Debió
ser a finales de los años sesenta, no creo que yo tuviera aún diez
años, cuando los Gallego compraron gran parte de lo que era la casa de
la familia Cuesta.Era aquella una casa grande que daba a tres calles, lo cual tenía un valor añadido; mi madre decía que cuando una casa “da a dos calles”,
es una buena casa. Así que imaginaros ésta que lo hacía a tres: fachada
principal a la calle Carrera, donde ésta inicia su inapreciable cuesta;
lateral a la calle Nazareno, con recia portada y hermoso balcón; y
trasera a la calle Conde de Cartagena.
Como
los recuerdos no están claros, prefiero no situar las acciones en el
tiempo porque con seguridad me equivocaré, y lo que crea que ocurrió en
cierto momento, realmente pasó en otro; pero una cosa tengo clara, todo
sucedió en verano, porque quiero que así sea mi recuerdo y porque en
verano siempre fuimos más felices.
Como también erraré al situar esas acciones en el espacio, o sea en el lugar, en la casa Cuesta,
como terminamos llamándola; porque con el paso del tiempo hay elementos
de diversa condición que van cambiando y terminan confundiéndonos. Me
refiero ahora a las dimensiones físicas que aquella casa tenía y que “no son las que ahora tiene el solar” donde
se encuentran todas las viviendas que construyeron. Evidentemente lo
que acabo de decir no es cierto, aunque tiene gran parte de verdad.
Trataré de explicarlo:
Si
entramos por el pasaje desde la calle Carrera y caminamos hasta la
calle Conde de Cartagena, no tardamos más de treinta y tres segundos en
recorrer esa distancia. Y eso sin que apretemos el paso. Pero
si ese mismo recorrido lo hubierais hecho cuando aún estaba en pié el
caserón (hoy, algún pseudo ilustrado lo denominaría casa palacio),
habríais tardado varios días de vuestra vida. Nosotros, entonces,
empleamos un par de veranos.
Con
esto quiero deciros que desde la lejanía que los años dan, y al
recordar los patios, las dependencias que la casa tenía, se me antoja
que entonces todo era más grande, había más medida, cabían más sitios.
¿Cómo es posible que allí hubiera tanta amplitud y hoy apenas treinta
segundos separen una calle de otra?.
Cuando más arriba decía nosotros, me refería a ocho o diez primos (¿cuántos éramos por entonces?), que en mayor o menor medida hicimos de la casa Cuesta el
mejor lugar de juegos del mundo, el escenario de las más
extraordinarias aventuras. Y es que aquello no era para menos. Verás, os
explico:
La
fachada a la calle Carrera era larga, ya os he dicho que era una casa
grande, de dos plantas y seguramente con doblao; sobre la puerta el
escudo de la familia Cuesta (¿?) tallado en piedra que, tiempo después y
ya demolida la casa, fue conservado y situado en la medianera del
pasaje. Recuerdo a mi tío Vito mostrándome el escudo sobre un montón de
otras piedras y trasmitiéndome el deseo que tenía de preservar ese
trocito de historia. Y así lo hicieron, lástima que sea la única
evocación que de todo aquello queda.
Del
interior me acuerdo vagamente: innumerables habitaciones, mucha
suciedad y un gran vacío. En la casa no había nada, sólo abandono y
mugre. Pero era un buen lugar para jugar a perderse. Y el primero que lo
hizo fue, cómo no, Manolo cuando descubrió el pasadizo secreto; Dios
mío, entrabas en un armario empotrado, una estrecha escalera y aparecías
en otro armario en la planta de arriba. Aún hoy, no es tontería, siento
el escalofrío de cuando lo recorrí la primera vez. Aquello era de
película, no sé cuántas veces subimos y bajamos por él. ¿Para qué lo
hicieron?, porque para jugar, seguro que no.
Bien,
os sigo describiendo la casa. Tenía un primer patio todo pavimentado de
enormes losas de granito y en el centro un sumidero que recogía las
aguas de lluvia y las canalizaba a un aljibe subterráneo, como si de un
castillo se tratara. A un lado del patio estaba la cocina y otras
dependencias que debieron ser almacenes. En ellas sí que había multitud
de cachivaches, utensilios ya inútiles que hoy hubieran hecho felices a
cualquier nostálgico y que entonces no le dimos ninguna importancia.
Allí encontré un bastón hecho de una fina vara nudosa y con una pequeña
empuñadura que creo es de marfil. El bastón sigue conmigo, en el
paragüero de mi casa. También recuerdo un viejo y sucio sombrero de
copa, oxidadas herramientas, artesas y útiles de matanza, y qué se yo
cuántas cosas más.
Ese
patio quedaba cerrado por una verja de hierro que lo separaba del
jardín, descuidado cuando nosotros llegamos, pero que aún conservaba
algunos árboles y palmeras. A la izquierda, un corredor llevaba hasta la
puerta trasera que daba a la calle Conde de Cartagena. Pero
aún había algo más. A la derecha del jardín una escalera te conducía a
la planta alta de la casa y otra te hacía descender a otro patio en el
que se encontraban las cuadras, pero ya sin caballos, claro. Y donde
menos te esperabas otra habitación, otro almacén, más cosas, más
chismes, más justificaciones para seguir inventando, para no dejar de
jugar nunca.
Y
dejo para el final el postre, que no es otro que la piscina. ¡Había una
piscina!, éramos de los pocos que en Villanueva tenían piscina.
¿Cuántas había por entonces en el pueblo?, tres o cuatro, yo que sé.
Éramos unos privilegiados, bueno, yo lo era de antes que para eso tenía
unos amigos en la calle Clavel con una casa enorme que daba a dos
calles, con piscina y que de vez en cuando me invitaban a bañarme; y
también en mi calle había otra casa inmensa, que igualmente daba a dos
calles, con piscina y que, cada verano y al menos un par veces,
visitábamos para bañarnos. Es evidente que tener piscinas en aquel
tiempo y en nuestro pueblo, estaba íntimamente relacionado con la
desmesura de las dimensiones de las casas.
Os
decía que los Gallego teníamos piscina y no una cualquiera, ésta era
grande (ríete de la que disfrutamos luego en el Badén) y tenía
trampolín, bueno, el pedestal del trampolín, que palanca no tenía. Al
lado de la piscina, un cenador cubierto con una enredadera y una mesa, y
unos bancos de granito que tiempo después se vinieron con nosotros hasta
el Zújar. Allí
aprendimos a nadar, nosotros y también nuestros amigos; a estirar el
tiempo hasta el infinito, a desesperar a los mayores con nuestras
primeras burradas; nunca hubo un minuto de aburrimiento ni un niño
herido (me parece). Y en aquel entorno tan libre y tan perfecto, tan de
aquella buena manera, fue donde, se puede afirmar hoy con total
rotundidad, que comenzó Manolo a forjar su leyenda. En
aquella casa pasamos las, hasta entonces, mejores tardes de nuestras
vidas. Después vino la demolición de todo el conjunto que duró un
período de tiempo que no acierto a definir, pero no por ello dejamos de
frecuentar aquel lugar. Todo se fue llenando de montones de ladrillos,
primorosamente limpios, extraídos del derribo. Montones que fueron
invadiendo poco a poco los patios y el jardín como si de una plaga se
tratara. En seguida llegaron las obras y estas nos empujaron al Badén.
Pero esa es otra historia, y esa casi todos la conocéis.
Sevilla, Marzo 2014
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