduras, fue el momento de añadir el choco; seguimos insistiendo con la actividad de la cuchara de palo que ahora fue acompañada con el primer botellín, helado, magnífico.
Al cabo de un ratito, diez minutos, observamos que el choco disminuyó de volumen, como casi todo al cocinarse. Ese fue el instante en que añadimos aquel fumé y esperamos su primer hervor. Cuando llegó este, incorporamos el arroz, ayer tocó redondo, de una reconocida marca y de una variedad recién aparecida en el mercado. La cantidad a añadir, al gusto, un puñadito por comensal; pero claro, según capacidad del estómago de los comensales y también de la mano del cocinero. Otro movimiento de cuchara, meneos varios al recipiente y dejamos cocer. Entretanto otra cerveza.


El agua que el arroz absorbía era repuesta de inmediato, pero ligeramente caliente, nunca fría. De vez en cuando probar, rectificar de sal y más meneos. Como no se añadió demasiada agua, el arroz quedó suelto a la vez que meloso, sin caldo, que el poco que tenía cuando se apartó del fuego se evaporó mientras ellas ponían la mesa y nosotros atacábamos la tercera cerveza. El resultado, el de las fotos, sublime, para ponerle un piso. O de voltereta, que dice un buen amigo mío.


Mientras comíamos, alguien dijo algo así: “después de esto ¿para qué vamos a ir a la Punta del Moral a comer arroz?”.

domingo, 22 de junio de 2014

El día de las Juncias

Hace unos días, el pasado jueves 19, se celebró la festividad del Corpus Christi (Cuerpo de Cristo), antiguamente llamada Corpus Domini (Cuerpo del Señor), fiesta de la Iglesia católica en la que se ensalza la Eucaristía y por definición el cuerpo de Cristo; su principal finalidad es proclamar la fe de los católicos a través de la presencia real de Jesús en el Santísimo Sacramento, todo ello bajo la creencia de que el pan y el vino, al consagrarse, se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, a pesar de que el pan y el vino sigan siendo, materialmente, pan y vino. Esta conversión se denomina transubstantación. Hasta aquí mi primer gesto de pedantería. 
Para llegar al jueves de Corpus, jueves que cambia de ubicación en el calendario todos los años, es necesario retornemos unas semanas en el tiempo y situémonos en la primera luna llena posterior al equinoccio de marzo, o sea después del inicio de la primavera. El domingo posterior a esa luna llena es el Domingo de Resurrección, también llamada esa jornada Pascua de Resurrección, Pascua Florida, Domingo de Gloria y en mi pueblo Día de la Carrerita; esto último es otro objeto que hoy no toca. Curiosamente nunca será este día antes del 22 de marzo ni después del 25 de abril.
Pues a partir de ahí se pueden calcular algunas fechas clave en la Iglesia Católica, por ejemplo: el Domingo de Ramos, muy fácil, una semana antes del de Resurrección; o el Miércoles de Ceniza, cuarenta días antes del Domingo de Ramos; cincuenta días después del Domingo de Gloria, el de Pentecostés y el lunes posterior a este, el Rocío. Como vemos todo va quedando enlazado.
Pero hablábamos del Corpus, así que sigamos en ello. El domingo que sigue al de Pentecostés es la festividad de la Santísima Trinidad; pues bien, el jueves siguiente es el Corpus, o sea, sesenta días después del día de la Carrerita. Resumiendo, el Corpus Christi es el jueves que sigue al noveno domingo posterior a la primera luna llena primaveral; pero eso sí, en el hemisferio norte.
Queda claro por qué este jueves, que reluce más que el sol (hay dos jueves más que también brillan mucho, Jueves Santo y el día de la Ascensión), nunca coincide en el mismo día. Todo depende de aquella luna llena primaveral, y porque a antiguos cristianos, Concilio de Nicea (año 325), se les ocurrió implantar ciertas normas que les llevó a determinar lo de las fechas anteriores. Pero para quienes queráis afinar y profundizar aún más en estos cálculos, os recomiendo un artículo de Wikipedia titulado Computus, muy entretenido. Y hasta aquí mi segundo y último gesto de pedanterismo.
Esta fiesta, que es muy celebrada en todo el mundo católico, y por tanto también lo es en numerosísimos lugares de España, fue hace tiempo, allá por 1989, trasladada al domingo siguiente de ese jueves tan calculado, para así adaptarse a nuevos calendarios laborales que evitaran tantos descansos intersemanales. Pero en muchos lugares donde la fiesta tenía una fuerte raigambre, se mantuvo el jueves feriado y con él procesiones, liturgias y expresión de devociones. Pasó a ser una festividad local.
Así sucede en la ciudad donde resido, como contraste a la que procedo. En Sevilla se festeja con una procesión que parece no haber cambiado nada en trescientos años: Pasos de santos locales, San Fernando incluido; desfile de autoridades, civiles, militares, administrativas y sociales; hermandades de todo tipo y color, pasión y gloria; y representaciones de las más inimaginables asociaciones. Siguiendo el interminable cortejo miles de sevillanistas (*) que, desde primeras horas de la mañana, aguantan estóicamente las tres o cuatro horas de procesión.
En cambio, en  mi pueblo se trasladó la celebración al siguiente domingo, y no tengo muy claro cómo se desarrolla actualmente la procesión. Veo en la red fotos con altares en las calles muy distintos a los que yo conocí, más ostentosos y, quizás, más atractivos para sus más o menos devotos usuarios. En todas esas fotos me parece echar de menos, y así lo atestiguan algunos textos que leo, la alfombra de juncias que ocultaba la calzada y singularizaba las calles de Villanueva ese día. Deduzco por tanto que a esta jornada ya no se le llama de las Juncias y por consiguiente se ha perdido aquella expresión tan del lugar que decía, eres más grande que el día de las Juncias, cuando se pretendía ponderar al máximo los valores del alguna persona.

