domingo, 14 de marzo de 2021

No hay café, gilipollas

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo. 



 

No hay café, gilipollas

 

22 Feb 2021

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Patente de corso

 

A ver si soy capaz de explicártelo, pedazo de gilipollas. Lee bien lo que te digo por si te sirve de algo, y de paso me sirve a mí. Uno de los efectos secundarios de la infinita capacidad de estupidez del ser humano es que reduce la compasión de cualquier observador lúcido. De esa estupidez nadie es inocente; todos somos responsables y víctimas. Pero sus manifestaciones extremas encierran un daño colateral: que cuando llega la nueva desgracia pronosticada en la lotería de la vida, ésa que las despiadadas reglas naturales imponen periódicamente –geometría del caos lo llamaba Faulques, un fulano que sale en una de mis novelas–, algunos observadores lúcidos miren la cosa con menos horror que curiosidad científica. Incluso con un amargo «pero ¿qué esperabais, idiotas?». Y ojo al dato, oye. Porque lo de idiotas va por ti.

 

La compasión, te digo. Busca la palabra en el diccionario y me ahorras texto. Me preocupa que ahora la pongamos tan difícil. Tú y yo, claro; pero –perdona que aquí pluralice menos– sobre todo tú. En otros tiempos tenías justificaciones, atenuantes; pero hace mucho que casi todos llevamos en el bolsillo un aparato donde basta pulsar una tecla para acceder a tres mil años de cultura, ciencia y memoria. Así que la excusa de la ignorancia no vale un carajo. Y esa certeza es peligrosa, porque de las pocas palabras que cuando todo se derrumba nos mantienen erguidos –dignidad, lealtad, amor, honradez y alguna otra– la compasión es básica. Si se pierde, es difícil recuperarla. Y sin ella, el ser humano se convierte un poco más en el peligroso animal que siempre fue, aunque la idiotez de nuestro siglo lo camufle con frases de Paulo Coelho. Sin compasión, estamos fritos. Nos volvemos gruñones, misántropos, egoístas, vitriólicos, francotiradores. Sin compasión me acabaré ciscando en tu puta madre, y eso no es bueno. No me quites la capacidad de compasión, por la cuenta que nos trae. Por lo menos, a mí.

Esa compasión me la pusiste de nuevo en peligro hace unos días, viéndote en la tele. Eras tú, el de siempre. Salías hablando de los terremotos que han sacudido Granada porque ese día eras de allí, aunque te he reconocido en otros lugares. Y oyéndote hablar, me enganchaste de nuevo. Tu comentario era estupendo, y lo apunté para que no se me fuera: «Tienen sismógrafos para prevenir estas cosas, pero nadie nos ha avisado. Es una vergüenza». Eso fue lo que soltaste. Y no me digas que recordada en frío no es una frase cojonuda. Resume de forma admirable un montón de cosas que no detallaré porque sonarían a insulto, pero sí te digo una: estás mal acostumbrado, ciudadano. O, seamos compasivos, te acostumbraron mal. Pasó igual cuando Filomena taponó España con nieve, las carreteras se llenaron de automóviles bloqueados pese a que se había advertido de lo que venía, y saliste en el telediario a quinientos metros de Carrefour –ese día eras mujer, pero te reconocí– indignado porque tenías niños en el coche, llevabais allí doce horas «y no ha venido nadie a ver cómo estamos, y ni siquiera nos han traído un café».

Podría seguir poniéndote ejemplos. Los hay a millares, pero con ésos te harás idea, a menos de que seas muy imbécil, de por qué te llamo imbécil. Primero, por tu incapacidad de asumir que el mundo es un lugar hostil donde pasan cosas malas, donde normalidad y seguridad son relativas, y donde puedes horrorizarte, pero no sorprenderte. Y en segundo lugar, porque crees que el Estado, sea el que sea y lo maneje quien lo maneje, tiene la capacidad y la obligación de llevarte ese café o avisar por teléfono de que en tu casa se van a resquebrajar las paredes dentro de media hora. Pretendes, cretino implume, que el mundo sea una oenegé dispuesta a atenderte en el acto; y en caso contrario buscas automáticamente un responsable, una autoridad, un policía, un bombero; alguien en quien descargar el resultado de tu imprevisión, o a quien atribuir responsabilidades que nada tienen que ver con la voluntad humana. Eres tan infantil que no comprendes que no todo es previsible, y que nadie es inmune al caos periódico, al zarpazo de una Naturaleza desprovista de sentimientos. Se cae el avión, pillas el bicho, se estrella el coche, y lo primero que haces es buscar a quien se zampe el marrón. Necesitas culpables, y tal vez ésos a los que acusas lo sean; pero no por los motivos que esgrimes. Llevan demasiado tiempo haciéndote vivir en un cuento de hadas que acaba cuando pasas la página o tecleas en Google las palabras Boko Haram, Afganistán o mujeres de Ciudad Juárez. Te han hecho creer que el mundo es por fin un lugar seguro y que papá Estado se ocupa de todo. Te han engañado como a un chino, suponiendo que a los chinos de ahora los engañe alguien.

