domingo, 22 de diciembre de 2024

Benito y la purga

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.


Benito y la purga
En el Manual de atosigamiento al que manda, se indica que hay siete maneras de hacerlo:

1. Decir que, dadas las circunstancias, no podemos darle ni los 100 días de cortesía.
2. Decir que a ver cuándo hace eso.
3. Cuando lo haya hecho, decir que lo tenía que haber hecho antes.
4. Cuando lo haya hecho, decir al día siguiente que no se ven lo resultados.
5. De ahí, deducir que no sabe por dónde anda.
6. Hacer una encuesta en la que se pregunte a quién elegiríamos ahora, porque el que elegimos hace 6 meses ya no nos gusta.
7. Y, por tanto, que mejor sería que se fuera y dejase paso a otro, que ese otro sí que sabe lo que hay que hacer, sí que lo hará a tiempo y sí que los resultados se verán al día siguiente. (No se sabe muy bien quién es el otro, pero es lo mismo. No se trata de arreglar nada. Se trata de atosigar.)

Todo esto está basado en un principio científico que en Aragón se llama “la purga de Benito”. Mi padre le quitaba el “de” y le llamaba simplemente “la purga Benito”. Consiste en que todo lo que se ha estropeado a conciencia durante unos cuantos años, se arregla en el acto poniendo a otro. Si el que lo estropeó tiene la cara suficientemente dura, dice que se arregla poniéndole a él.

Una de las características del gobernante es marcar los tiempos. O sea, que hoy hago esto y hablo de esto y dentro de quince días, hago lo otro y hablo de lo otro. Y aunque todo sea urgente, como hay que hacerlo todo, hay que poner orden. Y lo tengo que poner yo, que para algo soy el que manda, y no me lo tienen que poner esos entes que se llaman a sí mismos “agentes sociales” como se podían haber llamado “gente que habla”. Porque si pierdo el tiempo metiéndome en todos los huertos en los que esos señores me quieren meter, ellos me acusan de “estar siempre a la defensiva” y yo pierdo el oremus, frase que también se dice en mi tierra cuando, a fuerza de distracciones, no sabes dónde estás.

https://blogs.elconfidencial.com/espana/desde-san-quirico/2012-06-29/benito-y-la-purga_405300/

domingo, 15 de diciembre de 2024

Hijo, ni la purga Benito

Pues iba mi señora madre en cualquier momento y me encargaba un quehacer, tipo recado en la calle, acércate a casa de…, o trabajillo fácil a lo échame una mano con esto o aquello, sube al doblao y mira a ver si lo encuentras, debe estar en…, me lo bajas, ordena la salita chica ya de una vez, o yo qué sé.
Y resulta que, en ocasiones, por ser fácil la encomienda o porque un servidor tenía prisa en hacerla para continuar con mis cosas, las que fueran, la orden era ejecutada rápidamente, en un visto y no visto, y por lo general de manera acertada. Ni que decir tiene que la expresión de sorpresa y admiración en la cara de mi madre, por la rapidez y eficacia con que se cumplió la tarea, era más que evidente. Venía precedida con un gesto de incredulidad, apertura significativa de los ojos, y seguida de la frase que hoy traigo:

«Hijo, ni la purga Benito»

Que como tantas y tantas expresiones que le oí, ni me paraba a analizar y, ni mucho menos, a cuestionar que el origen y la autoría no estuvieran en ella. Actitud que he mantenido a lo largo de mi vida y que, desde hace poco, para bien o para mal, he comenzado a reconocer que toda esa culturilla refranera venía de más allá de la propia de mi progenitora. Bueno, seguramente yo lo sabía, pero no quería privarme de concederle un honor que, con todo honor, se merecía.
Retomemos el camino, estábamos con Benito y la purga, «ni la purga de Benito», que dicen fue un tipo que, aquejado de un mal de vientre, acudió a la botica a adquirir el purgante que le había prescrito el médico. Y sigue el cuento contándonos que, cuando apenas si el boticario le había entregado la pócima, y sin ni siquiera haber rozado con sus dedos el botecito, el tal Benito sintió tales retortijones que, ante la visión inmediata de una evacuación en público, corrió como antílope perseguido hacia su casa, dejando el específico recetado sobre el mostrador de la botica. La historia no dice si el fármaco fue pagado o no, pero a tenor por la prisa, hemos de pensar que no.
Poco comentario tiene, tras lo dicho, el decía mi madre de hoy, pero si a alguien no le ha quedado claro, resumo:
— La frase queda referida a algo que produce efectos inmediatos. Si los efectos son previos, ya ni os cuento.
— Sirve también como expresión de admiración por el remedio utilizado.
— Y cómo no, como reproche a quienes les mata su impaciencia porque esperan una solución rápida, demandando efectos inmediatos.