Supongo que debe ser por presiones de ciertos colectivos que consideran a la juncia real, cyperus rotundus (no me he podido resistir, pedante, que eres un pedante) objeto de alta protección. Lo siento por los que en este domingo participen del desfile, ya no podrán pisar las calles de Villanueva y disfrutar de aquel profundo aroma a río: húmedo y fresco Zújar en las calles de mi pueblo. Y lo que es peor, ya no debe haber niños enarbolando orgullosos el perigallo que su padre acaba de hacerles, o el primero que han hecho en su vida, que durará días y días en casa hasta que la ausencia de humedad lo mate.
Sin embargo, lo mejor de la procesión del Corpus no era caminar junto al Santísimo vestido de Primera Comunión (por razón que desconozco, yo participé dos años seguidos vestido de marinerito), harto del calor, del uniforme y del ramito de espigas doradas al sol. Lo mejor venía después, cuando un ejército de niños arrastrábamos montones de juncias por el recién estrenado pavimento de las calles, para formar, en lugares diversos del pueblo, enormes montones donde retozar y saltar desde las más altas rejas, sin preceptos en el juego ni mesura en la juncia apilada: el perfecto caos, la mejor de las confusiones. En mi barrio, ese lugar siempre fue la plazoleta del Colorao, y confieso que no hay una vez que pase por ella  y no me venga a los dedos el tacto de la fina juncia y la firmeza de un recio perigallo bien hecho, muy apretado. Tener uno en la mano era como tener una espada, o aún mejor un cetro, un bastón de mando, un poco de poder durante un día.
Había dos tipos de perigallos, un rígido y otro flexible, como un látigo. A mí siempre me gustaron los primeros y así me los hizo mi padre cuando más pequeño, y después yo cuando aprendí y tuve fuerza para apretujarlos bien. El otro era una larga trenza, a más longitud mejor, más elástico; a más cimbreo más presumía su propietario. Su ejecución, ya he dicho, una trenza, poco que explicar.
Sin embargo, el otro perigallo era más complejo, de ejecución más prolongada: buen manojo de juncia toda ella igualada en el lado del corte; ir doblando juncia a juncia, como de la longitud del puño o algo más, hacia el manojo, para formar la cabeza del perigallo; cuando están todas dobladas, con otra juncia se comienza a rodear y sujetar fuerte el manojo, de la cabeza hacia abajo, apretando, dando vueltas y vueltas; luego otra juncia más, y otra, y así hasta llegar a la punta que iba poco a poco reduciendo su sección; al final unos nudos que evitaran su deshilachado. También se remataba con una doble trencilla anudada en sus puntas por donde se introducía la mano para poder sujetarlo con fuerza y blandirlo con segura autoridad. Haber conseguido ese día un buen perigallo era la prueba evidente de haber vivido la mejor de las jornadas.
Y volvías sucio a casa, color verde y tierra en la ropa, y un olor a fiesta, a campo y a río en las narices, que casi te duraba hasta el día de Santiaguito. Bueno, creo que todavía me dura.

(*) Sevillanista es el sevillano que cree firmemente que más allá de Santiponce no hay Semana Santa, ni Corpus, ni Feria, ni campanas en las Iglesias, ni Cristo que lo fundó. Sí admiten, con patriótico agrado, la existencia del Rocío y la playa de Matalascañas.

Otra nota: ¿dónde habré puesto yo aquellas fotos de tan señalado dia vestido de primera comunión con mis primos, MªEugenia, Ino y Arturo (el Guingui, claro)?

Y otra nota más: olvidaba mencionarle, que mi recuerdo sería menos recuerdo si no evoco la figura de Don Juan, custodia en las manos y bajo palio, como mandaban los cánones.