 

domingo, 14 de febrero de 2021

Pedro Sánchez y la "Marcha Radetzky"

 Leído por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.



Pedro Sánchez y la 'Marcha Radetzky'. 
Jorge de Esteban, 
04/enero/2019


"Durante los 10 años en que realicé en el Instituto Ramiro de Maeztu, la preparatoria, el bachillerato y el preuniversitario, según la terminología de entonces, se me quedaron grabados los acordes de una melodía que sonaba por los altavoces de los campos de deportes para indicarnos que el recreo, de 11 a 11.30, se había terminado y había que volver a clase. Para muchos esa música tan rítmica, e incluso atrayente, no gozaba de simpatía, porque nos aguaba los minipartidos de baloncesto que tradicionalmente jugábamos en unos campos con canastas que fueron el origen del Estudiantes, una leyenda en el Ramiro y en el deporte nacional.

Ignoro quién fue el que seleccionó esta partitura de alcance universal, como acabamos de comprobar en el cierre del tradicional Concierto de Año N
uevo de Viena, obra del patriarca de los Strauss, titulada Marcha Radetzky, y que fue compuesta en honor del mariscal austríaco Joseph Radetzky con el fin de celebrar sus victorias militares. Sin embargo, si en sus orígenes fue adorada patrióticamente por el pueblo austríaco, después sería odiada cuándo el mariscal reprimió violentamente manifestaciones populares. A muchos del Ramiro nos ocurrió al revés: durante nuestra estancia en el colegio la odiábamos;pero, en nuestra vida adulta, como le ocurre a casi todo el mundo, nos apasiona oírla.

Supongo que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, alumno que fue también del Ramiro, oiría igualmente miles de veces la obra de Johann Strauss, amargándole con sus inigualables compases la interrupción de un apasionante minipartido que no había más remedio que finalizar. Por lo demás, cuando Sánchez dejó de jugar al baloncesto en el Estudiantes, decidió dedicarse a la política y, como escribe Fernando Garea, no hay duda de que las circunstancias y el azar casi siempre le han favorecido, claro que él, sin duda, ha sabido aprovecharlo. Así llegó por carambola dos veces a ser diputado y así ha sido para convertirse en presidente del Gobierno, gracias a la moción de censura que le ofreció en bandeja el irresponsable Rajoy. En los momentos en que se aprobó la misma, hubo muchos políticos que criticaron, si no su legalidad, al menos su legitimidad, afirmando que no había sido elegido por el pueblo. Semejante crítica, como ya expliqué en su momento, era injusta porque su nombramiento fue legal y legítimo, pero es cierto que acabó perdiendo su legitimidad por no convocar inmediatamente elecciones. En efecto, la moción de censura constructiva tal y como se inventó y se practica en Alemania, exige que haya primeramente una mayoría suficiente para destituir, a causa de sus errores, al presidente en ejercicio;y, en segundo lugar, que exista un candidato a sucederle que cuente con una mayoría indispensable para poder gobernar. Es más: cuándo Helmut Kohl presentó el 1 de octubre de 1982 una moción contra Helmut Schmidt, lo hizo porque ya contaba con la coalición del Partido Liberal, que abandonó a Schmidt, para gobernar con la CDU y, por si no fuera suficiente, convocó cuatro meses después nuevas elecciones para conseguir una mayor estabilidad.

