Tenía mi madre la costumbre de arreglarnos,
poco más o menos de domingo, a mi hermano y a mí a última hora de cada tarde y
marchar los tres a casa de mi abuelo, a donde también se dirigía siempre mi
padre una vez finalizada su jornada laboral, para pasar allí un par de horas con
toda la familia y regresar a casa, ya de noche, los cuatro juntos.
Tiempo después, cuando ella consideró que a mi
hermano, por edad y tamaño, se le podía ir dando responsabilidades, optó por
enviarnos cada día a los dos solos, «no os entretengáis, os vais derechitos»,
yo agarrado de su mano y él con el compromiso de que llegáramos en perfecto estado a casa de mi
abuelo. Ella se incorporaría más tarde, una vez dejara resueltos sus quehaceres
en casa.
Pues resulta que una de aquellas tardes en que
los dos íbamos, supongo que obedientemente agarrados de la mano, camino de la
acostumbrada reunión familiar, y tras cruzar Las Pasaderas y encaminarnos por
la calle San Francisco, vimos, al pasar por la calle Viriato, a un
numeroso grupo de niños que, aparentemente jugaban sobre los montones de tierra que ocupaban casi toda la
calle —seguramente se trataba de las obras de alcantarillado que por aquella
época se adueñaron de todas las calles del pueblo—, y a lo mejor fue, aunque realmente fue a lo peor, que nos paramos a mirar, pero sólo fue un ratito,
mamá, y ya no me acuerdo de más, ni siquiera del golpe ni del dolor, ni de los
momentos de después, de nada, que lo que en ese instante pasó me lo contaron más tarde y nunca lo he olvidado:
que aquellos niños no estaban jugando, que se trataba de una pelea,
y que una piedra mal dirigida me llegó a mí y abrió una brecha en mi cabeza.
A partir de aquel momento la luz pasó a negro,
o a rojo, que todo fue sangre, y la mente cambió a blanco. La luz se hizo en la cercana Casa de Socorro de la Cruz Roja, que fue adonde me llevó mi hermano
—seis añitos mal contados tendría por entonces el muchacho—, y allí me veo
ahora, sentado sobre una mesa, llorando a moco tendido, hipando entre ahogos,
mientras una monja regordeta, de blanco impoluto, me limpia la cara de sangre
y mocos.
Lo siguiente es estar sentado sobre las piernas de mi tío Vito, la monjita cosiendo mi herida y yo quejándome más que nunca. Mi madre que llega, nerviosísima, oigo que habla, pregunta, pero yo no la contesto, no sé si alguien lo hace; yo sólo miro a la monja, le digo que me duele, que se esté quieta por favor, pero no me hace caso, solamente tiene ojos y oídos para su trabajo, así que muevo la cabeza para zafarme, pero mi tío me sujeta para que no mueva mis brazos, ni la cabeza, «estate quieto, hijo». Y en sus brazos seguí hasta la casa de mi abuelo que recordándolo me pregunto: ¿cómo no iba yo a querer a ese hombre durante toda mi vida?
La vuelta a la nuestra no la recuerdo, seguramente la hice andando, que no era mi padre de cogerme en brazos, ni siquiera para subir la cuesta de nuestra calle. Sin embargo, casi me atrevo a decir que aquella noche sí lo hizo.
Un par de apuntes antes de concluir:
— Uno: nunca he llegado a explicarme cómo mi
hermano me llevó hasta el la Cruz Roja, me dejó allí y corrió a avisar a mi tío —su
casa estaba muy cerca— y después fue a la nuestra a comunicárselo a nuestra madre.
¿Qué se le pasó por la cabeza para actuar así? Cada vez que he pensado en ello llego
a la conclusión que lo más conveniente que pudo suceder fue que yo recibiera la
pedrada, porque si la víctima hubiera sido él, juro que no habría
sabido qué hacer, ni hubiéramos llegado a la Casa de Socorro, ni buscado a mi tío,
ni a mi madre, ni nada de nada. Me habría quedado en la calle llorando y Dios
sabe quién se hubiera ocupado del asunto.
— Dos: no por aquello no he tirado piedras
durante mi vida, que sí lo he hecho y en numerosas ocasiones, sobre todo en los
ríos, en aguas remansadas y con cantos planos, haciéndolos saltar sobre el agua,
pugnando con otros a ver quien hacía más “ranas”. Nunca lo he hecho en
condiciones en las que intuyera algún peligro, que aquello aún lo he olvidado y
ha quedado impreso en mi memoria de manera imborrable. Y por supuesto, nada de
tirachinas, nunca, nunca he tenido uno, y mis hijos tampoco.
Otro apunte, este ya es final: llegué a saber quién
fue el que lanzó la piedra, su filiación y domicilio, lo conocí y nos vimos en
numerosas ocasiones a lo largo de su vida —alguien me dijo, hace mucho tiempo,
que había fallecido—, pero nunca le dije nada, ni él a mí tampoco, a pesar de
que los dos conocíamos perfectamente esta historia.
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