domingo, 25 de diciembre de 2022

El rey pasmado

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.
Palabra por palabra, signos de puntuación incluidos.



El rey pasmado

Por
Julio Moreno López
diciembre 5, 2022


“Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso, que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte, ¡desdicha fuerte!”.(Pedro Calderón de la Barca).
El 23 de febrero de 1981 yo tenía diez años. No recuerdo todos los pormenores del día, por supuesto, pero aun siendo un niño, recuerdo muchas cosas de aquella tarde y noche de invierno en la que pareció, por un momento, que todo podía cambiar de nuevo. Recuerdo la incertidumbre de mis padres, pegados al televisor, no con miedo, sino con expectación, con incredulidad de que nuestra recién estrenada democracia volviese a dar paso a otra etapa que ya creíamos superada.
He de decir que mis padres nunca fueron antifranquistas, es más, siempre han defendido que con Franco se sentían más seguros, en todos los ámbitos, si bien aceptaron de buen grado la democracia, como la mayoría de españoles. Ahora que me encuentro en la edad, más o menos, que ellos tenían entonces, les entiendo perfectamente. No obstante, la situación era tensa. Aún flotaba en el recuerdo de muchos la guerra civil, y eso si que, definitivamente, no podía volver a ocurrir.
Desde mi perspectiva de niño, y teniendo en cuenta que todo esto lo viví junto a mi hermano Javier, que entonces tenía siete años, fue un día muy divertido. La televisión interrumpió su programación habitual y recuerdo, perfectamente, que a la espera de noticias y supongo que para aliviar la carga emocional del pueblo español, se pasaron la noche emitiendo películas antiguas, comedias de El Gordo y el Flaco, los hermanos Marx y Danny Kaye, que, si bien no ha calado tanto en la memoria popular, era un cómico magnífico. Entretanto, intercalaron algunos dibujos animados, que en aquella época, con solo dos canales, solo teníamos ocasión de ver durante media hora al día, en el horario infantil.
Sin duda, no percibíamos la gravedad del suceso, pero he de decir que mis padres, que jamás nos censuraron nada, nos permitieron pasar la noche con ellos, viendo la televisión. Por eso, cuando a la 1:00 de la madrugada del 24 de febrero, el rey Juan Carlos I, vestido con el uniforme de capitán general de los Ejércitos, se dirigió a la nación para posicionarse en contra del golpe de Estado y a favor de la Constitución. Yo estaba allí para verlo. Y es algo que no olvidaré mientras viva.
En pocas horas, casi de inmediato, el teniente coronel Antonio Tejero en Madrid y el teniente general Jaime Milans del Bosch en Valencia, depusieron su actitud, como una muestra de fidelidad a la corona que, presuntamente, les había dejado a los pies de los caballos, con bastante probabilidad, si bien mi condición de niño no me permitía, entonces, analizar lo ocurrido con el rigor necesario. A mis ojos de niño de diez años, el rey fue el héroe que salvó la democracia, impidiendo que la sangre volviese a correr por las calles de nuestra pobre y querida España.
Miren, yo no he sido y no soy necesariamente monárquico, pero aunque pueda parecer contradictorio, desde niño, quizá desde ese 23 de febrero de 1981, siempre me he sentido orgulloso de tener rey. Sí, en mi ideario, las monarquías siempre me han parecido la élite de las naciones, atribuyéndoles equivocadamente- una solidez a nivel democrático y social, que no tienen las repúblicas. Viendo la figura del rey como alguien que está siempre presente para vigilar que no ocurran los desmanes que los políticos, sin su tutela, sin duda acometerían.
Desgraciadamente, la vida y la experiencia me han ido poniendo en mi sitio, desdibujando hasta casi borrarla, esa idealización que, de algún modo, tenía de las monarquías y los monarcas.
A mi modo de ver, el prestigio de la monarquía española se vino abajo en los últimos años de reinado de Don Juan Carlos I. Pero para mí, al contrario que para la mayoría, no fue por los desmanes económicos y personales que cometió. Los reyes, a lo largo de la historia, siempre han sido infieles, puteros incluso; derrochadores, arbitrarios y amorales. ¿Por qué?. Porque podían, así de simple.
Al rey no lo elige el pueblo, no está sometido al dictado de las urnas, salvo en caso de referéndum y, por tanto, para mí el rey ha de ser una figura revestida con un halo de poder, un gobernante que, en caso de ser necesario, ponga los huevos encima de la mesa y les pare los pies a los politicuchos de turno cuando, como ocurre ahora, pierden la cabeza y se empiezan a convencer de que España es su finca y los españoles, su ganado.
Por lo tanto, para mí el gran error de Don Juan Carlos, el que inició el principio del fin de la monarquía, no es que se fuera a cazar elefantes, no es que tuviera, supuestamente, amantes en todos los puntos geográficos. Incluso tampoco me importa si tenía o no tenía cuentas en paraísos fiscales.
No, señores y señoras. El gran error de Don Juan Carlos de Borbón y Borbón fue salir en los medios de comunicación a pedir perdón.
Un rey no pide perdón. Otra cosa es que el pueblo, el populacho más bien, se levante, le organice un referéndum y lo ponga de patitas en la calle, pero si el rey es rey, si permanece en el trono, no ha de pedir perdón por nada, es más, su obligación es no pedir nunca perdón.
Así, pues, un rey que fue figura determinante en uno de los momentos más graves y complejos de nuestra historia reciente, terminó saliendo a pedir perdón por haberse ido de cacería a Botsuana, lo cual, a la larga, le costó la corona.
Es verdad que, a posteriori, otros miembros de la familia real han puesto en serios apuros a nuestro actual monarca, Don Felipe VI, pero esos, esos advenedizos, esos Urdangarines y compañía, esos sí tienen que pedir perdón y purgar sus penas, como así ha sucedido, aunque, como dice José Mota, el daño ya está hecho.
Y esto me lleva a una triste reflexión: ahora, que nuestro gobierno está contraviniendo todas las normas, llegando incluso, como ha ocurrido recientemente a modificar leyes y eliminar figuras delictivas para favorecer a sus socios de gobierno, aunque el delito en cuestión sea una traición a España; ahora, que la cajera reconvertida en ministra y sus muy numerosos y muy costosos colaboradores han metido la pata hasta tal punto que muchos agresores sexuales van a salir a la calle con inmediatez. Ahora que nuestro presidente no quiere pactar los presupuestos con los partidos constitucionalistas y sin embargo tiende la mano, sin ningún pudor, a aquellos que hace apenas unos años les volaban la cabeza, ahora ¿dónde está el rey?
Si el rey no es capaz de salvaguardar las más mínimas normas democráticas, ¿para qué sirve el rey? ¿Para darnos el discurso de Navidad? ¿Para acudir a la entrega de los premios Princesa de Asturias? ¿Para qué coño sirve el rey Felipe?
Mire señor, majestad. Nadie es quien para meterse en la vida privada de los demás, salvo en su caso. Su vida privada es una cuestión de Estado. Quizá haber metido en una institución como la monarquía, monarquía católica, por cierto, a alguien que no se santigua en las ceremonias religiosas puede haber sido un error. Quizá haber metido en una institución como la monarquía, en tan altas funciones, a alguien que ha sido republicana de toda la vida y, por tanto, no cree en la monarquía, quizá, y solo quizá, ha sido un tremendo error. Y quizá, y solo quizá, no dar un puñetazo en la mesa a tiempo, en esta España que es su casa y está bajo su tutela, sea su error definitivo.
Quizá, si usted sigue así, dentro de poco, solo nos quedará el muñeco de cera del museo de Colón, que, la verdad, no se parece a usted.
Pero qué más da. Usted, tampoco parece un rey.
Así que, aunque solo sea por salvar la institución, debería plantearse intervenir, demostrar que no todo vale y que las leyes son cosas demasiado importantes para que las manejen los inútiles, que, por otro lado, nunca debieron obtener ese privilegio.
Tenga valor, crea en España, dignifique la institución que representa. Gánese la corona. Pero hágalo urgentemente.

