De todas las cosas buenas que tenía el Badén, la mejor, sin duda y con diferencia, era la bici. Aunque también estaban las cuatro raquetas de tenis, de madera, que a pesar del trato recibido duraron casi tanto como perduró la propiedad del terreno; y el balón de cuero, de reglamento, que ese sí fue sustituido en varias ocasiones por culpa de las infinitas patadas que les dimos.
Y además la piscina, los columpios, las tostadas con fuagrás, los baños en la Barranca, la escopeta de balines, las precarias cañas de pescar, la lumbre de la chimenea en invierno, las pedradas a las ranas del río, la morera junto al bar de Guille, los escondites en los ojos del puente en verano, las pegas de fruta, y… muchos, muchos, muchos puntos suspensivos. Pero lo dicho, de todas aquellas cosas buenas, la mejor, sin duda y con diferencia, era la bici.
La bici era una BH azul oscura, con los frenos de varilla y un portabultos para el pasajero. Era grande y pesada comparada con lo que hoy se estila, pero entonces nos debía parecer ligerísima, ideal para perderse por aquellos paisajes. La compraron, seguramente, para uso y disfrute de todos los primos, pero si el primero en llegar al Badén era Manolo, o yo, aunque tampoco hacía falta que fuéramos los primeros, y ese día nos apetecía bici, pues la bici era para nosotros y durante toda la jornada. Pero si ese día no apetecía, pues partidillo de fútbol o raquetazos a pelotas desgastadas; y de red, una simple soga atirantada. He de reconocer que siempre hicimos, los dos, un empleo egoísta de la bici: si la cogíamos, nadie lo discutía, nos íbamos por ahí, nos abandonábamos al tiempo y a la aventura, y los demás que se buscaran otro entretenimiento.
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Parecida a esta era nuestra bici |
El ritual de uso era siempre el mismo: Manolo sacaba la bici de la cochera, montaba desde el pedal y enfilaba el camino de salida de la casa; por mi parte, una pequeña carrera y de un salto al portabultos:
- ¿adónde vamos?
- no sé, tira p’alante.
Y sobre la marcha decidíamos el destino, y cuando no había destino decidido, teníamos simplemente un montón de caminos: remontar la ribera del Molar hasta cansarnos y entonces dar la vuelta; o ir por la alameda del Salinero hasta el molino que llamaban Matarratas, me parece, para llenarnos de olor a eucalipto; o por la otra orilla hacia la isla de los Tinajeros, hasta lo que pudo ser y nada fue. Y casi siempre era llegar y volver, porque lo importante era el viaje, el tiempo empleado, y casi nunca el punto de destino.
O nos quedábamos a medio camino del lugar elegido porque en ese momento lo que apetecía era tumbarse a tomar al sol o la sombra; o a comer media docena de manzanas camuesas por barba, o enormes racimos de uva; o aquellas ciruelas pequeñas, amarillas y deliciosas que llamaban de San Antonio y que cogíamos en la carretera de Entrerríos, para engullirlas luego, tranquilamente, con las piernas metidas en el agua fresca que corría en algún canal.
O nos dábamos un baño en cada uno de los lugares conocidos del río, y nos dejábamos llevar, nadando suavemente, por la corriente hasta que sentíamos el remanso del agua y la lejanía, y volvíamos ligeros al origen, que la bici había quedado allí abandonada y no era cuestión de perderla.
O cogíamos peces, con las manos, entre las algas de las corrientes menos profundas, con una habilidad que hoy, al recordarlo, me parece inverosímil; o Manolo pescaba, que él era mucho de pescar, con cañas que fabricaba él mismo; entretanto yo me quedaba adormilado porque la pesca siempre me aburrió y jamás pesqué un pez con caña.
O subíamos al cerro de Tamborríos a recorrer trincheras y mirar el horizonte, para luego ser perseguidos por el guarda, a caballo y ladera abajo; y allí fue que Manolo, a velocidad de vértigo, inventó el mountain-bike, mientras que yo me agarraba como un poseso al portabultos, haciéndome un solo cuerpo con la bici, para no salir disparado en alguno de los innumerables baches. ¿Cómo pudo aguantar aquella máquina los tratos que recibió a lo largo de los años?, ¿cómo no se descompuso nunca entre tantos y tantos alardes? Apenas algún pinchazo, salidas de cadena y poca cosa más que siempre se reparó sobre la marcha o a lo largo del día.
Pero si había un destino ideal y muchas veces repetido, si había un sitio donde casi siempre volver, ese era el molino de Nogales. Construcción aún recia pero casi arruinada, lo suficientemente entera como para despertar en nosotros una continua atracción. Hacía lustros que había dejado de cumplir su misión, pero aún quedaban restos reconocibles de su estructura, como la presa y el canal. Del edificio sólo permanecían las paredes, los forjados estaban hundidos, pero no por ello había perdido un encanto que se acrecentaba con la visión, al otro lado del Guadiana, del castillo de la Encomienda.
En él existía una colonia de palomas torcaces, diez o doce parejas, que periódicamente nos surtían de palomos que luego serían guisados con arroz. Acceder a los nidos, situados en los numerosos huecos entre las piedras de los muros, era un ejercicio que requería unas altas dotes de escalador y un bajo concepto de la sensatez. Hasta ellos llegaba Manolo, rápido, seguro y con soltura; y yo le seguía despacio, cargado de dudas y torpe; pero también llegaba. Luego regresábamos al Badén triunfantes con una o dos parejas de pichones, que engordarían en casa hasta que les llegara “su hora”.
¿Entendéis ahora porqué decía yo más arriba que de todas las cosas buenas que tenía el Badén, la mejor sin duda, y con diferencia, era la bici?, ¿a que sí Manolo? Y es que fue un juguete perfecto para un lugar perfecto, y en el mejor de los tiempos. Si Mark Twain nos hubiera conocido, imaginad cómo se hubieran titulado algunas de sus novelas.
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