La situación en España ha sido completamente diferente, porque Sánchez contaba sólo con 84 diputados, por lo que le faltaban 92 para destituir a Rajoy y poder gobernar después. Como es sabido, logró esa mayoría reuniendo a un grupo de diputados que era un totum revolutum, en donde no existía ninguna afinidad para formar un Gobierno. Es más: una parte importante de ellos pertenecía a partidos nacionalistas o separatistas que buscaban un Ejecutivo débil en Madrid que facilitase sus objetivos. Concretamente en Cataluña, desgobernada por dos personas desequilibradas, presenciamos todos los días las contradicciones de Sánchez afirmando que él solucionará el problema catalán con "diálogo, diálogo y diálogo". Sin embargo, tras el simulacro de diálogo mantenido en Barcelona días atrás, Torra le presentó una carta con 21 reivindicaciones que aún desconocemos los ciudadanos. Así que seguimos igual -mejor dicho, peor- porque uno quiere diálogo y el otro quiere monologar, es decir, imponer. Y, naturalmente, todo ello fuera de la Constitución, palabra que Torra exigió que desapareciese de esa obra de arte que es el manifiesto conjunto emitido antes del Consejo de Ministros de Barcelona, sustituyéndola por la de "seguridad jurídica". Pero como Torra desconoce lo que es el Estado de derecho, no se apercibió de que el artículo 9.3 de nuestra Carta Magna dice expresamente que "la Constitución garantiza, entre otros principios, el de seguridad jurídica"; ésta no existe si no se cumple la Constitución.

En otras palabras, el presidente está gobernando, por decirlo así, contra natura, aceptando, por una parte, los caprichos de Pablo Iglesias, especialmente contra la Monarquía. Sin darse cuenta, por ejemplo, de que suprimir la inviolabilidad del Rey exige una reforma constitucional que debe ser aprobada por dos Cortes Generales sucesivas y la convocatoria de un referéndum. Y, por otra parte, soporta, sin inmutarse, las machadas de ese gran jurista que es Torra, cuando afirma que "no aceptará" una sentencia condenatoria contra los golpistas encarcelados, calentando ya el ambiente para cuando se inicie el juicio. Unos y otros del conjunto de aliados de la banda de Sánchez comparten la idea de que el verdadero principio constitucional es el que formuló Al Capone cuando expresó su concepción del Derecho aplicada al juego: "Cuatro ases pierden ante cuatro reyes y un revólver". En nuestro caso, todavía no es necesaria la pistola, pues por el momento se consigue lo mismo con un puñado de votos bien empleados.

En definitiva, si Sánchez continúa unos meses más como presidente, corremos el peligro de sufrir una tragedia nacional de la que ignoramos sus dimensiones. No se puede gobernar con mentiras continuas porque al tiempo se le puede engañar pero sólo un tiempo. Y lo mismo se puede sostener de su promesa de transparencia, cuando hay cada vez más opacidad en su gestión. No se puede gobernar con un Gobierno del que tuvieron que dimitir dos ministros por razones lógicas, mientras que al menos siete no quieren renunciar estando señalados por los mismas o peores pecados. No se puede gobernar con un conjunto de partidos o bandas antisistema que lo único que querían era tener al presidente atado de pies y manos incapaz de poder tomar decisiones profundas para mejorar al país. Pero, eso sí, le permiten que utilice aviones y helicópteros oficiales para uso privado, que disfrute de las residencias de La Moncloa, de Doñana, de La Mareta, y tal vez de alguna más, como si las hubiera heredado de sus abuelos. No se puede gobernar sin calcular los gastos y los ingresos, pero este Gobierno se comporta como si fuera los Reyes Magos, para después aumentar los impuestos. No se puede gobernar sin que se aprueben los Presupuestos Generales del Estado y todo indica que difícilmente se conseguirá. No se puede gobernar con un PSOE que, de no ocurrir un milagro, está en fase de liquidación.

Y para no agotar todas las habilidades de buen gobernante que adornan a Pedro Sánchez, hay que destacar lo mejor de todo: sigue siendo presidente porque el grupo de nacionalistas catalanes, encabezado por Torra, le apoyarán mientras les interese, advirtiendo que los miembros de la Generalitat violan constantemente la Constitución, pisotean los derechos de los catalanes no separatistas y se ríen del Tribunal Constitucional. En suma, con esta tropa era impensable que se pudiese gobernar, lo cual debía haberlo previsto Sánchez para convocar, como hizo Kohl, las elecciones un mes después de la moción de censura. Pero si no lo hizo entonces, tiene que hacerlo ahora, sin demora. Porque está sonando la Marcha Radetzky, tarareada rítmicamente por el coro del 70% de los españoles que exigen elecciones inmediatas; se ha acabado el recreo de siete meses y hay que volver a casa. Por si fuera poco, Pablo Casado, el líder del PP, aunque tal vez tempranamente, le está acusando de "traición".