Dejo enlace a otra entrada de este blog —Benito y la purga— en la que trascribo un artículo de Leopoldo Abadía en el que encuentra relación entre el aforismo de hoy y la política, también de hoy.

domingo, 4 de agosto de 2024

La convivencia sobre una vieja pista deportiva.

Estaba un servidor en una reunión de amigos, tertuliando tras una agradable comida cuando, no sé a cuento de qué, la conversación abandonó los elogios dirigidos a los anfitriones y su buen hacer en la cocina, y caminó hacia términos como convivencia, tolerancia y sus sinónimos, todos de muy actualidad, aunque no se puede negar que desde hace algún tiempo lo están, a pesar del mal uso que se les da. Y más concretamente se hablaba de esas acciones en el mundo escolar, pues de llegar hasta ese punto se encargaron un par de personas que habían desarrollado su vida profesional entre chavales, exámenes y guardias en los recreos.
Nos hablaban de que en un principio estaría el respeto y desde él se construirá la convivencia, aceptando las diferencias y las distintas opiniones, todo ello desde la igualdad, con lo que se favorecería la resolución de manera pacífica, entre otras cuestiones, de los conflictos, desacuerdos y disputas. Para ello, el centro educativo se debe responsabilizar de que la población estudiantil adquiera las habilidades y competencias precisas para alcanzar un positivo grado de convivencia, no sólo en el ámbito escolar, sino también en su posterior desarrollo como ciudadanos.
Y en esos términos continuaba la conversación, prácticamente acaparada por los dos profesionales, cuando no pude evitar traer de un lugar de mi memoria, de hace casi cincuenta años o más, el recuerdo de los juegos infantiles durante el recreo del instituto que, de pronto, me pareció el más claro ejemplo de convivencia y entendimiento que pudiera imaginar.
Les conté que el instituto en el que estudié aquel largo bachiller de los sesenta y setenta, disponía de unos amplios espacios para disfrutar del tiempo del recreo. Sin embargo, sólo tenía una pista deportiva de pavimento de hormigón que con el paso de los años presentaba un deterioro que nunca vi reparado. Sus dimensiones eran algo mayores a un campo de balonmano; también tenía dos porterías para ese deporte y dos canastas de baloncesto que permanecían en un fondo de la pista mientras no hubiera necesidad de usarlas.
En esa pista, llegado el recreo, podían disputarse fácilmente tres o cuatro partidos de fútbol a la vez. Cada curso jugaba su partido, con un indeterminado número de participanes, los que ese día quisieran jugar. Es fácil imaginar el lío que aquello suponía en un espacio tan pequeño, pero al que no quedaba otro remedio que acostumbrarse, sin molestarnos los de un partido a los de otro, sin obstaculizarnos, sin tocar el balón que no fuera nuestro. El nivel de entendimiento llegaba a su máxima cota cuando jugadores de uno de los equipos, el que fuera, llegaba hasta la portería contraria, de la que se retiraban los porteros de los otros partidos para no incordiar al que correspondía defender en ese momento.
Y les seguí contando que mi recuerdo llegaba aún más lejos. Les dije que estaba seguro que nadie nos había aleccionado para hacer las cosas así, que todo debió haber sido un acuerdo no escrito al que nos había llevado la necesidad de compartir un pequeño espacio entre muchos en un tiempo y una edad en la que, estoy convencido, no conocíamos el verdadero significado de la palabra tolerancia.

