Pongamos día exacto a esta instantánea: 25 de diciembre de 1965, día de Navidad. Es el bautizo de mi primo Fernando y al que, pasados más de cincuenta años, sigo llamando Fernandito y no le molesta. Y eso a pesar de que me saca, por arriba, algo más de una cuarta.
Me es fácil adivinar que la ceremonia se celebra en la iglesia de La Asunción, en la capilla donde se encuentra la imagen del Cristo de la Pobreza, y también la de la virgen de Guadalupe. La ofició don José Vargas, un sacerdote natural del pueblo que vivía en los altos del bar Centro de las Pasaderas: siempre iba con gafas oscuras, incluso cuando ceremoniaba —como se le puede ver en la fotografía—, y fumaba en público, lo que resultaba de todo punto insólito en un pueblo como el mío y en una época como aquella; era primo de nuestra vecina Pepa, y murió joven, seguramente poco después de esta foto. A su entierro fue todo el pueblo, llena estaba la parroquia y buena parte de la plaza, que lo recuerdo porque mi madre nos llevó a la misa de funeral, en la que el féretro estuvo destapado y yo pude ver el primer muerto en mi vida.
Pero bueno, aquí aún vivía y está bautizando, decía, a mi primo Fernando, al que tiene en brazos mi tía Isidora, que ejerció de madrina —como también lo hizo en mi bautizo, me parece que también en el de Ino, y juraría que en algunos más también—, y que a falta de hijos acumuló sobrinos amadrinados. El neófito recibió el nombre de Fernando, que supongo fue impuesto por mi tía y que no debió tener ninguna oposición por parte de los padres, como no lo tuvo en otros casos; en el mío, ya lo he contado, tampoco hubo desacuerdo o al menos, éste fue a medias.
El padrino es mi tío José que ya lo vimos en la instantánea anterior ejerciendo de lo mismo, pero en aquella ocasión de boda, en el enlace de los padres del recién bautizado. Mi tío también fue padrino mío, y de algún sobrino suyo más, y como tal siempre lo sentí muy cercano, no dudando nunca en tener pequeñas atenciones para conmigo, por lo que yo, en multitud de ocasiones paraba un instante, de vuelta del instituto a casa, en la herrería que tenía en una de las esquinas del Cruce de Fajardo, simplemente a saludarlo, un hola y un adiós, y él me premiaba con una moneda o un caramelo de menta, a los que era aficionado y con los que, tal vez e ingenuamente, trataba de contrarrestar su adicción al tabaco. De paso, yo cogía alguna escoria de pequeño tamaño que durante el camino a casa acariciaba y luego conservaba para colocarla apilada con otras en el Portal de Belén, en Navidades, semejando rocas. Delante de mi tío está su hija, Ino, a la que apenas reconozco, pero consultado con ella me asegura que sí, que se trata de su persona. Pues aclarado, eres tú, prima.
Mi madre a la izquierda, mi padre en el centro, ambos atentos al ritual que, en ese instante es el acto directo del bautismo, “yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, sin pérdida de detalle. No como mi hermano, que en cada foto tiene querencia a la cámara y siempre la mira recreándose como si de un actor se tratara.
¿Y yo?, ¿no estoy?, no sé, tal vez sea mía la cabecilla que se intuye detrás del guion que sostiene el sacerdote, ¿quién, si no puede ser ahí junto a mi madre?
Al fondo, y como ajeno al asunto, un señor que no sé quién es, a lo mejor sólo pasaba por allí.
Nota final: la fotografía, no hay que dudarlo,
es de Francisco “el Sacristán”, que no creo que allí nadie más pudiera
hacer fotos, pues para eso era su parroquia. Aún puedo verlo dando educadas
órdenes, buscando la posición deseada, bolsa al hombro, cámara a la cara y
destello del flash que obligaba a cerrar los ojos en el último milisegundo y siempre
me dejaba con la preocupación de que en el resultado final apareciese con los
ojos cerrados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario