domingo, 5 de enero de 2020

La Selectividad

Hay muchas cosas que a esta altura de mi vida me hacen mayor, y no sabría cuál o cuáles están por encima de las demás. Establecer una preferencia entre ellas para priorizar su importancia me resulta difícil, e incluso absurdo. Pero si decidiera elegir alguna, me quedo con la que en numerosas ocasiones he puesto como referencia para manifestar el tiempo que hace que ando por estos lares y que, además y en aquella precisa ocasión, me hizo formar parte —muy pequeña, pero parte, al fin y al cabo— de un cachito de historia de mi país, allá por 1975.
Una vez terminé los dos bachilleres, el Elemental y el Superior, y superadas sus respectivas reválidas, cursé a continuación el C.O.U. —Curso de Orientación Universitaria— que acababa de implantarse según establecía la que se conoció como la Ley Esteruelas, por el ministro que la firmaba, y que disponía la necesidad de estudiar aquel curso como condición obligada para acceder a una carrera universitaria; además había que superar una prueba de aptitud —la Selectividad—que permitiría que ese acceso lo fuera a centros concretos como Facultades y Escuelas Técnicas Superiores. No fue ese mi caso, pues mis expectativas, aunque no muy claras, estaban en estudiar en una Escuela Universitaria, para lo que no iba a ser preceptiva tal prueba. Sin embargo, la preparé, concurrí a ella y la superé.
Fue aquel curso, como casi todo el bachiller, un paseo con ligeras cuestecillas en lo intelectual, poca cosa, obstáculos fácilmente salvables. En lo personal, ese tiempo me pareció un vasto prado fresco bajo un cielo luminoso al otro lado de la carretera, que vino precedido por un año que había estado lleno de novedades, hallazgos y afortunadas experiencias. Y en el que ahora comenzaba, para mayor gloria personal, se ampliaría la capacidad de todos los sentidos y se transformarían algunos de sus usos. Lástima que, algún tiempo más tarde, aquellas seguridades no me acompañaran; pero cómo iba yo a preverlo, que de haberlo sabido hubiera hecho lo indecible por prolongar aquel tiempo de serena ventura.
Decíamos que durante aquel curso del 74-75 estudié COU en el instituto de mi pueblo, ¿dónde si no? Fue aquel el primer COU de la historia, con sus asignaturas “comunes” para todo el mundo y las “optativas” a elección de cada uno, que estas últimas debían ser tres a elegir de una lista, que no era muy larga, en función de la carrera que el alumno previera para su futuro. Un servidor no tenía definido el por dónde iba a encaminar mi vida, para qué pensar en ello si todo iba de modo sosegado hasta ese momento, era el día a día, cuando aún no habías oído hablar del carpe diem, ni siquiera preocupaban las preocupaciones. Algunos picos distorsionaban de vez en cuando el discurrir diario, pero poca cosa, nada que inquietara, no usaba reloj, había comida en casa y poco dinero en el bolsillo, lo necesario para libros del Círculo de Lectores y algún disco; pocos amigos, los justos, paseos, conversaciones.
Así que con esas fui a hacer mi matrícula para el siguiente curso llevando en la mente que las tres asignaturas a elegir como optativas debían de ser las más difíciles, las más repelentes, porque suponía que un año después las cosas serían peores que hasta ahora, y que había que irse preparando. Qué mejor modo para ello que echarme al monte y cargar ahora con la más fea, como entrenamiento para lo que vendría. Y todo ello sin tener definido nada sobre el futuro. Bueno, un poco sí lo estaba, que el Bachiller Superior ya había decantado algo, o todo, ¿letras o ciencias?, que fue por lo segundo por lo que me decidí entonces y eso me inclinó a que las tres optativas iban a ser, nada más y menos, Matemáticas, Física y Química.
Y allí estaba yo en la cola de Secretaría una mañana de septiembre de 1974 a la espera de mi turno, saludando a compañeros, «qué tal el verano, y tú ¿qué optativas vas a coger?» Entonces algo ocurrió, me hablaron de ella, o la vi, quizás ya la conociera del curso anterior, sí, la conocía, pero se había quedado agazapada en un rinconcito de mi mente y su recuerdo no me había alterado, hasta entonces. La cuestión es que cuando llegó mi vez y tocó rellenar el impreso, o comunicar al funcionario mi elección, se me encendió una bombilla y no se me ocurrió otra cosa que decir Inglés, Matemáticas y Química. Bien podía haber dicho Química y Física, o Física y Matemáticas, pero siempre hubiera dicho Inglés. Y es que un servidor acababa de entender en ese preciso instante aquello que llamaban amor platónico, que andábamos por los dieciséis y era la edad de despertar a ciertas cosas, aunque yo ya había madrugado unos meses antes y tenía muy clara cuál era la elección en lo que a quereres se refería. Pero tampoco podía desdeñar la expectativa del divertimento que se me presentaba y que, durante aquel curso, fue de los más encantadores que he vivido, además de traer el añadido de aprender un poquito el idioma, pero en eso nunca pensé.
Lo que en ese año sucedió lo dejaré para otra Crónica desde el doblao, porque la de hoy, ya lo dice el título, va de la Selectividad. Antes, dejar entre paréntesis el error que cometí con lo de las Matemáticas, que tenían el sobrenombre de Especiales, y la Química, que me hicieron pasar un año algo incómodo; no así el Inglés que, como vaticiné, fue bastante divertido.
Pues llegó la fecha y la hora de la prueba de Selectividad: dos días, cuatro exámenes. Y a Badajoz que fui, que fuimos el querer de entonces y un servidor, que ella también se examinaba, a un edificio de la recién estrenada Universidad de Extremadura.
El primer día un comentario de texto y a continuación un examen de multitud de preguntas sobre las asignaturas comunes: historia, lengua, matemáticas comunes —valga la redundancia— y algunas más que, la verdad, no recuerdo. A mediodía estábamos en la calle y de vuelta a casa.
Al día siguiente nuevo viaje a Badajoz, que tocaba el examen de las asignaturas optativas. De aquel, recuerdo que nos entregaron preguntas y problemas, según el caso, de las tres asignaturas y de las que había que elegir dos; supongo que optaría por el Inglés y alguna de las otras dos. La cuestión es que salí de allí con pésimas sensaciones, aquello no estuvo a la altura de mi pasado. Tiempo después comprendí que aquel segundo examen había sido un auténtico presagio de lo que sucedió durante algunos años de mi vida.
Pero aprobar, aprobé, muy justo, eso sí, pero aprobé. Y ahí está la cartulina que días después me entregaron como prueba de haber superado la primera Selectividad de la historia de España. Sí, ya lo sé, suspendí el segundo examen, pero la media es apto, que es lo que cuenta.
Ha sido hace unos días cuando mi hermano me ha comunicado que entre viejos papeles ha encontrado la cartulina/certificado con las notas de mi Selectividad: «...y tú cómo es que tienes eso..., y yo qué sé..., pues anda, envíamela».
Lo que más me extraña es que no la tuviera guardada mi madre.

Pues íbamos, ella y yo caminando hacia la Piscina Municipal, como tantas tardes, cuando al pasar junto al Instituto se asomó por una ventana el Sr. Peña, uno de los conserjes, que vivía en un pequeño chalet anexo al edificio, y alzando la voz me llamó:
— ¡Gallego Gallego!
— Dígame.
— Que has aprobado, y tu primo también.
Ella y yo seguimos hacia la piscina: ella contenta por mi aprobado, y sonriente como siempre. Y yo muy tranquilo.

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