domingo, 31 de enero de 2021

Apenas leo poesía.

No he sido nunca persona apasionada por la poesía, ni a su lectura ni escritura. Para ésta última, Polimnia no me dotó de la más mínima gracia; de la media docena, o poco más, de poemas que escribí allá por los dieciocho, creo recordar que sólo un par sobrevivieron más allá de los veinte minutos tras su redacción. Los supervivientes estuvieron guardados junto a otras reliquias hasta que el tiempo y las mudanzas los hicieron desaparecer.

La lectura fue otra cosa. Leí, y leo, poesía, pero poca, la que por casualidad cae en mis manos, no la suelo buscar. Sí lo hice en aquella juventud, recién salido de la adolescencia, cuando el momento empujaba a ello, ayudado por cantantes y grupos cuyo éxito estaba, en ocasiones, más condicionado por las circunstancias sociales y políticas —canción protesta y folk los llamaban— que por su propia calidad como tales. Pero sin duda, sabíamos diferenciar.

Escuchar a algunos de aquellos tipos, Serrat, Jarcha, Paco Ibáñez, Nuestro Pequeño Mundo, Luis Pastor, Patxi Andion, me animó a comprar, no sólo sus discos, sino también algunos libros, entre ellos poesías completas y antologías de los obligatorios: A. Machado, Lorca y M. Hernández entre los españoles y, como no, Neruda.

De la lectura de aquellos libros, y la perseverante audición de los discos, fue natural que más de un poema quedara memorizado, y que, durante muchos años, y en muchas ocasiones, su recitado mental fuera recurso para la meditación y la búsqueda de sosiegos momentáneos.

Quedaron de entonces en la memoria, más o menos en su integridad, poemas como Elegía a Ramón Sijé, Llanto de las virtudes y coplas…, Romance de la luna, luna, Palabras para Julia, A un olmo seco, y yo qué sé cuántos más. Y cantabas por lo bajini, siempre en soledad, porque para el canto tampoco llegaste dotado, estrofas de Neruda o de Celaya:

 

«quítame el pan si quieres,

quítame el aire,

pero no me quites tu risa»,


«cuando se miran de frente

los vertiginosos ojos claros de la muerte,

se dicen las verdades:

las bárbaras, terribles, amorosas crueldades».

 

Sigue la casualidad acercándome algún poema nuevo, desconocido, que leo pero que disfruto poco; releo de vez en cuando aquellos de juventud, y me inclino más, a diario, por una novela o algo de historia.

¿Y a qué ha venido ahora escribir sobre poesía y mi escaso interés por ella?

Ah, que una de esas casualidades —páginas de internet que frecuento, no todo va a ser sobre papel—, me ha mostrado otro de aquellos poemas que leí y memoricé con dieciocho o veinte años, y que iniciaba una antología de la generación del 27. Recuerdo que me impresionó, y admití que, para escribir aquello, había que tener una experiencia de la que yo, evidentemente carecía entonces, y deseé que llegara el tiempo en el que yo pudiera identificarme con esos versos:

 

«Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos».

 

Hoy, a pesar de verme reflejado en ellos, considero que no, que aún no ha llegado mi conocimiento y mi juicio al estado preciso para hacerlos totalmente míos. Habrá que esperar.

 

Posdata:

No me resigno a dar fin a esta entrada sin dejar aquí testimonio de cual fue el primer poema que aprendí, o más bien empollé, pues fue un deber con ocho o nueve años en la vieja escuela del Cristo, para su recitado público en un fin de curso. Se trató de, no podía ser otra, «La canción del Pirata», de Espronceda, y se me obligó a memorizarla completa y no sólo la versión reducida que el gran público conoce. Porque, ¿a que no sabes que hay muchas más estrofas?, ¿conocías éstas?:

 

«Allá muevan feroz guerra

Ciegos reyes

Por un palmo más de tierra,

 que tengo yo aquí por mío

cuanto abarca el mar bravío,

a quien nadie impuso leyes»

 

o esta otra:

 

En las presas

yo divido

lo cogido

por igual,

sólo quiero

por riqueza

la belleza

sin rival» 

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