Esta es una historia que comenzó en una época en que las calles de mi pueblo aún se embarraban con las primeras lluvias de otoño. Por entonces, las bicicletas no eran juguetes y una tarde de baño en el Guadiana era un acontecimiento digno de ser retratado. De lejos llegaban todavía ecos de motores y bombas, negras noches bajo los olivos y el olor de una sangre que no terminaba de secar. Los muertos de cada uno se sentirían durante mucho tiempo como si hubieran muerto el día anterior. Heridas calientes que tardaban en sanar; cada hecho vivido, cada paso dado parecía estar llamado a no olvidarse nunca.
Perduraba el pellizco en la barriga por un hambre que no se saciaba; en los corazones, tal vez un hálito de odio que en breve quedaría enterrado. Y sin embargo en el aire se respiraban ilusiones, esperanza en tiempos mejores, eran momentos de esbozar proyectos, de comenzar a escribir los sueños.
Fue entonces, cuando el viento es frío y hiere en la piel mal abrigada, que las manos de ellos dos se enlazaron bajo los sonidos de una Navidad renacida. Fue entonces, en aquel helado invierno, cuando los dos decidieron comenzar a escribir su sueño.
Empezaron a llenar su tiempo de esperanzas, cimentando el proyecto durante interminables días de adobe pateado y bordados de blancas sábanas; recorrieron todos los campos en alegres giras de primavera y soñaron que podía llegar un día en que, al mirar atrás, la palabra satisfacción sería el compendio de sus vidas. Eran los albores de esta historia, que continuó cuando los ojos grandes de la mujer miraron los de aquel muchacho de rasgos que parecían ubicar su origen más allá de los mapas, y se dijeron que estaban dispuestos a continuar, a ser uno mismo, a luchar por un fin que fuera de los dos.
Así, que fue hace hoy cincuenta años y sobre calles ya empedradas, cuando él caminó por última vez para buscarla, y prometerse esa unión total y definitiva que aún perdura. Esa unión que hoy, tan feliz y sosegadamente celebramos.
Es a partir de aquí cuando me permito la licencia de continuar esta historia en primera persona. Porque a partir de aquí yo he sido testigo de sus vidas, que también han sido la mía. Es, por tanto, mi propia historia, y como tal me apetece relatarla desde mis recuerdos.
Hace poco, en un programa de televisión, escuché a alguien decir que nuestra vida es la infancia y la adolescencia; que son esos años los que, para siempre, nos marcarán; los que conformarán nuestro carácter, los que determinarán nuestro comportamiento futuro. Y si como dijo Borges, la infancia es la patria de uno, en mi caso estoy seguro que es verdad, porque siempre que mi cuerpo siente una emoción, corre paralela por mi mente una agradable melancolía y aparece el recuerdo de mi pueblo y de mis padres. Porque, ¿cómo iba a olvidarme de los primeros rostros que vieron mis ojos, de las primeras manos que me tocaron, de la primera voz oída?, ¿cómo olvidar que hace algo más de cuarenta años mi mundo tenía por cielo las bóvedas de mi casa y por horizonte tres castillos desde el puente de la vía?. No, no se olvidan; aquellos recuerdos están claros y cada día que pasa me vuelven más placenteros a la memoria. Que creo que es eso lo que nos hace un poco más lúcidos, más sabios: recordar más y más nítidamente, y añorarlo y derramar una lágrima por aquellos días en que, sin saberlo, éramos felices.
Sí es eso, recordar y recordar, el ejercicio que tan activamente han practicado ellos durante su vida, que me parece que hubo un momento en que decidieron grabar en sus mentes todos y cada uno de sus días, con la intención de trasmitirnos cada hecho acontecido, cada gesto, cada acción, para a la menor oportunidad recordarnos sus vidas, sus sacrificios, el dolor del pasado, el valor de lo conseguido y el olvido de todo lo perdido. Y todo ello siempre contado con un halo de optimismo, sin resentimientos, simplemente la historia vivida para que cada uno haga su propio análisis y extraiga su enseñanza. Claro que, algunas veces, cosas de la edad, estos cronistas parecen repetir sus cuentos; pero no lo hacen sólo porque las cabezas le jueguen una trastada, que seguramente también, lo hacen porque están empeñados en el esfuerzo de que la vida y sus recuerdos no se conviertan en caminos borrados.