                                                            
Sevilla, Junio 2014




domingo, 25 de mayo de 2014

Cincuenta aniversario

Esta es una historia que comenzó en una época en que las calles de mi pueblo aún se embarraban con las primeras lluvias de otoño. Por entonces, las bicicletas no eran juguetes y una tarde de baño en el Guadiana era un acontecimiento digno de ser retratado. De lejos llegaban todavía ecos de motores y bombas, negras noches bajo los olivos y el olor de una sangre que no terminaba de secar. Los muertos de cada uno se sentirían durante mucho tiempo como si hubieran muerto el día anterior. Heridas calientes que tardaban en sanar; cada hecho vivido, cada paso dado parecía estar llamado a no olvidarse nunca.
Perduraba el pellizco en la barriga por un hambre que no se saciaba; en los corazones, tal vez un hálito de odio que en breve quedaría enterrado. Y sin embargo en el aire se respiraban ilusiones, esperanza en tiempos mejores, eran momentos de esbozar proyectos, de comenzar a escribir los sueños.
Fue entonces, cuando el viento es frío y hiere en la piel mal abrigada, que las manos de ellos dos se enlazaron bajo los sonidos de una Navidad renacida. Fue entonces, en aquel helado invierno, cuando los dos decidieron comenzar a escribir su sueño.
Empezaron a llenar su tiempo de esperanzas, cimentando el proyecto durante interminables días de adobe pateado y bordados de blancas sábanas; recorrieron todos los campos en alegres giras de primavera y soñaron que podía llegar un día en que, al mirar atrás, la palabra satisfacción sería el compendio de sus vidas. Eran los albores de esta historia, que continuó cuando los ojos grandes de la mujer miraron los de aquel muchacho de rasgos que parecían ubicar su origen más allá de los mapas, y se dijeron que estaban dispuestos a continuar, a ser uno mismo, a luchar por un fin que fuera de los dos.

