Entre mis más firmes certidumbres tengo muy a gala destacar la de que yo tuve una infancia aceptablemente feliz. Aunque también hubo momentos y circunstancias que si pudiera les aplicaría goma Milán del tamaño de una pastilla de jabón. Pero no es ahora la ocasión de hacerlo, ni tampoco existe la posibilidad, así que me quedo con los ratos de felicidad que creo fueron suficientes, y con la evocación de quienes a mi alrededor me ayudaron para que así fuera.
Porque si hubo algo de dicha en mi infancia fue, entre otras razones, porque tuve pocos momentos para aburrirme: emplear el tiempo y emplearlo bien, de manera distraída y con buena compañía, ese es el mejor medio de enfrentarse al tedio. Así que, en aquella época, a mis ocho o diez años, o vaya usted a saber cuántos y durante cuánto tiempo, nunca encontré espacio para el aburrimiento, porque en cuanto éste aparecía por el horizonte, yo oponía numerosos recursos para neutralizarle, y uno de ellos era, y de los mejores, pasar el rato en alguna de las obras de mi familia.
Sabía dónde estaban todas ellas, conocía a todos los obreros, y todos me conocían; a todos saludaba, a muchos por sus nombres, lástima que hoy los tenga ya casi olvidados; dominaba el laberinto de tabiques y espacios embrutecidos, pateaba montones de arena, apilaba y esparcía ladrillos, y todo ello sin supervisión ni casco. Buscaba a mi padre para darle la novedad de mi presencia en la obra, y si esta era compartida con mi tío Vito, iba y le buscaba también. Y los encontraba, manos encallecidas sucias de mezcla, paleta y ladrillo, y otro ladrillo más, y otro, ¿cuántos van hoy?; perennes pantalones de pana de una generación que se fue para desventura de las siguientes. Mi padre y mi tío Vito, mi tío Vito y mi padre: collera de alarifes viva en mi memoria.
Por entonces, para mi edad y mi estatura, mi tío Vito era alto y grande, tamaño que le fue necesario para albergar tantas y tan buenas condiciones; esa altura le ayudaba bastante a la hora de echar su brazo por mi hombro, en un gesto puramente paternal, alejado de posturas altivas que nunca cultivó. Su cara también era grande, que así la necesitaba para poder enmarcar su enorme sonrisa, ¿a que nadie tiene una foto en la que él no esté sonriendo? Sonreía por pura expresión de su carácter, porque era afable hasta la saciedad, y comprensivo, pero eso sí, dentro de unos límites que siempre tuvo perfectamente definidos; porque si había posturas encontradas, uno y otro sabíamos cuando había que callar.
Pero seguramente, el mejor de los recuerdos que de él tengo, sea el de la visita que le hice en Cádiz a raíz de aquel accidente que quiso llevárselo por delante y no pudo ni supo hacerlo, menos mal. Lo veo aún, inmóvil por la tenaza de la escayola, contándome los pormenores de la situación, y entre frase y frase el esbozo de la sonrisa nunca perdida. Casi al final de la visita, una confesión: contento y agradecido por mi deferencia me transmitió por enésima vez en su vida el afecto que me tenía, pero ahora corregido y muy aumentado. Era un algo así como un como tú, ninguno, muchacho que me pellizcó entonces el corazón y ahora me enturbia los ojos.
Más tarde, de camino a casa, autopista del Sur y a ciento y mucho por hora, venga a darle vueltas a mi tío y sus palabras. Apenas podía salir de la inquietud que su confidencia me produjo, cuando concluí que oye tito, eso se le debes decir a todos, ¿verdad?. De fondo sonaba una de Leonard Cohen (por entonces, cuando viajaba, yo era mucho de Leonard Cohen), que me pareció como un guiño cómplice que me daba la razón y me devolvía el sosiego perdido. A la vez, a mi modo, yo le devolvía sus palabras: como tú, ninguno, tito.
Lo dicho, ahí van a estar siempre.
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