No he
sido nunca persona apasionada por la poesía, ni a su lectura ni escritura. Para
ésta última, Polimnia no me dotó de la más mínima gracia; de la media docena, o
poco más, de poemas que escribí allá por los dieciocho, creo recordar que sólo
un par sobrevivieron más allá de los veinte minutos tras su redacción. Los
supervivientes estuvieron guardados junto a otras reliquias hasta que el tiempo
y las mudanzas los hicieron desaparecer.
La lectura fue otra cosa. Leí, y leo, poesía,
pero poca, la que por casualidad cae en mis manos, no la suelo buscar. Sí lo
hice en aquella juventud, recién salido de la adolescencia, cuando el momento
empujaba a ello, ayudado por cantantes y grupos cuyo éxito estaba, en
ocasiones, más condicionado por las circunstancias sociales y políticas
—canción protesta y folk los llamaban— que por su propia calidad como tales.
Pero sin duda, sabíamos diferenciar.
Escuchar a algunos de aquellos tipos, Serrat, Jarcha,
Paco Ibáñez, Nuestro Pequeño Mundo, Luis Pastor, Patxi Andion, me animó a
comprar, no sólo sus discos, sino también algunos libros, entre ellos poesías
completas y antologías de los obligatorios: A. Machado, Lorca y M.
Hernández entre los españoles y, como no, Neruda.
De la lectura de aquellos libros, y la perseverante
audición de los discos, fue natural que más de un poema quedara memorizado, y que,
durante muchos años, y en muchas ocasiones, su recitado mental fuera recurso
para la meditación y la búsqueda de sosiegos momentáneos.
Quedaron de entonces en la memoria, más o menos
en su integridad, poemas como Elegía a Ramón Sijé, Llanto de las virtudes y
coplas…, Romance de la luna, luna, Palabras para Julia, A un olmo seco, y
yo qué sé cuántos más. Y cantabas por lo bajini, siempre en soledad, porque
para el canto tampoco llegaste dotado, estrofas de Neruda o de Celaya:
«quítame el pan si quieres,
quítame el aire,
pero no me quites tu risa»,
«cuando
se miran de frente
los vertiginosos
ojos claros de la muerte,
se dicen las
verdades:
las bárbaras,
terribles, amorosas crueldades».
Sigue la
casualidad acercándome algún poema nuevo, desconocido, que leo pero que
disfruto poco; releo de vez en cuando aquellos de juventud, y me inclino más, a
diario, por una novela o algo de historia.
¿Y a qué ha
venido ahora escribir sobre poesía y mi escaso interés por ella?
Ah, que una de
esas casualidades —páginas de internet que frecuento, no todo va a ser sobre
papel—, me ha mostrado otro de aquellos poemas que leí y memoricé con dieciocho
o veinte años, y que iniciaba una antología de la generación del 27. Recuerdo
que me impresionó, y admití que, para escribir aquello, había que tener una
experiencia de la que yo, evidentemente carecía entonces, y deseé que llegara
el tiempo en el que yo pudiera identificarme con esos versos:
Hoy, a pesar de
verme reflejado en ellos, considero que no, que aún no ha llegado mi
conocimiento y mi juicio al estado preciso para hacerlos totalmente míos. Habrá
que esperar.
Posdata:
No me resigno a dar fin a esta entrada sin dejar aquí testimonio de cual
fue el primer poema que aprendí, o más bien empollé, pues fue un deber con ocho
o nueve años en la vieja escuela del Cristo, para su recitado público en un fin
de curso. Se trató de, no podía ser otra, «La canción del Pirata», de
Espronceda, y se me obligó a memorizarla completa y no sólo la versión reducida
que el gran público conoce. Porque, ¿a que no sabes que hay muchas más
estrofas?, ¿conocías éstas?:
«Allá muevan feroz guerra
Ciegos reyes
Por un palmo más de tierra,
que tengo yo aquí por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes»
o esta otra:
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual,
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival»
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