Me es difícil recordar ahora el contexto, o los múltiples contextos en los que a mi madre escuché la frasecita de hoy. Sólo sé que, al igual que otras que voy dejando en este blog, se la oí hasta la saciedad y siempre, en todas las ocasiones, olía a amenaza, amenaza de la fuerte. Y ocurría que ante situaciones así lo mejor era plegar velas, agachar la cabeza y asumir lo que viniera, que bien podía ser llevar a cabo la orden dada a la que yo me había negado, cumplir con una obligación determinada y no deseada por mi parte, asumir la responsabilidad contraída por una acción equivocada o cargar con la sanción por una travesura excesiva. Esto último solía ser lo más habitual.
Pero hacerlo, achantándose cobardemente, había que hacerlo una vez oído eso de:
«Te
vas a enterar de lo que vale un peine»
Y es que la frase, de la que desconocía su exacto significado, etimológico e histórico, era algo más que una simple advertencia a pesar de su simpleza. Porque ¿acaso no era y es simple un peine? Mi pensamiento en aquel instante no iba más allá del objeto y su precio era la duda, de la que se podía salir con sólo preguntar en la tienda donde los vendieran, pero que nunca lo hice. Y también, ¿qué tenía que ver el coste del peine con el posible castigo?, ¿cuál era su relación?, ¿cuál la equivalencia entre el valor de la cosa y la condena a aplicar?, ¿tan caro era un peine como para amenazarme con ello?
Menos mal que, casi siempre, el tema quedaba en el aviso con el que se te hacía ver tu mal proceder. Enseguida veías lo que estaba por llegar —aquí viene lo de plegar las velas, la aceptación de la culpa, etc.— y de ese modo normalmente el castigo no llegaba. Pero te quedabas sin saber qué hacía por aquí un peine y a qué venía la incertidumbre de su precio.
Y en esa ignorancia viví durante decenios, aunque realmente debería decir despreocupación, pues perdí todo el interés por la frase cuando ella dejó de lanzármela, seguramente porque no le di más oportunidades.
En cierta ocasión le pregunté si conocía su significado, me dijo que no. Así que indagué y descubrí que, si bien no hay certeza clara sobre el origen, sí existen diversas teorías, algunas de las cuales bastantes singulares, como la de situarlo en la Posada del Peine —considerado el hotel más antiguo de Madrid, pues su fundación fue allá por 1610—, el cual dicen que contaba con un peine, sujeto mediante una cadenilla a la pared, en cada habitación para uso de los clientes; lo que hace suponer que aquellos peines debían ser objetos muy preciados, carísimos.
Otra historia, ocurrida siete
siglos antes en Francia durante el reinado de Carlos II, conocido como el Calvo,
nos cuenta como tras ganar éste una batalla a los normandos, un emisario de los
vencidos le entregó un cofre. El rey lo abrió y vio que contenía un peine, lo
que tomó como un agravio; irritado por la burla exclamó: “se van a enterar
lo que vale un peine”, y mandó ejecutar al normando. Pero suena más a leyenda
que a verdad.
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Mujeres torturadas con un peine |
Más próxima a la realidad me parece que el origen debe de estar en un utensilio de tortura utilizado en la Edad Media llamado también peine, por su semejanza, pero de púas de acero y de mayor tamaño, que servía para desollar al desgraciado del que se pretendía obtener algún tipo de confesión; si el pobre infeliz no tenía nada que decir, o no quería, pues terminaba muriendo entre indescriptibles dolores.
Llegados a este punto me atrevo a decir que ninguna de los tres supuestos anteriores tiene visos de certeza,
e incluso el objeto que se utiliza para desenredar y componer el cabello no es
el elemento protagonista de la frase. La verdad me parece que está —esto también
me lo ha chivado el internet— en la palabra francesa peine
que se traduce por pena, en su acepción de castigo, pero con
sufrimiento. Su empleo en la frase española es su transcripción literal y no su
significado. De ahí el extraño sentido que yo nunca entendí.
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