Hay que ver lo que es la vida, a mi edad y sigo yendo a comprar los churros para mi familia.
Recuerdo perfectamente cómo durante numerosas mañanas de mi infancia acudía a la churrería de la calle Alfareros a comprar los churros del desayuno de mi madre, de mi hermano y mío. Mi padre ya había marchado al trabajo y había desayunado por su cuenta.
Estaba aquella churrería a cuatro pasos de mi casa, a la vuelta de la esquina que se decía, en un pequeño local anexo a la vivienda de sus propietarios que, una vez jubilados, incorporaron a la casa como otra dependencia más. Era un establecimiento pequeño, con un umbral demasiado alto para mi edad, y dividido en dos su interior por un mostrador tras el que se ubicaba la zona de trabajo: una enorme sartén sobre un hogar de fábrica alimentado de leña, y una mesa de trabajo con dos barreños de cinc, uno grande para la masa y otro más pequeño con agua; en una esquina de esa mesa, un eterno cigarro que el churrero fumaba entre una y otra sartenada. Junto a la sartén, una olla llena de agua permanecía constantemente al calor, a fin de disponer de ella cuando se terminara la masa del barreño grande, y hubiera que preparar rápidamente más y así no hacer esperar a la clientela. Repartidos bajo la mesa y el mostrador, unos sacos de harina que aguardaban esa nueva masa y un par de cántaros metálicos con aceite nuevo; también, una cajita con el dinero que se iba recaudando, y otras cosas que se me han ido de la memoria. En una pared siempre colgaba un calendario con el tiempo en curso. Frente al mostrador la zona de espera, donde en invierno se apiñaba el público en busca de calor, mientras que en otras épocas permanecía algo más vacía porque la espera se hacía en la calle, huyendo de ese calor y del humo interior.
Regentaba la churrería el Sr. Juan Antonio, hombre de corta estatura, formas ligeramente redondeadas y maneras que a mí me parecían seguras y acertadas. Era correcto en el trato con sus clientes y conmigo siempre fue muy amable, hasta el punto de que siempre me despachó mis churros sin haber pedido nunca la vez a los presentes. Y eso debe decir algo sobre la estima en que me tendría, que incluso me permitía permanecer próximo a su zona de trabajo, eso sí, muy quieto y pegado a la pared, para no molestar. Desde ahí observaba siempre con delectación y detalle la labor del churrero, aunque no por ello, paradójicamente, jamás se me haya ocurrido hacer churros. Bueno, aún estoy a tiempo.
Oficiaba pulcramente uniformado, con un mandil bien apretado a su cintura en el que destacaba una mancha perfectamente localizada, fruto del pellizco que ahí daba para limpiarse los dedos, una vez había llenado la sartén de churros. El ritual era siempre fijo y exacto: llenar la jeringa de masa, enjuagarse la mano manchada, el émbolo bajo la axila izquierda, apretar y dejar en la sartén porciones iguales; sacar el émbolo de la jeringa, escurrir los restos de la masa dentro de ella y vuelta a empezar. De vez en cuando avivaba el fuego o hacía un alto para esperar a que cogiera temperatura el aceite recién incorporado. Entre gesto y gesto, lacónicos diálogos con la parroquia y poco más.
Y mientras los churros se iban friendo, “…el siguiente…, ¿cuántos quieres?…, te voy cobrando…”
La sartén era atendida por uno de sus dos hijos, Joaquín, que además de encargarse de dar el toque justo a la fritura, tocaba la flauta en la banda municipal. Ataviado con bata blanca obedecía en silencio las órdenes que el padre le iba dando: “dos algo más fritos, ése le dejas blando y a esos tres les abres la cabeza”. Siempre me llamó la atención, y admiré, que aquel muchacho estuviera allí todos los días, desde muy temprano, asistiendo a su padre en el negocio familiar. Los domingos solía ayudarle su hija, pero de ella recuerdo poco, sólo que tenía el pelo muy largo.
Los churros se dispensaban en dos o tres tamaños, no más: de una, dos y cinco pesetas. Yo siempre los compraba de a una peseta y dos por persona, y he de reconocer que era ración suficiente. Ese era el tamaño y precio que más se despachaba por lo que no era necesario indicarlo, bastaba con pedir la cantidad. Los tamaños superiores sí se advertían y ¡cómo se te abrían los ojos cuando echaba en la sartén un churro de a duro!, parecía interminable; y más aún cuando lo veías, grande y redondo, entregándoselo al comprador, generalmente colgado de una juncia, aunque el Sr. Juan Antonio utilizaba con más frecuencia trozos de valluncos, o de enea, que es como se conoce a esa planta que se usa para hacer los asientos de las sillas, que era la otra profesión de este artesano: arreglar las sillas desfondadas. Y me consta que lo hacía bien, que aún hay en mi casa sillas a las que, con toda seguridad, él puso sus asientos.
Indistintamente del tamaño, aquellos churros se dividían en dos: con la cabeza abierta o con la cabeza cerrada. La cabeza correspondía a la parte de la masa que primero salía de la jeringa y, que por efecto de la gravedad, su volumen resultaba mayor que el resto del churro. Podías optar por solicitarlo con la cabeza cerrada y entonces lo freían tal como salía, natural, casi esférico. A la hora de comerlo eran tres o cuatro bocados de una pasta carnosa, espesa y sumamente exquisita, mucho más que el resto del churro. Pero si tu elección era con la cabeza abierta, Joaquín tendría que hundir sus palos en ella para casi desmenuzarla y así convertirla en una confusión crujiente de sabor único e inolvidable. Eterno dilema que quedó resuelto el día que decidí pedir, y para siempre, uno con la cabeza abierta y otro con la cabeza cerrada.
El círculo familiar se cerraba con la mujer del Sr. Juan Antonio, la Sra. María, que también cooperaba en la marcha del negocio. Ella era la encargada de servir churros a domicilio, en una época en la que aún no se había inventado lo de que te lleven la comida a casa. Disponía de una clientela fija, algo alejada de nuestra calle y que, evidentemente, estaba dispuesta a pagar algo más por ese servicio. Para ello, la Sra. María tenía una cesta grande de mimbre, forrada en su interior con papel para que absorbiera el aceite de los churros. Con dos o tres sartenadas la llenaba, cubría el producto con más papel y todo el conjunto lo tapaba con limpios paños para que no se enfriara el manjar durante el transporte. Colgada la cesta de su brazo y apoyada al cuadril, la veías salir veloz calle Alfareros abajo; y veloz la volvías a ver llegar dispuesta a llenar nuevamente la cesta.
Pero los churros no se limitaron en mi infancia a ser la base de mis desayunos, que en numerosas ocasiones también lo fueron de mis cenas. Regresar del Badén a casa, bien entrada la anochecida del domingo, y parar en la churrería de la calle Hernán Cortés, se convirtió para mi familia, durante años, en un rito obligado.
Releo lo escrito hasta ahora y concluyo que de aquellos desayunos, de aquel sencillo pero excelso producto de mi infancia, me debe quedar el gusto por los fritos, a los que sitúo entre mis manjares preferentes: churros que no dudo en comer en cualquier lugar que visito, aunque no siempre con deleite (¿hay algo peor que comer churros fríos en los bares de Madrid?); chocos en cualquier lugar de la costa de Huelva, cuya ingestión pongo antes que otros placeres terrenales; y filetes de pollo empanados de mi suegra, que eran lo mismo que tocar el cielo con la lengua.
Pero de estos últimos, abriremos algún día capítulo aparte.
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