domingo, 7 de julio de 2024

De Pulgarcito a El Padrino

En un principio fueron los tebeos que me prestaba, y que pocas veces devolví, Miguel, el de María, los que estuvieron en Suiza, un tipo afable en todos los sinónimos de la palabra, que igual arreglaba una lavadora, sanaba la chapa abollada de un coche o animaba a un crío a leer. De él aprendí el funcionamiento, o el manejo, del calibre o pie de rey, y ya no lo olvidé nunca. Pero lo más importante de aquel sujeto para conmigo, lo que de verdad más ha perdurado, que no ha perdido valor sino muy al contrario se ha incrementado, fue que él me aficionó a la lectura.
De los primeros tebeos que cayeron en mis manos, aquel que dio nombre al producto: TBO. Noto aún el tacto de un papel barato, recuerdo los dibujos de pequeño tamaño en colores suaves, letras que me parecían escritas a mano —qué bien escribían, pensaba yo—, multitud de personajes que me hacían permanecer en una constante sonrisa, de los que ya he olvidado sus nombres y hasta sus formas. 
Los que no he olvidado, porque perduraron más en mi tiempo, han sido los de PULGARCITO, otra revista tan mítica como la anterior —fueron ambas fundadas antes de la Guerra Civil y siguieron publicándose hasta bien entrados los 80—, sin echar en falta DDT, TíoVivo y alguna más, que perderían mis preferencias a favor de El Capitán Trueno, El Jabato o Hazañas Bélicas, cuando la edad ya pedía otras acciones.
Tebeos que, como debía de ser, terminé adquiriendo, pagando por ellos el corto peculio del que siempre dispuse, en aquella tiendecita que había en la calle La Haba, casi esquina con Carchenilla, y en la que vendían de todo para entretenerse: chucherías, juguetitos, fotonovelas, novelitas del oeste o del FBI —éstas últimas casi siempre se alquilaba su lectura por un módico precio, negocio que yo nunca hice—, y así hasta el infantil infinito de entonces.
Y en aquello estaba cuando entró en mi vida una persona que, casualidad, vivía en la calle Carchenilla —que me pongo a pensar y observo que esa calle tuvo bastante influencia en ciertos estadios de mi vida— y que me animó a suscribirme a Círculo de Lectores, bendita entidad, dado que aquello no sólo le reportaría algún beneficio material, sino que también le complacería alentar en un joven la afición a la lectura. Casi me inclino más por esto último.
El primero de los libros que por entonces llegó a mis manos de aquella editorial, “No encontré rosas para mi madre”, de J.A. García Blázquez, aún permanece en mi biblioteca, como casi un par de docenas más de aquellos. Fueron muchos los que adquirí por ese sistema, como también han sido demasiados los que he ido extraviando por el camino. Pecadillos que no tienen perdón.
De los que aún permanecen conmigo hay uno que he releído en varias ocasiones y cuya versión cinematográfica he visto más que “Muerte en Venecia” mi primo Arturo. Se trata de “El Padrino” de Mario Puzzo. Y viene esto a cuento porque me apetece referir una anécdota de la que fui protagonista, que ilustra con acertada claridad mi temprana simpatía por la lectura, a la vez que lo hace sobre la ausencia generalizada, entonces y seguramente ahora también, del mismo gusto por parte de los adolescentes.

Corría un mes de enero de no me acuerdo qué año, acabábamos de volver al instituto pasadas las Navidades, y en la clase de ¿filosofía?, la profesora que nos impartía la asignatura, docente de reciente incorporación al centro, señora bajita, regordeta, con grandes gafas y pelo siempre revuelto, llamada María José, y que desde el primer día demostró claras intenciones de hacernos progresar en temas de los que ella pensaba que jamás ninguno de nosotros habíamos oído, preguntó, así en frío y esperanzada, he de suponer, en obtener una amplia respuesta entre el alumnado, que si «…aparte de jugar, estar con los amigos, con la familia, a ver, estas navidades, ¿cuántos de vosotros habéis leído un libro en estos días?, que levanten el brazo quienes hayan leído uno». He de reconocer que un servidor miró de soslayo en varias direcciones por ver cuantos y quienes respondían a la encuesta. En pocos segundos me di cuenta que iba a ser mi brazo el único que se levantara, pero no por ello iba yo a callar que a mí me gustaba la lectura y que recientemente acababa de leer un libro que me había encantado. Así que alcé mi mano y escuché su pregunta dirigida a mí, «Ah, ¿sí?, ¿y cuál ha sido?», a lo que contesté «El Padrino, de Mario Puzzo». Una pausa valorativa, que se dice ahora, por su parte, y añadió «Bueno, tampoco es un libro que…», nueva pausa valorativa que, esta vez interrumpí, diciendo «Vale, pero he sido el único que ha levantado el brazo, ¿verdad?».

