Ayer, en Islantilla, entre mi cuñado José Luis y yo hicimos el que seguramente haya sido el mejor arroz de nuestras vidas. Y con poco más de diez ingredientes, a saber:
Aceite, cebolla, pimientos verdes y rojos, ajos, tomate maduro, chocos y gambas del lugar, sal, arroz y agua.
Bueno, y también sabiduría, paciencia y algunas cervezas muy frías para consumir durante el proceso de elaboración, que fue el siguiente:
Todo empezó en el puesto del Chano del mercado de Isla Cristina, que fue el único que estaba abierto siendo día festivo; medio kilo de gambas de las que por aquí llaman arroceras, las más baratillas pero no por ello poco costeadas; y para acompañarlas, tres chocos medianos, tirando a grandes –me los limpias ¿no?, claro hombre, claro-. Luego, comprar algo de verdura y las cervezas antes dichas en alguna de las emblemáticas tiendas de la comarca. Y a casa.
Allí continué con el picado de las verduras adquiridas: dos cebollas de buen tamaño; dos pimientos grandes, uno rojo y otro verde, de los de asar; y cuatro dientes de ajo cortados en láminas transversales; todo ello se depositó para su pochado en una plancha eléctrica multifunción sobre un generoso chorro de aceite y algo de sal para que la cebolla llorase. Se inició así el período en el que la paciencia manda, suaves y continuos movimientos de cuchara de palo, volviendo y revolviendo el conjunto, hasta que se va convirtiendo en una masa uniforme en la que apenas se distinguen los componentes. Ese es el momento en el que se agrega el tomate, muy picadito o rallado, que fue la manera por la que opté. Y se continuó con los movimientos de cuchara antes descritos.
Mientras tanto, se pelaron las gambas y mi cuñado hizo un fumé con las cabezas, las colitas, las patitas y demás, en su maravillosa máquina revolucionadora. Hecho este caldo, se reservó.
Y también mientras tanto, corté los chocos en tiras largas y de algo más de un centímetro de ancho; también los dejé a la espera.
Vuelta al sofrito, germen y fundamento del plato que tratamos: cuando el tomate estuvo casi fundido con las verduras, fue el momento de añadir el choco; seguimos insistiendo con la actividad de la cuchara de palo que ahora fue acompañada con el primer botellín, helado, magnífico.
Al cabo de un ratito, diez minutos, observamos que el choco disminuyó de volumen, como casi todo al cocinarse. Ese fue el instante en que añadimos aquel fumé y esperamos su primer hervor. Cuando llegó este, incorporamos el arroz, ayer tocó redondo, de una reconocida marca y de una variedad recién aparecida en el mercado. La cantidad a añadir, al gusto, un puñadito por comensal; pero claro, según capacidad del estómago de los comensales y también de la mano del cocinero. Otro movimiento de cuchara, meneos varios al recipiente y dejamos cocer. Entretanto otra cerveza.
El agua que el arroz absorbía era repuesta de inmediato, pero ligeramente caliente, nunca fría. De vez en cuando probar, rectificar de sal y más meneos. Como no se añadió demasiada agua, el arroz quedó suelto a la vez que meloso, sin caldo, que el poco que tenía cuando se apartó del fuego se evaporó mientras ellas ponían la mesa y nosotros atacábamos la tercera cerveza. El resultado, el de las fotos, sublime, para ponerle un piso. O de voltereta, que dice un buen amigo mío.
Mientras comíamos, alguien dijo algo así: “después de esto ¿para qué vamos a ir a la Punta del Moral a comer arroz?”.
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