Lo que hoy son cientos, quizás miles, de fotografías guardadas en un teléfono móvil o en un ordenador, podrían ser entonces apenas unas decenas. Un carrete fotográfico contenía película para doce o veinticuatro instantáneas; si arrascabas algo más de dinero, el carrete sería de treinta y seis, todo un lujo y un mundo por delante.
Y con él, dentro de tu cámara, te ibas a vivir momentos que tenían la obligación de ser trascendentales, porque si no lo fueran, ya te cuidarías mucho de no gastar tan preciado tesoro; cada carrete costaba una pasta que se llevaba casi la cantidad semanal asignada, y su revelado aún más. Así que había que administrar convenientemente su uso, estudiar con detenimiento el momento, el paisaje, la pose, la compañía, no despilfarrar un disparo, dosificando con acierto el irrefrenable deseo de inmortalizar todas y cada una de las situaciones, procurando que ninguna de ellas fuera irrelevante.
De aquella obligación adquirida he heredado, con seguridad, el moderado empleo de los medios actuales, prefiriendo en la mayoría de las situaciones ver la vida con mis ojos y no a través de modernos instrumentos digitales. Aunque, eso sí, hay excepciones.
Pues corría el año 1974 y por mayo, que era por mayo cuando estaba a punto de terminar el sexto curso de Bachillerato, segundo del Superior, fue que los alumnos de aquel año viajamos para homenajearnos por tan meritorio logro al sur de la Península Ibérica, que tampoco la cosa era para tirar cohetes, pero era viajar al fin y al cabo, y eso ya era algo a tener en cuenta para casi todos nosotros, que íbamos a ser bachilleres y las puertas de nuestro futuro estaban a punto de ser abiertas.
Y de aquel viaje es la instantánea que hoy dejo aquí. Está tomada en El Puerto de Santa María, a bordo del Adriano, al que por allí llamaban “el vaporcito del Puerto”, y que nos trasladó desde esa población hasta la ciudad de Cádiz, donde pasaríamos nuestra primera noche del viaje. Me pregunto quién sería el autor de la foto, si yo le pedí que la hiciera o si para él formó parte de una broma de adolescentes.
Quiero recordar que todos debimos estar felices por aquella circunstancia; y digo quiero como sinónimo de deseo, porque afirmarlo no puedo a tenor del semblante de evidente gravedad de los dos personajes que aparecen en la foto. Pero sí, seguro que todos nos sentíamos afortunados, para más de uno sería la primera vez que vieran el mar, y también la primera singladura, aunque sólo fuera un rato y sin salir de la bahía.
Los dos personajes son fácilmente reconocibles si quien lee esto estaba aquella luminosa mañana a bordo del Adriano. Ella es Raquel Hidalgo Concellón, una de las compañeras con las que, por primera vez, compartí curso, aunque no aula, que fue mixto aquel del 73 al 74. El otro soy yo.
Es para mí un misterio, que nunca he conseguido desentrañar, el que esta fotografía sea la única que conservo de aquel viaje, si la cámara era mía —la Kodak Instamatic que me regalaron en el concurso de Redacción de Coca Cola dos años antes— y el carrete, y el resto de fotos que en aquel viaje debí de hacer. Pues eso, que esta es la única foto que de aquellos días guardo, ninguna otra, sólo ésta. ¿Qué sería de las demás?
De Raquel recuerdo, porque esto va de recuerdos, sobre todo dos cosas: una, que era distinta a todas, si bien debería escribir que era elegancia y estilo, que bastaba mirar simplemente como se alejaba andando, para apreciarlo con suficiencia. Y segundo su voz, que la sentía amable y segura, y por ello, lo que de ella escuchaba siempre me parecía que iba más allá de la escasa sensatez de púberes conversaciones. Sin embargo, y a pesar de esos dos atractivos, nunca la incluí en la lista de mis pretensiones. Si es que por entonces yo tenía pretensiones ciertas.
En esta fotografía parece estar ausente, pero sólo lo debe de parecer, porque lo de los ojos cerrados es porque el sol ataca de frente. Está sentada a mi lado, y yo al suyo, seguro que fue una casualidad, sin ningún deseo previo: nos hemos dado prisa por coger asiento, simplemente, y habremos coincidido. Me parece, y ahora me viene otro recuerdo, que un servidor estaba en ese momento fastidiando a otro compañero, por entonces amigo, que habría dado lo que le pidieran por haber estado en mi lugar, a su lado en aquella travesía.
Yo, como tantas veces y más a partir de entonces, estoy serio, como durante casi toda mi vida me he visto en las fotografías y sin que apenas me llamara la atención. Pasados muchos años cuando lo constaté, traté de encontrar una explicación a ello sin conseguirlo, a la vez que trataba de reformarme, forzando la sonrisa en ocasiones o sonriendo abiertamente en la mayoría de ellas.
Pasado el curso siguiente, que fue el COU, no volví a ver ni saber nada de Raquel, como tampoco de casi todos los compañeros —bien podrías decir todos, Mánuel— que tuve durante mi etapa en el Instituto. Así que añado uno más a los interrogantes que han surgido durante la redacción de esta instantánea: ¿qué fue de ella, de ellos?
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