En algún curso posterior, la tal María José también me dio clase, no la tengo entre los aprobados del ranking de profesores de mi vida, al contrario que mi primo arriba mencionado que, me consta, ejerció en él una honda influencia temporal. Ella, a mí, con seguridad me olvidó al poco y a la velocidad del rayo.

 

domingo, 19 de mayo de 2024

«El ‘no’ se lleva siempre consigo»

Es seguro que en alguna o más ocasiones en tu vida, ante un hecho nuevo, desconocido, tal vez transcendental para tu futuro, aunque éste sólo fuera inmediato, da lo mismo cuando sucedió, durante tu período escolar, tu etapa formativa, o en la laboral, en un asunto doméstico, una desavenencia familiar, de amistad, en tus relaciones sociales, un posible cambio de sentido en el camino que seguías, esa niña a la que miras cada tarde al salir del instituto y sientes cómo ella se deja mirar, y se lo quieres decir, da lo mismo. Pueden ser tantas las circunstancias en las que, al plantearte abordar el hecho, coger al toro por los cuernos, plantarle cara y torearlo, es posible, mejor digo que es seguro, que te asaltaran dudas, algún miedo, o muchos, temor a fracasar, a ser rechazado, ¿a que sí?
Porque lo habías analizado con detenimiento, mirando a un lado y a otro, los pros y los contras, habías medido tus fuerzas, evaluado tu conocimiento, sabías hasta donde podías acercarte, y que más allá de ese punto no había nada que hacer, todo dependía de la otra parte, quien al final tendría la última palabra.
Y lo peor es que hasta que llegara el momento en el que se despejasen las incertidumbres, si es que llegaba, podía venirte la idea de abandonar, de retirarte precisamente por el miedo a la negación, al desencanto.
Era entonces, en esos momentos previos, días quizá, cuando mi madre, ya alertada por mí o por ella misma que para eso era quien era y lo había barruntado, era entonces cuando me decía:
«El ‘no’ se lleva siempre consigo»


Y me lo repetía hasta convencerme de que la derrota, aunque posible y en muchos casos evidente, podía no ser la única opción. Que podía suceder algo distinto, inesperado, algo que, en un instante, un minuto de inspiración por mi parte, permitiría convencer al contrario; o también que su disposición no era la que yo, durante tanto tiempo previo, había estado suponiendo y temiendo.
Así que uno, o sea yo, ya más tranquilo porque sabías que el no como solución era esperable pero no estaba del todo asegurado, ibas y te enfrentabas al asunto sabiendo que, si la respuesta era sí, habrías ganado, sin lugar a dudas. Pero si por el contrario fuera no, entonces no habrías perdido, porque las dos opciones del dilema eran totalmente válidas y aceptables, y la responsabilidad en la resolución del negocio no era totalmente tuya.

domingo, 14 de abril de 2024

Melón y tajá en mano

Cuando alguien quiere que otro, que de alguna manera depende del primero, le haga algo que le ha pedido, y se lo haga casi en el momento de la petición, e incluso para antes o, en el mejor de los casos en un plazo corto de tiempo, más corto de lo que normalmente llevaría tal actividad, es entonces que estamos hablando de una persona a la que se la puede y debe tildar de impaciente.

Impaciente:

que no tiene paciencia para esperar;

intranquilo o nerviosos, especialmente debido a una espera o una falta de información;

que espera o desea algo con desasosiego o con mucha impaciencia.

 

Y me pregunto: ¿fui un niño impaciente?, ¿seguí siéndolo a medida que crecí? Voy a más, ¿lo soy ahora? Me temo que a las tres preguntas he de responder que no, al menos ese es el recuerdo y la impresión que de entonces y de hoy tengo.

Sin embargo, como el decía mi madre que ahora escribo va de impaciencia, me temo que tendré que reconocer que un poco sí, pues si no ¿a santo de qué tengo grabada la frase que sigue más abajo?, la cual siempre entendí que me la dirigiera como un simpático reproche cada vez que yo mostraba signos de impaciencia.

Así que admitámoslo, tuve que ser impaciente y es por ello que escuché en muchas ocasiones lo de: 


«Melón y tajá en mano»


No obstante, si lo fui y aún lo fuera, lo soy poco, que conste.

Por supuesto que hay en mi recuerdo momentos de ansiedad, como sinónimo de impaciencia, algunos o seguramente muchos —no escarbes Mánuel, no escarbes que a lo peor…—, que ha habido exámenes en mi vida, demasiados, por cierto; y situaciones laborales que merecieron ponerme al borde de la desesperación. Pero nunca llegó la sangre al río y la espera del acontecimiento mal deseado se ha desarrollado siempre sin mucha inquietud.