 
Así, que fue hace hoy cincuenta años y sobre calles ya empedradas, cuando él caminó por última vez para buscarla, y prometerse esa unión total y definitiva que aún perdura. Esa unión que hoy, tan feliz y sosegadamente celebramos.
Es a partir de aquí cuando me permito la licencia de continuar esta historia en primera persona. Porque a partir de aquí yo he sido testigo de sus vidas, que también han sido la mía. Es, por tanto, mi propia historia, y como tal me apetece relatarla desde mis recuerdos.
Hace poco, en un programa de televisión, escuché a alguien decir que nuestra vida es la infancia y la adolescencia; que son esos años los que, para siempre, nos marcarán; los que conformarán nuestro carácter, los que determinarán nuestro comportamiento futuro. Y si como dijo Borges, la infancia es la patria de uno, en mi caso estoy seguro que es verdad, porque siempre que mi cuerpo siente una emoción, corre paralela por mi mente una agradable melancolía y aparece el recuerdo de mi pueblo y de mis padres. Porque, ¿cómo iba a olvidarme de los primeros rostros que vieron mis ojos, de las primeras manos que me tocaron, de la primera voz oída?, ¿cómo olvidar que hace algo más de cuarenta años mi mundo tenía por cielo las bóvedas de mi casa y por horizonte tres castillos desde el puente de la vía?. No, no se olvidan; aquellos recuerdos están claros y cada día que pasa me vuelven más placenteros a la memoria. Que creo que es eso lo que nos hace un poco más lúcidos, más sabios: recordar más y más nítidamente, y añorarlo y derramar una lágrima por aquellos días en que, sin saberlo, éramos felices.
Sí es eso, recordar y recordar, el ejercicio que tan activamente han practicado ellos durante su vida, que me parece que hubo un momento en que decidieron grabar en sus mentes todos y cada uno de sus días, con la intención de  trasmitirnos cada hecho acontecido, cada gesto, cada acción, para a la menor oportunidad recordarnos sus vidas, sus sacrificios, el dolor del pasado, el valor de lo conseguido y el olvido de todo lo perdido. Y todo ello siempre contado con un halo de optimismo, sin resentimientos, simplemente la historia vivida para que cada uno haga su propio análisis y extraiga su enseñanza. Claro que, algunas veces, cosas de la edad, estos cronistas parecen repetir sus cuentos; pero no lo hacen sólo porque las cabezas le jueguen una trastada, que seguramente también, lo hacen porque están empeñados en el esfuerzo de que la vida y sus recuerdos no se conviertan en caminos borrados.
Pero volvamos a la historia que contábamos. Iba por mi infancia, cuando el tiempo se conjugaba en presente, cuando ni siquiera se tenían sueños, o al menos no recuerdo que se tuvieran; nuestros deseos, no creo que fueran más de tres, y la vida era una rutina plácida que se dejaba llevar. Las tardes, juegos en el almacén sobre montones de arena; luego, todos apiñados alrededor de la mesa camilla ante el único televisor de nuestros ojos, blanco y negro, ñoños anuncios que aprendíamos para después recitarlos de carrerilla; carrerillas escalera abajo, escaleras arriba, y mi padre que ya se queda dormido, ángulo recto sobre la anea del viejo sofá de madera. Y luego, ya tarde, la vuelta a casa, que en el recuerdo se me antoja de invierno, por lo tanto abrigo y bufanda blanca hasta los ojos; haz el favor de no abrir la boca”, decía mi madre, pero no era censura sino prevención contra el frío; unas ganas de dormir que te recorren todo el cuerpo y cuánto cuesta subir la cuesta de la calle Judería. A la mañana siguiente, otra vez al Colegio de la calle La Palma o a la escuela El Cristo. No me acuerdo bien que noche era aquella.
Y si para Jorge Manrique las vidas son los ríos que van a la mar, nuestras vidas tienen que ser por fuerza el río Zújar; que hasta allí llegamos un día para vivir domingos que rayaron la felicidad. Fue el lugar donde nos sentimos dueños del mundo; de un mundo que, aunque no pasaba del cerro de Tamborríos, era suficiente para hacernos creer que nuestra existencia estaba llena de venturas. Porque entonces, como casi siempre, ellos dos fueron dichosos con cuestiones simples y naturales: encender el fuego en la chimenea, pasear por el puente, cortar las enormes rosas, charlar descansadamente en los tranquilos atardeceres del Badén.
Luego, el tiempo les transcurrió en una soledad no deseada pero les reportó esa satisfacción que al principio de sus vidas soñaron, esa satisfacción que ahora, lo sé, sienten más que nunca. Y fue su soledad y la mía, y la distancia entre las dos, la que a lo largo de los años me han enseñado todo lo que de verdad hoy estimo, todo lo que en este momento sé, todo lo que tengo.
Hace muchos años, era verano y mediodía, estaba yo en la puerta de mi casa junto a mi tío Luís, cuando vimos que venía calle arriba, mi padre. Mi tío me preguntó, así de golpe, que si yo quería a mi padre; sin dudarlo contesté que sí. A continuación me hizo la misma pregunta pero refiriéndose a mi madre; nuevamente le dije que sí. Pero la siguiente pregunta me desarmó, me dijo que por qué, y mi mente de apenas diez años no supo darme ni darle una respuesta ordenada.
He necesitado bastante tiempo para clasificar coherentemente esos sentimientos y poder contestar hoy a aquel por qué de mi tío Luis. Si pudiera le diría que los quiero, no porque me dieran la vida y cuidaran de mi cuando por la edad yo era incapaz, que eso lo diría cualquiera, sino porque en ellos sólo he visto integridad sin límite en cuestiones cotidianas, en el trabajo; lealtad a los suyos, que son los míos, tan ciega, que les llevó durante años por una interminable cuesta abajo y que, aún ahora pasado tanto tiempo, me cuesta asimilar; capacidad de sacrificio que no conoce el fin; valoración de lo poco y de la nada; y respeto, a todos y a todo, que también he visto la misma consideración de los demás hacia ellos, y eso me emociona y me enorgullece.
Los quiero porque de ellos aprendí que la necesidad me la he de marcar yo mismo; que el presente es ahora y si algo va mal, en el futuro el sol volverá a salir igual que lo ha hecho hoy, y puede que entonces todo vaya mejor; que si hay que mirar a algún lado es al pasado, que ahí están casi todas las respuestas, casi toda la verdad. Ahí está la Palmira de nuestras vidas.
Y me extiendo y digo que los quiero porque no han usado estas virtudes como banderas que enarbolar ante enemigos que nunca ellos se han creado, sino que han sido empleadas como llanas actitudes de vida, humildes gestos diarios que han caracterizado su existir; los quiero porque nunca he visto odios ni rencores en sus miradas; porque nunca les han molestado muchas de mis acciones, y si por el contrario algo de mí les ha enojado, pido ahora perdón, que si lo hice fue porque mi carácter, impulsivo y vehemente, a veces, muchas más de las que deseo, me traiciona con excesiva frecuencia. Siento no haber estado a la altura que debí en algunas ocasiones, siento haberlos defraudado en momentos en los que esperaban de mí cotas más altas, y aunque a pesar de ello me otorguen su favor, yo no me lo perdonaré nunca y viviré reconociendo mi error.




























Termino con el sentimiento de no haber sabido responder en aquel momento, ni haber llegado luego a tiempo para contestar a mi tío Luís, la pregunta que me hizo cuando yo apenas tenía diez años. A pesar de ello me quedo con el contento de lo vivido y, como decía Moustaki, con el deseo de llegar –al igual que ellos- a viejo para así tener historias que contar.

  
                                                       Sevilla, mayo de 2004
                                                                              reeditado-mayo de 2014