La instantánea de hoy es también grupal y, cómo no, de un evento familiar. Es la Primera Comunión de mi prima Matilde, Mati, y se celebró en Fregenal de la Sierra, el pueblo en el que por entonces residía debido al ejercicio profesional de su padre. Debió de ser en mayo, que era por mayo cuando se daban y dan estas celebraciones, y en este momento no sé si la función religiosa se ha celebrado o estamos a la espera. Sea cómo o cuando fuere parece que aún no hemos perdido la compostura, todos estamos muy formalitos.

Es evidente que en la foto faltan algunos miembros de la familia, por lo que es posible que no se hubieran trasladado hasta allí todos. Era un tiempo en el que ninguno de mis tíos ni mi padre, tenían coche propio; la familia, en genérico, es decir para todos, disponían de dos, un Citroën 2CV y un Seat 850, además de una pequeña furgoneta, también Citroën para uso en las obras. En ocasiones como ésta, recuerdo, que alquilaban, o les prestaban, una furgoneta de mediano tamaño adaptada para el transporte de pasajeros en la que, algo apretados, se conseguía completar el cupo de viajeros. Así y todo, me pongo a echar cuentas —de mi tío Pablo, cinco; de mi tío Rufino, cuatro; de mi tío Vito, seis; nosotros, cuatro, más mi tía Márgara; total veinte— y me parece que más de uno se tuvo que quedar en Villanueva. Bueno, quizás no, algunos eran aún pequeños, ahí está Ángel Luis que apenas se tiene en pie; seguro que ese día fuimos todos.
No sé quién hizo la fotografía ni quién eligió el decorado. Para lo último, quien lo eligiera, no estuvo acertado: un muro viejo, encalado que disimulaba los defectos y su edad. Seguro que íbamos, o volvíamos, de camino a la iglesia donde se celebró el oficio religioso, e indudablemente en ese camino habría fondos más adecuados donde inmortalizar el acontecimiento, pero el fotógrafo, ya se ve, no estuvo acertado. Ni nosotros estábamos para pensar en ello.
De todos los que posamos en la instantánea hay dos personajillos que no reconozco: agachados, el primero por la izquierda, un niño que, por mirar a los demás, gira ocultando el rostro y por ello se hace irreconocible —de ese tamaño y en esa época, un niño así no había en la familia—; y también agachada, no identifico a la niña de la derecha. Con toda seguridad, no es de nuestra familia.
En la foto sólo una persona mayor, mi tía María Ángeles, que ha aparecido por este blog en más de una ocasión y que aquí posa con sus cuatro hijos. Parece ir vestida de uniforme, mangas hasta el codo y cuello cerradísimo, propio en una señora que se disponía a ir, o venía de una iglesia; mira sonriendo al último de sus hijos, Ángel Luis, casi en el centro de la imagen y foco de las miradas de más de uno, tanto que parece que él es el protagonista de la fotografía y no la comulgante. A su lado, de mi tía, veo a Matilde que no era prima mía pero sí era casi de la familia; sí lo era de la protagonista de ese día, y ya la recordé en la instantánea de 1969, cuando escribí que de su «familia conservo gratos recuerdos, de aquella época en particular, las primeras miradas de soslayo a su hija», pues ésta es, o era, la niña a la que yo dedicaba aquellas miradas que no fueron a más, las cuales, no voy a negarlo, aún recuerdo.
Matilde da la mano a nuestra prima común, Mati, que vestida de monjita —parece que por entonces las niñas no eran disfrazadas de novias o princesas para recibir por primera vez a Jesús Sacramentado— y también mira al benjamín de la familia. Detrás de ella, y con la mano sobre su hombro está Mª Eugenia que, evidentemente, está más mujercita aún que en alguna instantánea anterior; el complemento de las gafas es un signo del momento, como también percibo que lo es el pantalón que lleva puesto que debía de terminar en una actualísima, de ayer y de hoy, campana.
A continuación, a mi lado, Arturo, el quinto con tal nombre en la familia Gallego, habitual en estos escritos y compañero de estudios y juegos durante muchos años, en su sempiterna pose: brazos cruzados, piernas ligeramente abiertas y cabeza que con el tiempo irá ladeando progresivamente. Yo quedo entre él y su hermana Mª José, a la que el fotógrafo no ha tenido reparo en seccionar; observo que, a pesar de la faldita corta del modelito que, intuyo, comparte con su hermana, va dejando de ser una niña, y cuánto se aleja de la posturita de 1964 en la puerta de parroquia de La Asunción.
Entre los dos, queda un servidor, algo despeinado como comenzaba a ser habitual en mí —apariencia que ya no me abandonaría—, se lo debe de estar pasando bien, o eso parece, y por eso sonrío, como todos; del pantalón que llevo puesto, y que reconozco por esas solapillas que cubrían los bolsillos, no hago comentarios, pues aún me dura la manía que desde la primera puesta le tengo.
Y en primera fila están el niño que se oculta; le sigue Victoria, que mira a su hermano correspondiéndole a su sonrisa; Manolo, que no sé si ya había dejado de ser Manolito —seguramente no pues aún viste pantalón corto—, sosteniendo al menor de los Gallego, y sus dos hermanos, Margui y el por entonces último Arturo.
Remata la fotografía, en cuclillas y a la derecha, la niña anónima.
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