En una de aquellas ocasiones, coincidente con una de las espaciadas visitas de mis padres a nuestra ciudad, mi padre detectó en mí la agitación y nerviosismo que por aquellos días me dominaba. Al interés que mostró por ello le respondí con algunas banalidades, sin entrar en el fondo del asunto. A lo que él siguió con un simple pero consolador: «no pienses ahora en ello, termina el día y verás como mañana amanece otra vez, como siempre». Y así fue, amaneció nuevamente y el tema, aunque se desarrolló mal, como yo esperaba, no lo fue con el desasosiego, por mi parte, que aquella circunstancia requería.


Parece que me he alejado de la cuestión cuando, lo esencial, lo importante es la simple recriminación que mi madre, de vez en cuando, me dispensaba si me impacientaba por algo que le hubiera pedido o que yo deseaba me hiciera, y ella tardaba en dármelo o en hacerlo. La cosa no pasaba a mayores, yo siempre supe esperar, o aguantar, que por entonces venía a ser lo mismo.

Pedir melón y antes de terminar la petición ya debes tener la tajada en la mano: ¡Cuántas veces me viene a la cabeza la frasecita!, muchas, y casi siempre sin venir a cuento, que suele ser cuando corto en casa las tajadas de melón. Aunque no me resisto a soltársela a quien, estando a mi lado, se haga merecedora de ella.

 

domingo, 17 de marzo de 2024

Te vas a enterar de lo que vale un peine

Me es difícil recordar ahora el contexto, o los múltiples contextos en los que a mi madre escuché la frasecita de hoy. Sólo sé que, al igual que otras que voy dejando en este blog, se la oí hasta la saciedad y siempre, en todas las ocasiones, olía a amenaza, amenaza de la fuerte. Y ocurría que ante situaciones así lo mejor era plegar velas, agachar la cabeza y asumir lo que viniera, que bien podía ser llevar a cabo la orden dada a la que yo me había negado, cumplir con una obligación determinada y no deseada por mi parte, asumir la responsabilidad contraída por una acción equivocada o cargar con la sanción por una travesura excesiva. Esto último solía ser lo más habitual.
Pero hacerlo, achantándose cobardemente, había que hacerlo una vez oído eso de:

«Te vas a enterar de lo que vale un peine»

Y es que la frase, de la que desconocía su exacto significado, etimológico e histórico, era algo más que una simple advertencia a pesar de su simpleza. Porque ¿acaso no era y es simple un peine? Mi pensamiento en aquel instante no iba más allá del objeto y su precio era la duda, de la que se podía salir con sólo preguntar en la tienda donde los vendieran, pero que nunca lo hice. Y también, ¿qué tenía que ver el coste del peine con el posible castigo?, ¿cuál era su relación?, ¿cuál la equivalencia entre el valor de la cosa y la condena a aplicar?, ¿tan caro era un peine como para amenazarme con ello?
Menos mal que, casi siempre, el tema quedaba en el aviso con el que se te hacía ver tu mal proceder. Enseguida veías lo que estaba por llegar —aquí viene lo de plegar las velas, la aceptación de la culpa, etc.— y de ese modo normalmente el castigo no llegaba. Pero te quedabas sin saber qué hacía por aquí un peine y a qué venía la incertidumbre de su precio.
Y en esa ignorancia viví durante decenios, aunque realmente debería decir despreocupación, pues perdí todo el interés por la frase cuando ella dejó de lanzármela, seguramente porque no le di más oportunidades.
En cierta ocasión le pregunté si conocía su significado, me dijo que no. Así que indagué y descubrí que, si bien no hay certeza clara sobre el origen, sí existen diversas teorías, algunas de las cuales bastantes singulares, como la de situarlo en la Posada del Peine —considerado el hotel más antiguo de Madrid, pues su fundación fue allá por 1610—, el cual dicen que contaba con un peine, sujeto mediante una cadenilla a la pared, en cada habitación para uso de los clientes; lo que hace suponer que aquellos peines debían ser objetos muy preciados, carísimos.
Otra historia, ocurrida siete siglos antes en Francia durante el reinado de Carlos II, conocido como el Calvo, nos cuenta como tras ganar éste una batalla a los normandos, un emisario de los vencidos le entregó un cofre. El rey lo abrió y vio que contenía un peine, lo que tomó como un agravio; irritado por la burla exclamó: “se van a enterar lo que vale un peine”, y mandó ejecutar al normando. Pero suena más a leyenda que a verdad.