Si sigue actuando como hasta ahora, favoreciendo sobre todo a los separatistas, este epíteto lo podría merecer desde luego;y entonces se le podría aplicar, en lugar del artículo 113 de la Constitución, que regula la moción de censura, el artículo 102, que se ocupa de la presunta traición del presidente del Gobierno. Sería lamentable que esto ocurriese, pero sólo él tiene la clave para evitarlo mediante la convocatoria urgente de elecciones generales. Cierto que dejaría de ser inquilino de La Moncloa, pero adquiriría uno de los más jugosos títulos del país: ex presidente del Gobierno."

https://www.elmundo.es/opinion/2019/01/04/5c2e15a221efa030628b45d0.html

domingo, 31 de enero de 2021

Apenas leo poesía.

No he sido nunca persona apasionada por la poesía, ni a su lectura ni escritura. Para ésta última, Polimnia no me dotó de la más mínima gracia; de la media docena, o poco más, de poemas que escribí allá por los dieciocho, creo recordar que sólo un par sobrevivieron más allá de los veinte minutos tras su redacción. Los supervivientes estuvieron guardados junto a otras reliquias hasta que el tiempo y las mudanzas los hicieron desaparecer.

La lectura fue otra cosa. Leí, y leo poesía, pero poca, la que por casualidad cae en mis manos, no la suelo buscar. Sí lo hice en aquella juventud, recién salido de la adolescencia, cuando el momento empujaba a ello, ayudado por cantantes y grupos cuyo éxito estaba, en ocasiones, más condicionado por las circunstancias sociales y políticas —canción protesta y folk los llamaban— que por su propia calidad como tales. Pero sin duda, sabíamos diferenciar.

Escuchar a algunos de aquellos tipos, Serrat, Jarcha, Paco Ibáñez, Nuestro Pequeño Mundo, Luis Pastor, Patxi Andion, me animó a comprar, no sólo sus discos, sino también algunos libros, entre ellos poesías completas y antologías de los obligatorios: A. Machado, Lorca y M. Hernández entre los españoles y, como no, Neruda.

De la lectura de aquellos libros, y la perseverante audición de los discos, fue natural que más de un poema quedara memorizado, y que, durante muchos años, y en muchas ocasiones, su recitado mental fuera recurso para la meditación y la búsqueda de sosiegos momentáneos.

Quedaron de entonces en la memoria, más o menos en su integridad, poemas como Elegía a Ramón Sijé, Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido, Romance de la luna, luna, Palabras para Julia, A un olmo seco, y yo qué sé cuántos más. Y cantabas por lo bajini, siempre en soledad, porque para el canto tampoco llegaste dotado, Mánuel:

 

«quítame el pan si quieres,

quítame el aire,

pero no me quites tu risa»,

o

«cuando se miran de frente

los vertiginosos ojos claros de la muerte,

se dicen las verdades:

las bárbaras, terribles, amorosas crueldades».

 

Sigue la casualidad acercándome algún poema nuevo, desconocido, que leo pero que disfruto poco; releo de vez en cuando aquellos de juventud, y me inclino más, a diario, por una novela o algo de historia.

¿Y a qué ha venido ahora escribir sobre poesía y mi escaso interés por ella?

Ah, que una de esas casualidades —páginas de internet que frecuento, no todo va a ser sobre papel—, me ha mostrado otro de aquellos poemas que leí y memoricé con dieciocho o veinte años, y que iniciaba una antología de la generación del 27. Recuerdo que me impresionó, y admití que, para escribir aquello, había que tener una experiencia de la que yo, evidentemente carecía entonces, y deseé que llegara el tiempo en el que pudiera identificarme con esos versos:


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.

 

Hoy, a pesar de verme reflejado en ellos, considero que no, que aún no ha llegado mi conocimiento y mi juicio al estado preciso para hacerlos totalmente míos. Habrá que esperar.