Pero volvamos a la historia que contábamos. Iba por mi infancia, cuando el tiempo se conjugaba en presente, cuando ni siquiera se tenían sueños, o al menos no recuerdo que se tuvieran; nuestros deseos, no creo que fueran más de tres, y la vida era una rutina plácida que se dejaba llevar. Las tardes, juegos en el almacén sobre montones de arena; luego, todos apiñados alrededor de la mesa camilla ante el único televisor de nuestros ojos, blanco y negro, ñoños anuncios que aprendíamos para después recitarlos de carrerilla; carrerillas escalera abajo, escaleras arriba, y mi padre que ya se queda dormido, ángulo recto sobre la anea del viejo sofá de madera. Y luego, ya tarde, la vuelta a casa, que en el recuerdo se me antoja de invierno, por lo tanto abrigo y bufanda blanca hasta los ojos; “haz el favor de no abrir la boca”, decía mi madre, pero no era censura sino prevención contra el frío; unas ganas de dormir que te recorren todo el cuerpo y cuánto cuesta subir la cuesta de la calle Judería. A la mañana siguiente, otra vez al Colegio de la calle La Palma o a la escuela El Cristo. No me acuerdo bien que noche era aquella.
Y si para Jorge Manrique las vidas son los ríos que van a la mar, nuestras vidas tienen que ser por fuerza el río Zújar; que hasta allí llegamos un día para vivir domingos que rayaron la felicidad. Fue el lugar donde nos sentimos dueños del mundo; de un mundo que, aunque no pasaba del cerro de Tamborríos, era suficiente para hacernos creer que nuestra existencia estaba llena de venturas. Porque entonces, como casi siempre, ellos dos fueron dichosos con cuestiones simples y naturales: encender el fuego en la chimenea, pasear por el puente, cortar las enormes rosas, charlar descansadamente en los tranquilos atardeceres del Badén.
Luego, el tiempo les transcurrió en una soledad no deseada pero les reportó esa satisfacción que al principio de sus vidas soñaron, esa satisfacción que ahora, lo sé, sienten más que nunca. Y fue su soledad y la mía, y la distancia entre las dos, la que a lo largo de los años me han enseñado todo lo que de verdad hoy estimo, todo lo que en este momento sé, todo lo que tengo.
Hace muchos años, era verano y mediodía, estaba yo en la puerta de mi casa junto a mi tío Luís, cuando vimos que venía calle arriba, mi padre. Mi tío me preguntó, así de golpe, que si yo quería a mi padre; sin dudarlo contesté que sí. A continuación me hizo la misma pregunta pero refiriéndose a mi madre; nuevamente le dije que sí. Pero la siguiente pregunta me desarmó, me dijo que por qué, y mi mente de apenas diez años no supo darme ni darle una respuesta ordenada.
He necesitado bastante tiempo para clasificar coherentemente esos sentimientos y poder contestar hoy a aquel por qué de mi tío Luis. Si pudiera le diría que los quiero, no porque me dieran la vida y cuidaran de mi cuando por la edad yo era incapaz, que eso lo diría cualquiera, sino porque en ellos sólo he visto integridad sin límite en cuestiones cotidianas, en el trabajo; lealtad a los suyos, que son los míos, tan ciega, que les llevó durante años por una interminable cuesta abajo y que, aún ahora pasado tanto tiempo, me cuesta asimilar; capacidad de sacrificio que no conoce el fin; valoración de lo poco y de la nada; y respeto, a todos y a todo, que también he visto la misma consideración de los demás hacia ellos, y eso me emociona y me enorgullece.
Los quiero porque de ellos aprendí que la necesidad me la he de marcar yo mismo; que el presente es ahora y si algo va mal, en el futuro el sol volverá a salir igual que lo ha hecho hoy, y puede que entonces todo vaya mejor; que si hay que mirar a algún lado es al pasado, que ahí están casi todas las respuestas, casi toda la verdad. Ahí está la Palmira de nuestras vidas.
Y me extiendo y digo que los quiero porque no han usado estas virtudes como banderas que enarbolar ante enemigos que nunca ellos se han creado, sino que han sido empleadas como llanas actitudes de vida, humildes gestos diarios que han caracterizado su existir; los quiero porque nunca he visto odios ni rencores en sus miradas; porque nunca les han molestado muchas de mis acciones, y si por el contrario algo de mí les ha enojado, pido ahora perdón, que si lo hice fue porque mi carácter, impulsivo y vehemente, a veces, muchas más de las que deseo, me traiciona con excesiva frecuencia. Siento no haber estado a la altura que debí en algunas ocasiones, siento haberlos defraudado en momentos en los que esperaban de mí cotas más altas, y aunque a pesar de ello me otorguen su favor, yo no me lo perdonaré nunca y viviré reconociendo mi error.
Termino con el sentimiento de no haber sabido responder en aquel momento, ni haber llegado luego a tiempo para contestar a mi tío Luís, la pregunta que me hizo cuando yo apenas tenía diez años. A pesar de ello me quedo con el contento de lo vivido y, como decía Moustaki, con el deseo de llegar –al igual que ellos- a viejo para así tener historias que contar.
Sevilla, mayo de 2004
reeditado-mayo de 2014
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