Mujeres torturadas con un peine

Más próxima a la realidad me parece que el origen debe de estar en un utensilio de tortura utilizado en la Edad Media llamado también peine, por su semejanza, pero de púas de acero y de mayor tamaño, que servía para desollar al desgraciado del que se pretendía obtener algún tipo de confesión; si el pobre infeliz no tenía nada que decir, o no quería, pues terminaba muriendo entre indescriptibles dolores.
Llegados a este punto me atrevo a decir que ninguna de los tres supuestos anteriores tiene visos de certeza, e incluso el objeto que se utiliza para desenredar y componer el cabello no es el elemento protagonista de la frase. La verdad me parece que está —esto también me lo ha chivado el internet— en la palabra francesa peine que se traduce por pena, en su acepción de castigo, pero con sufrimiento. Su empleo en la frase española es su transcripción literal y no su significado. De ahí el extraño sentido que yo nunca entendí.

domingo, 11 de febrero de 2024

Míralo, como si oyera llover

La frase de hoy posiblemente sea la que más me gusta de todas las que llevo desarrolladas en estos decía mi madre, y también de las que restan por hacerlo.
Si de todo lo escrito en anteriores entradas se podría deducir que quien esto suscribe era algo gamberro, desordenado, respondón e incluso rebelde, de la de hoy espero que ayude a que la idea sobre mí derive hacia lo que era un carácter apacible, reflexivo y tierno; pero sin llegar a la sensiblería, por Dios.
Pensar sobre esta expresión es cerrar los ojos y permanecer embelesado con imágenes borrosas apenas identificables, o mantenerlos abiertos mirando fijamente un objeto cualquiera que termina pareciéndose a la nada, porque da lo mismo que sea ése o cualquier otro si lo que se consigue es recogerse mentalmente en aquello, en la nada.
Pues así debí de encontrarme en tantas y tantas ocasiones en las que mi madre se dirigiera a mí, qué más da con qué: una orden, una pregunta, una reprimenda; que ante mi silencio o mi reacción ausente hacía que despertara de mi ensimismamiento tras un:
«Míralo, como si oyera llover»
Y entonces yo me despabilaba, ¿qué, dime?, y ella repetía aquello que hubiera dicho, y un servidor, vuelta a la realidad.
Como si oyera de llover es el entrañable recuerdo, o «como quien oye llover», que dice la RAE. En su exposición, los señores académicos son algo menos delicados y se inclinan por precisar que la coloquial expresión se usa «para denotar el poco aprecio que se hace de lo que se escucha o sucede», acusando al oyente, o mejor, al no oyente, de menospreciar las palabras de quien habla, no dándole importancia ni mostrando interés alguno.
Nota intermedia:
Aquí convendría hacer una alto y dar una colleja al DRAE, pues utiliza la palabra escucha en vez de oye, que vienen a ser distintas: escuchar es prestar atención a lo que se oye, y oir es percibir con el oído los sonidos. Como se ve tienen significados diferentes.

Temo que el rapapolvo continúa. Todos sabemos, yo lo sé, que necesariamente la frase no conlleva menosprecio. En aquellas ocasiones, cuando mi madre la pronunciaba, yo no había escuchado, y con toda seguridad tampoco había oído, lo que antes me había dicho, pero no por desprecio sino llanamente porque no estaba prestando atención, no hacía caso porque mi concentración estaba en otro lugar o en ninguno, lo más probable. La evidencia más clara de que eso era así es que, una vez llamada mi atención, yo volvía a la realidad, atendía a la pretensión materna y aquí paz y luego gloria.
Me intereso ahora por el origen de la expresión y recurro a la red de redes, que en un teclazo te lleva a ello y te enteras, atónito, que la fuente no está en mi madre, cosa que era de esperar, sino nada más y nada menos que en el tiempo de la conquista del actual Méjico por el paisano Hernán Cortés. Lo resumo:

Llegan los conquistadores españoles a América, corría el año 1519 cuando Hernán Cortés se reúne con Moctezuma, el emperador azteca se presenta con todo su séquito, en el que se incluía un joven que ocupaba el cargo de Quiahuitlacapoc quiahuitl, lluvia, y acapoc, escuchar, sentir—, algo así como sacerdote de Tlaloc, dios de la lluvia; tenía la función de escuchar e interpretar el sonido de la lluvia, ya que los aztecas creían que Tlaloc les enviaba mensajes a través de cada aguacero, que podían ser proféticos o de orientación para la vida y la sociedad. Este Quiahuitlacapoc llamó poderosamente la atención de los soldados españoles, que lo veían presente en los encuentros entre Moctezuma y Cortés, siempre ensimismado, ajeno a las conversaciones y escuchando la lluvia. Tanto les sorprendió su abstracción que acabó siendo el centro de sus burlas, «el que oye llover» le apodaron. Lo que pasó a tener tanto un significado que ha trascendido hasta la actualidad: el de alguien que, presente en una conversación, está perdido en sus propios pensamientos.

Termino, y no quiero hacerlo sin recordar una anécdota sucedida con mi hija una tarde de lluvia cuando, con casi dos años de vida y en esa época en que se debatía entre las ganas de aprender y pronunciar correctamente palabras nuevas, y la dificultad que ello le acarreaba, desde el asiento de atrás del coche me llama y me dice: «papá papá, mira, lluvia», vocalizando despacio la palabra, recreándose en su pequeño triunfo.

Nota final:
Dejo aquí enlace a otro decía mi madre que está muy relacionado con éste de hoy: «Qué, ¿mirando las musarañas?».

domingo, 14 de enero de 2024

En mi casa, mi culo descansa

Esta es una frase que escuché en numerosas ocasiones a mi madre, claro ¿a quién si no?, y por eso está aquí, que estas son entradas dedicadas a ella y a su recuerdo. Paradójicamente, la de hoy no la siento que hubiera estado destinada a mí, ni tiene el sentido de reproche que sí parecen tener casi todas las que incluyo en esta sección, si bien, a esta altura de mi vida me niego a tomármelas como tal.
No termino de encuadrarla en situaciones concretas, ni recuerdo en su vida muchas ocasiones que viviera y que justificaran el que pudiera argumentarla. Me limito a estar seguro de que, llegado el caso, la decía sin que necesariamente estuviera justificado.
La que ella pronunciaba no concuerda con exactitud con la que se prodiga por la red en numerosas listas de refranes. La suya era más personal y contundente, auto adaptada, marca de la casa sin el copyright que ahora yo le concedo. La frase era:

«En mi casa, mi culo descansa»

Que difiere ligeramente de la que parece ser más conocida, y tal vez única, «En su casa, hasta el culo descansa», más amplia y genérica, pero sin personalidad, pensada en el gran público. Ambas poseen el mismo sentido familiar y cercano, el de la tranquilidad de tu casa o de otro lugar querido o conocido en el caso de estar ausente o lejos del hogar.
El refrán nos viene a decir que como en la casa de uno, en ninguna parte; y que a pesar de que nos encontráramos en lugares y entornos amables, incluso durante un corto período de tiempo, siempre llegará el momento en que echaremos en falta nuestro sillón ante la televisión, la silla de la cocina o la taza de nuestro inodoro.
Y ahí es donde dudo y me pregunto cuáles serían las ocasiones que mi madre viviera para así pronunciarla. Pues no recuerdo que viajara mucho, ni pasara con frecuencia días y noches fuera como para echar de menos su casa.
A lo sumo señalar los numerosos pero cortos, muy cortos, períodos de tiempo que vivieron en la mía —que se prolongaron algo más durante los últimos meses de su vida—, y que siempre fueron breves porque en su interior palpitaba siempre el deseo de asentar el culo en su casa.
He de reconocer que idéntico sentimiento tenía un servidor cada vez que me trasladaba a la casa de ellos; y lo sigo teniendo cuando realizo algún viaje, unas vacaciones, cuatro, seis, diez días, enseguida añoro mis zapatillas, mi frigorífico, la luz de la ventana y los bares habituales. Lo dicho, y es que como en casa de uno, en ninguna parte.
Encuentro una segunda interpretación al refrán, pero me parece que se aleja bastante de la primera, que es más certera. Aquella dice que «indica que no hay que meterse en los asuntos de casas ajenas, sólo en la propia», lo que entiendo casi como una alegoría de la primera. Y lo que sí tengo claro es que no era ése el sentido que daba mi madre.