domingo, 5 de abril de 2015

El viejo barbero

Holgazaneábamos el otro día mi hija y yo, o sea, paseábamos por un conocido centro comercial de la ciudad donde resido, cuando nos percatamos de la apertura de un nuevo negocio.  Se trataba de una peluquería, pero con un rasgo diferenciador: era una peluquería para niños, así, en plural genérico, sin estupideces gramático-progresistas. Y reconocimos que era un negocio de ese tipo (aquí habría que contar el chiste del bombero en la barra del bar) no sólo porque así  lo decía el cartel de la puerta sino porque todo el mobiliario interior, y a la vista desde el exterior, lo declaraba a gritos: decoración de guarderías, colores pastelosos y unos asientos para los infantes que daba gusto verlos, un primor entre todos los primores. El decorador había huido de convencionalismos y optó por sentar a los niños en sillas (¿?) con formas variadas, tales como coches, motos y caballitos, con la sana intención de hacer más llevadero el trance a los pequeños, supongo. Y ante aquello y de golpe, pero sin hacerme daño, me vino a la memoria el recuerdo del que, probablemente, fuera uno de los primeros cortes de pelo de mi vida (últimamente soy muy de recordar la primera vez de algunas cosas) y ante un par de cafés se lo relaté a mi hija que, como casi siempre, fue una atenta escuchante. La historia debió ser algo así:

La primera vez que me cortaron el pelo, que yo recuerde, fue en la calle Nazareno, esquina con la de Conde de Cartagena, frente a la escuela del Cristo. Regentaba el local el señor Gregorio, y para realizar su tarea fue necesaria la ayuda de mi madre sujetándome para que no me moviera, a la vez que me propinaba más de un cachete por mis protestas y mis lloros; alguno de los que recibí, con toda seguridad debieron proceder también del viejo barbero. Ante la desesperación de mi madre, cuyas órdenes y pescozones no conseguían suavizar mi actitud, optó el buen hombre por agarrar la escoba que normalmente debía utilizar para barrer los pelos cortados, y blandiéndola sobre nuestras cabezas, elevó el brazo y empujó una trampilla del falso techo. Miré hacia arriba y vi un agujero negro y profundo; el viejo barbero me amenazó con un o te estás quieto o te meto ahí. Ante tales palabras reduje mis protestas, sorbí los mocos, lloriqueé algo más y, bueno, no es necesario extenderme mucho para decir que el Señor Gregorio terminó de cortarme el pelo con total tranquilidad.

Un inciso:
El Señor Gregorio  era, además de barbero, vecino nuestro de toda la vida, de la casa de al lado.
Estaba casado con la Señora Cándida (permanecen aún en mí esos pincelazos de urbanidad que de chico recibí: la cortesía es uno de ellos) y todavía me acuerdo cómo los llamaba cuando, por mi escasa edad, era incapaz de articular correctamente las palabras: Gogo y Caqui, respectivamente.
Luego vino lo de la corrección vocal y la urbanidad, y ya siempre fueron Señor y Señora.

Pero no perdamos el hilo y sigamos con lo de los cortes de pelo. Durante muchos años fue mi madre quien nos pelaba, a los tres, aunque de vez en cuando nos mandaba a la barbería del Señor Gregorio, supongo que para corregir, de manera periódica,  los defectos y vicios que su técnica impura dejaba en nuestras cabezas. He de decir, rotundamente, que siempre me sentó mal, fatal, peor aún, el que me cortaran el pelo: experimentaba una deplorable sensación en mi interior, como si fuera a explotar porque dentro de mí habitaran unos humores malignos y dolorosos que aumentaban de volumen; porque sabía que era una batalla perdida desde antes de entrar en la barbería, o desde que mi madre decía venga que te voy a pelar ahora, así, en seco y sin avisar; y el conocer de antemano la derrota dolía más que la propia derrota.  No soportaba permanecer sentado en aquellos sillones de tortura, a merced de lo que el barbero o mi madre hiciesen, tijera en mano, maquinilla, chas-chas-chas, con la cabeza inclinada hacia delante, ofreciéndoles la nuca como para un sacrificio; y además tapado por el mantelón blanco que te anudaban al cuello hasta la asfixia (tortura colateral, no entraba un pelo por la camisa), todo hermético, encerrado; y la tijera que recortaba las patillas sorteando la proximidad de las orejas, o trazando firmemente la curva tras ellas; que fría estaba la jodida, y cómo chasqueaba tan cerca del oído.
Pero el remate de todo estaba en la ausencia del flequillo, que apenas veinte antes minutos te lo habías atusado, recolocándolo hacia atrás por última vez, y ahora estaba desaparecido; bueno, sí estaba, pero eran raquíticos cabellos tiesos hacia arriba. El resto de la cabeza con pelos milimétricos, pelá buena o mala a los quince días iguala, tonterías, mentira, que no iban a ser quince días, que sería mucho más tiempo lo que tardaría en igualar, en peinar flequillo, que cuando ya estaba el pelo a tu gusto, entonces oías mañana por la tarde acércate a la barbería del Señor Gregorio. Y vuelta a empezar.
Barbería que con el tiempo la trasladó justo enfrente a la casa de mi abuelo, y hasta allí me iba yo, solo claro, que para eso era un pueblo y eran otros tiempos. Y a los dos los encontraba sentados a la puerta del almacén, tertuliando o mirando lo que pasaba por la calle, eterno chaleco gris uno, eterna chaqueta de punto el otro. Que el Señor Gregorio creo que siempre llevó una chaqueta de punto, ¿verdad?

Otro inciso: además de barbero, el Señor Gregorio era gruñón, de enfado fácil, previsible y casi continuo, en constante crítica a todo lo que oía y veía (¿a quién me recuerda?). Actitud que terminaba convirtiéndose para mí en un entretenimiento, en otra distracción más  ante la televisión de mi casa, compartiendo la visión de los Estudio 1, Galas del Sábado, Un dos tres, algún Festival de Eurovisión, viejas películas  y muchas ñoñerías en blanco y negro.

Después murió Franco, llegó la Transición y con ella cambios y novedades. Y entre estas, los cortes de pelo de mi prima Ino que, por supuesto, fueron mucho más agradables.

                                                                                                                                                                                                                       Sevilla, abril 2015







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