Estaba un servidor en una reunión de amigos, tertuliando tras una agradable comida cuando, no sé a cuento de qué, la conversación abandonó los elogios dirigidos a los anfitriones y su buen hacer en la cocina, y caminó hacia términos como convivencia, tolerancia y sus sinónimos, todos de muy actualidad, aunque no se puede negar que desde hace algún tiempo lo están, a pesar del mal uso que se les da. Y más concretamente se hablaba de esas acciones en el mundo escolar, pues de llegar hasta ese punto se encargaron un par de personas que habían desarrollado su vida profesional entre chavales, exámenes y guardias en los recreos.
Nos hablaban de que en un principio estaría el respeto y desde él se construirá la convivencia, aceptando las diferencias y las distintas opiniones, todo ello desde la igualdad, con lo que se favorecería la resolución de manera pacífica, entre otras cuestiones, de los conflictos, desacuerdos y disputas. Para ello, el centro educativo se debe responsabilizar de que la población estudiantil adquiera las habilidades y competencias precisas para alcanzar un positivo grado de convivencia, no sólo en el ámbito escolar, sino también en su posterior desarrollo como ciudadanos.
Y en esos términos continuaba la conversación, prácticamente acaparada por los dos profesionales, cuando no pude evitar traer de un lugar de mi memoria, de hace casi cincuenta años o más, el recuerdo de los juegos infantiles durante el recreo del instituto que, de pronto, me pareció el más claro ejemplo de convivencia y entendimiento que pudiera imaginar.
Les conté que el instituto en el que estudié aquel largo bachiller de los sesenta y setenta, disponía de unos amplios espacios para disfrutar del tiempo del recreo. Sin embargo, sólo tenía una pista deportiva de pavimento de hormigón que con el paso de los años presentaba un deterioro que nunca vi reparado. Sus dimensiones eran algo mayores a un campo de balonmano; también tenía dos porterías para ese deporte y dos canastas de baloncesto que permanecían en un fondo de la pista mientras no hubiera necesidad de usarlas.
En esa pista, llegado el recreo, podían disputarse fácilmente tres o cuatro partidos de fútbol a la vez. Cada curso jugaba su partido, con un indeterminado número de participanes, los que ese día quisieran jugar. Es fácil imaginar el lío que aquello suponía en un espacio tan pequeño, pero al que no quedaba otro remedio que acostumbrarse, sin molestarnos los de un partido a los de otro, sin obstaculizarnos, sin tocar el balón que no fuera nuestro. El nivel de entendimiento llegaba a su máxima cota cuando jugadores de uno de los equipos, el que fuera, llegaba hasta la portería contraria, de la que se retiraban los porteros de los otros partidos para no incordiar al que correspondía defender en ese momento.
Y les seguí contando que mi recuerdo llegaba aún más lejos. Les dije que estaba seguro que nadie nos había aleccionado para hacer las cosas así, que todo debió haber sido un acuerdo no escrito al que nos había llevado la necesidad de compartir un pequeño espacio entre muchos en un tiempo y una edad en la que, estoy convencido, no conocíamos el verdadero significado de la palabra tolerancia.
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