No hay café,
gilipollas
22 Feb 2021
ARTURO
PÉREZ-REVERTE
Patente de corso
A ver si soy capaz
de explicártelo, pedazo de gilipollas. Lee bien lo que te digo por si te sirve
de algo, y de paso me sirve a mí. Uno de los efectos secundarios de la infinita
capacidad de estupidez del ser humano es que reduce la compasión de cualquier
observador lúcido. De esa estupidez nadie es inocente; todos somos responsables
y víctimas. Pero sus manifestaciones extremas encierran un daño colateral: que
cuando llega la nueva desgracia pronosticada en la lotería de la vida, ésa que
las despiadadas reglas naturales imponen periódicamente –geometría del caos lo
llamaba Faulques, un fulano que sale en una de mis novelas–, algunos
observadores lúcidos miren la cosa con menos horror que curiosidad científica.
Incluso con un amargo «pero ¿qué esperabais, idiotas?». Y ojo al dato, oye.
Porque lo de idiotas va por ti.
La compasión, te
digo. Busca la palabra en el diccionario y me ahorras texto. Me preocupa que
ahora la pongamos tan difícil. Tú y yo, claro; pero –perdona que aquí pluralice
menos– sobre todo tú. En otros tiempos tenías justificaciones, atenuantes; pero
hace mucho que casi todos llevamos en el bolsillo un aparato donde basta pulsar
una tecla para acceder a tres mil años de cultura, ciencia y memoria. Así que
la excusa de la ignorancia no vale un carajo. Y esa certeza es peligrosa,
porque de las pocas palabras que cuando todo se derrumba nos mantienen erguidos
–dignidad, lealtad, amor, honradez y alguna otra– la compasión es básica. Si se
pierde, es difícil recuperarla. Y sin ella, el ser humano se convierte un poco
más en el peligroso animal que siempre fue, aunque la idiotez de nuestro siglo
lo camufle con frases de Paulo Coelho. Sin compasión, estamos fritos. Nos
volvemos gruñones, misántropos, egoístas, vitriólicos, francotiradores. Sin
compasión me acabaré ciscando en tu puta madre, y eso no es bueno. No me quites
la capacidad de compasión, por la cuenta que nos trae. Por lo menos, a mí.
Esa compasión me la
pusiste de nuevo en peligro hace unos días, viéndote en la tele. Eras tú, el de
siempre. Salías hablando de los terremotos que han sacudido Granada porque ese
día eras de allí, aunque te he reconocido en otros lugares. Y oyéndote hablar,
me enganchaste de nuevo. Tu comentario era estupendo, y lo apunté para que no
se me fuera: «Tienen sismógrafos para prevenir estas cosas, pero nadie nos ha
avisado. Es una vergüenza». Eso fue lo que soltaste. Y no me digas que
recordada en frío no es una frase cojonuda. Resume de forma admirable un montón
de cosas que no detallaré porque sonarían a insulto, pero sí te digo una: estás
mal acostumbrado, ciudadano. O, seamos compasivos, te acostumbraron mal. Pasó
igual cuando Filomena taponó España con nieve, las carreteras se llenaron de
automóviles bloqueados pese a que se había advertido de lo que venía, y saliste
en el telediario a quinientos metros de Carrefour –ese día eras mujer, pero te
reconocí– indignado porque tenías niños en el coche, llevabais allí doce horas
«y no ha venido nadie a ver cómo estamos, y ni siquiera nos han traído un
café».
Podría seguir
poniéndote ejemplos. Los hay a millares, pero con ésos te harás idea, a menos
de que seas muy imbécil, de por qué te llamo imbécil. Primero, por tu
incapacidad de asumir que el mundo es un lugar hostil donde pasan cosas malas,
donde normalidad y seguridad son relativas, y donde puedes horrorizarte, pero
no sorprenderte. Y en segundo lugar, porque crees que el Estado, sea el que sea
y lo maneje quien lo maneje, tiene la capacidad y la obligación de llevarte ese
café o avisar por teléfono de que en tu casa se van a resquebrajar las paredes
dentro de media hora. Pretendes, cretino implume, que el mundo sea una oenegé
dispuesta a atenderte en el acto; y en caso contrario buscas automáticamente un
responsable, una autoridad, un policía, un bombero; alguien en quien descargar
el resultado de tu imprevisión, o a quien atribuir responsabilidades que nada
tienen que ver con la voluntad humana. Eres tan infantil que no comprendes que
no todo es previsible, y que nadie es inmune al caos periódico, al zarpazo de
una Naturaleza desprovista de sentimientos. Se cae el avión, pillas el bicho,
se estrella el coche, y lo primero que haces es buscar a quien se zampe el
marrón. Necesitas culpables, y tal vez ésos a los que acusas lo sean; pero no
por los motivos que esgrimes. Llevan demasiado tiempo haciéndote vivir en un
cuento de hadas que acaba cuando pasas la página o tecleas en Google las
palabras Boko Haram, Afganistán o mujeres de Ciudad Juárez. Te han hecho creer
que el mundo es por fin un lugar seguro y que papá Estado se ocupa de todo. Te
han engañado como a un chino, suponiendo que a los chinos de ahora los engañe
alguien.
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