 

Posdata:

No me resigno a dar fin a esta entrada sin dejar aquí testimonio de cual fue el primer poema que aprendí, o más bien empollé, pues fue un deber con ocho o nueve años en la vieja escuela del Cristo, para su recitado público en un fin de curso. Se trató de, no podía ser otra, «La canción del Pirata», de Espronceda, y se me obligó a memorizarla completa y no sólo la versión reducida que el gran público conoce. Porque, ¿a que no sabes que hay muchas más estrofas?, ¿conocías éstas?:

 

«Allá muevan feroz guerra

ciegos reyes

por un palmo más de tierra,

 que tengo yo aquí por mío

cuanto abarca el mar bravío,

a quien nadie impuso leyes»

 

o esta otra:

En las presas

yo divido

lo cogido

por igual,

sólo quiero

por riqueza

la belleza

sin rival»


domingo, 10 de enero de 2021

Cerro Muriano

Para que alguien me hiciera esta fotografía tuve que levantarme muy temprano un 4 de octubre de 1978 y montarme en el ferrobús que desde Cabeza del Buey llegaba hasta Badajoz pasando por mi pueblo a primera hora de la mañana. Mi padre me acompañó hasta la estación y nos despedimos, digamos con normalidad, sin drama, pues a pesar de que me iba a la mili, ésta se desarrollaría prácticamente ahí al lado. Supongo que la despedida de mi madre, en casa, fue más o menos igual, «ten cuidadito, hijo, sé bueno», cosas así. Pero sin lágrimas, que al fin y al cabo uno ya había tenido algunas ausencias del nido.
En Badajoz debía de presentarme en el Cuartel Menacho, y así lo hice, no estaba en mis planes la deserción. Era la primera vez, evidentemente, que visitaba un lugar así y en tales circunstancias, ignorante del futuro más inmediato, asustado, para qué negarlo, perdido entre una multitud de muchachos tan ignorantes y asustados como yo.
Allí, en un patio inmenso debió trascurrir el resto del día, juro que no lo recuerdo, como por ensalmo olvidé al poco lo ocurrido en aquellas mis primeras horas de vida militar forzosa y, desde que pisé ese cuartel hasta que, ya entrada la noche, volví a pasar por mi pueblo montado en otro tren que me llevaba, a mí y a muchos otros, hasta la sierra de Córdoba, un vacío se había adueñado de mi mente y de mi recuerdo, y como si de un acto hipnótico se tratara está en blanco. Ya de madrugada, el tren se detuvo en la estación de Cerro Muriano y desde allí caminamos —¿una hora, dos? — a oscuras hasta el Campamento donde seríamos recibidos con las primeras órdenes de las muchas, infinitas, que oiría durante los dos próximos meses.
A partir de entonces todo cambió, nada volvió a ser como antes, ni los actos, los tiempos, los objetos, las conversaciones, las miradas, las imágenes, los sentimientos. Nada. Todo ya tuvo otra perspectiva, otro ritmo, otros colores y sabores, incluso otros dolores y, para qué negarlo, otros placeres. Todo distinto, todo: el tiempo perfectamente tasado, el pensamiento limitado, las opiniones cegadas, las posturas obligadas, las costumbres ignoradas, las caras desconocidas, luego aceptadas y al cabo del tiempo olvidadas. Y la disciplina como primer mandamiento.
Una vez que me proporcionaron el uniforme y lo vestí, y arrinconé en el fondo de la taquilla la ropa de civil, fue cuando de verdad sentí en la que me habían metido. Yo dejaba de ser yo para ser igual a los demás, daba lo mismo la procedencia, clase social, conocimientos, gustos o ideas. Lo único que nos distinguía a unos de otros, lo único en qué éramos diferentes, qué cosa más simple, quién lo iba a pensar, era nuestra estatura. Mis 1’73 metros de altura determinaron mi lugar en la formación: de mayor a menor en la columna y más o menos iguales en las filas, una coordenada. Una vez asignado el sitio no debías olvidarlo, ni las caras de quienes te rodeaban, ni ellos la mía. Yo ya no era yo, yo era una posición, el mensaje era claro, y lo capté. Ah, y también fui dos números que tampoco debía olvidar, uno como persona, bueno, como recluta, que es como se denominaba a los aprendices de soldado, y otro el del fusil que me asignaron y con el que cargué durante horas y horas de instrucción de orden cerrado. Por supuesto el fusil siempre estuvo descargado, faltaría más, ¡anda que hubiera estado bueno lo contario! A ver, un par de veces estuvo cargado, para prácticas de tiro, relatar la primera de ellas llenaría un folio, mejor lo dejo para otra ocasión.
Lo de la instrucción de orden cerrado tiene su ciencia y enseguida comprendí la filosofía del asunto: el grupo humano alineado, en su sentido geométrico, derivado de línea, aunque también un poco de la acepción haber tomado partido por algo, en este caso a la fuerza. Y todos respondiendo a una misma voz, firmes ar, derecha ar, al hombro ar, todo el día, todos los días, uno tras otro, hasta que el conjunto se llegó a mover como si de un solo individuo se tratara, que ése era el propósito. Y así para cualquier actividad: toque de diana, en formación; a comer, en fila y ocupando el mismo lugar en el comedor —la salida ya era a discreción—; vacunación masiva, en fila; toque de retreta, en formación, hala, vamos a la cama. Duchas, dos en dos meses, agua fría, también en fila.
De vez en cuando, no todos los días, quedabas asignado para realizar durante la jornada algún servicio, con lo que te excluían de las eternas horas de instrucción. Aquellos servicios eran, que recuerde, básicamente dos: cocina (*) y limpieza cuartelera. Y también una noche hice, con otro compañero, lo que llaman refuerzo de guardia, que no fue otra cosa que recorrer de madrugada las inmediaciones del edificio de mi compañía durante unas horas, protegidos con un capote para el frío y armados con una bayoneta —el recuerdo me resulta cómico porque cómico nos pareció en aquel momento, «¿crees que si atacan podremos hacer algo con ésto?».
Los sábados a primera hora, después del desayuno, ¿te has portado bien durante la semana?, sí, pues permiso de fin de semana: a la cercana Córdoba o a Sevilla para ir apuntalando el futuro que empezabas a soñar. Que mira por dónde esto último resultó satisfactoriamente, el tema fue para adelante. Y todo o en parte por el empujoncillo que dio a la cuestión del destino que me asignarían el cura que me dio la Primera Comunión 14 años antes y que, oportunamente, ejercía de capellán en el campamento.
Dos meses después de la fecha que encabeza esta Crónicas desde el doblao, el 3 de diciembre de 1978, un servidor y algunos cientos de reclutas más, bajo la atenta mirada de incontables mandos militares y la, sin duda emocionada, de madres y allegados, juré, juramos bandera —acción que no produjo en mí ningún tipo de emoción, si acaso impasibilidad— en un acto que se me hizo eterno pero llevadero, pues en días previos los ensayos fueron muchos y el cuerpo ya se había hecho a ello. De aquel acto no conservo fotografía alguna, no hay, que yo sepa, documento gráfico que atestigüe que yo he jurado fidelidad a la bandera, pero ni falta que hace, que aquí queda escrito que sí, que yo lo hice.

