domingo, 8 de enero de 2023

Los macarrones de Encarna

Nunca he sabido por qué mi madre jamás cocinó pasta.
Cuando un servidor, ya mayorcito, casado y con casa propia, recibía a mis padres durante algunos días, procuraba hacer platos de pasta un par de veces como mínimo. A mi madre le encantaba, a mi padre le daba lo mismo, comiera lo que comiera no decía nada, ni halagaba ni protestaba, simplemente se lo comía.

Sin embargo, ella no, ella agradecía que le cocinara esos platos, y también otros. Le agradaba ver cómo yo me movía y trasteaba en la cocina, le satisfacía el resultado y así me lo hacía saber. En más de una ocasión me preguntó cómo había llegado a aprender, quién me había enseñado; porque

ella no había sido, nunca se preocupó de ello.

Se podría decir que yo me ejercité en la cocina por necesidad y a impulsos. Una obligación a la que me llevaron los años de estudiante universitario —cocinar en casa salía más barato que comer en bares y restaurantes, por asequibles que estos fueran—. A lo que hay que añadir el deseo de no repetir menús, lo que estimulaba al aprendizaje, consultando a compañeros en la misma situación, a la novia y, alguna vez, cómo no, a mi madre.

No obstante, en lo relacionado con la pasta tengo una referencia clara, que se remonta a una época remota, un entre paréntesis, por clasificarlo de alguna manera; un período imposible de olvidar, como la mili, pero que una vez terminado, sus protagonistas son desplazados a un abandono mental que se prolonga largo en el tiempo.

La época lejana se sitúa en Madrid y en casa de unos parientes de mi madre —Luis, su primo y Encarna su mujer, además de sus hijos—, en la que residí una temporada mientras realizaba un asunto que me llevó a la capital y que no llegó a buen término. Dejo para otra ocasión lo sucedido, y sus circunstancias, en ese trecho de mi vida, y me remito expresamente al tema de la pasta.

Pues en aquella casa comí por primera vez unos macarrones que eran mucho más que decentes —por calificar de alguna manera los que hasta entonces había comido—. La experiencia se repetía semanalmente, creo que los miércoles. Tal era el gusto que le tomé al asunto que, pasados un par de meses, cuando decidí marcharme de allí para residir en una pensión en el centro de la ciudad, decidí regresar ese día de cada semana para así seguir degustando aquel plato.

Desde entonces he cocido la pasta y la he mezclado, con el acompañamiento que fuese, tal y como lo hacía Encarna. Y como el acompañamiento que ella hacía era elemental, a la vez que magnífico, lo tomé como básico. Así que una de cada tres o cuatro veces que cocino pasta, sigo escrupulosamente su receta con la seguridad de que el resultado será excelente.


El asunto viene a ser algo así:

Cazuela con abundante agua al fuego; cuando rompa a cocer ésta, puñadito de sal y dejar que hierva del todo.

Añadir los macarrones —porque Encarna siempre cocinaba macarrones— en la cantidad que el número de comensales requiera, y que estará bien entre 60 y 80 gramos por persona. La temperatura del agua descenderá, removeremos hasta que vuelva a subir el agua hirviendo, y entonces bajaremos algo el fuego, pero no mucho.

Te preguntarás, ¿cuánto tiempo deben estar cociendo la pasta?, pues lo que diga el envase parece lo lógico. Pero más lógico es probar un macarrón a los ocho o diez minutos y comprobar su dureza; y repetir hasta cerciorarse que está al dente, que dicen los redichos. No pasarse de ahí ni un segundo; en ese momento apartar del fuego. Instantes después, escurrir y no enjuagar la pasta, muy importante esto último.

Y vamos con el acompañamiento:

Una simple salsa de tomate —entiéndase tomate frito— a la que se agregarán unas latitas de atún en aceite, una por cada dos comensales; y ya está, por ahora.

Mientras hacemos la salsa se pueden ir cociendo unos huevos, uno por persona.

En la cazuela incorporamos la pasta, sin agua, y la devolvemos a un fuego medio. Espolvoreamos orégano y removemos. A continuación, añadimos la salsa y seguimos removiendo. Y por último queso rallado al gusto. Lo integraremos todo hasta que el queso se funda en el conjunto.

Ahora toca servir: en cada plato una buena ración y un huevo cocido, picado; Se adornará con unas aceitunas sin hueso, verdes o negras, sin discriminaciones.


Sencillo, ¿verdad?

  



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