(*) De uno de los días de cocina, tal vez sólo hubo uno, recuerdo un sucedido que terminó con una frase que me espetó el sargento de cocina al ver la manera en que yo procedía con la misión que se me había asignado. Resulta que, después de recoger y limpiar las mesas del comedor, cacharros de cocina y los útiles en general, fui designado para ir depositando cuidadosamente en unas estanterías toda la vajilla limpia, bandejas de aluminio, vasos, etc., conforme el resto de los compañeros iba trayendo el material recién limpiado. Cuando llevaba bastante avanzado el trabajo, ordenados y apilados los elementos según mi lógica, se presentó el antedicho sargento de cocina, de los que llamaban de complemento, o sea, con carrera, aunque fuera de grado medio, estableciéndose entre él y yo, más o menos, el siguiente diálogo:
— ¿Qué está haciendo?
— Coloco las bandejas que me van trayendo, mi sargento (coletilla obligatoria).
— ¿Y por qué las está colocando así?
— Pues porque pienso que…
— ¿Qué ha dicho?
— Que pienso que…
— Usted no está aquí para pensar, somos nosotros quienes pensamos por usted —muy educadamente, eso sí, sin levantar la voz.
Volvió hacia la puerta y gritó:
— ¡Cabo!
— A sus órdenes, mi sargento —contestó un cabo a los dos segundos, que parecía que estaba escuchando tras la puerta.
— Dígale al recluta cómo ha de colocar las cosas.
— A sus órdenes, mi sargento.
No debería ser necesario decir, pero lo digo, que quité todo aquello y volví a ponerlo tal y como el cabo me indicó, de manera distinta a como yo lo había hecho, sin preguntas ni debates, y lo mejor, sin enfado por mi parte. Aquel «…somos nosotros quienes pensamos por usted…», fue altamente revelador, un antes y un después, una máxima que recordé y seguí al pie de la letra durante los doce meses siguientes.