Viva España.

@elvillano1970

https://www.elnacional.com/opinion/el-rey-pasmado/

domingo, 11 de diciembre de 2022

El silencio de la ciudad blanca

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.




«A veces el tiempo que marca el calendario nada tiene que ver con el tiempo emocional que cada uno vive por dentro».

«Hay noches tan largas que parecen que ha transcurrido una vida desde que comenzaron».

«Se inyectó la amnesia lentamente, disfrutando del fresco que se le metía en la vena. El techo se desdibujó un poco, como si estuviera soportando un terremoto silencioso.
Y por fin, después de tanto viaje, llegó la esperada oscuridad».

«Hay personas que saben encajar los golpes, aprenden a recibirlos una y otra vez, esa es su fortaleza. Pero no saben huir, la sola idea de un mundo desconocido las paraliza, y creo que tú eres una de esas personas».

«Pasaban rápidas, aveces de una en una, y a veces de tres en tres, tan seguidas que no daba tiempo a contarlas. La visión de los meteoros duraba poco, apenas unos segundos, y había que estar atento, porque si pestañeabas, te lo perdías. Quizá como las cosas buenas de la vida».


De El silencio de la ciudad blanca, de Eva García Sáenz de Urturi.



jueves, 6 de octubre de 2022

Chiquillos con chaleco

Mantengo con uno de mis primos del pueblo una relación algo más que cordial, que principalmente se manifiesta en conversaciones telefónicas y visitas poco espaciadas en el tiempo. En mi descargo he de decir que con el resto de la familia mi relación también es afectuosa, si bien dentro de unos grados que han ido cambiando con los tiempos, suben y bajan, bajan y suben. Cosas de la vida.

Pero no estoy ahora aquí para hablar de familia y cariños, sino de comida. Y a eso voy. Me estoy refiriendo a una de las últimas conversaciones que tuve con mi primo, en la que me contaba que en ese momento y mientras hablábamos, estaba él cocinado —tampoco es que hablemos de cuestiones y sentimientos profundos y cosas así, que normalmente nos movemos entre temas más prosaicos, elementales: la tranquilidad que da lo natural— y me contaba cosas del momento.

Cocinaba el muchacho una preparación para un posterior arroz que comería ese día, a la vez que me adelantaba que para el siguiente tenía previsto hacer unos habichuelos. Sólo oir la palabra habichuelos fue suficiente para que mi particular máquina del tiempo me retrotrajera diez puñados de años.


Ya de mayor e instalado en esta mi ciudad me enteré que los llamaban carillas —supongo que por el puntito negro de su barriguilla—, y con ese nombre los denominaban en los envases en que se vendían. De mi pueblo y de mi corta edad, recuerdo que no venían envasados, sino que los vendía el señor José, como casi todo, al peso y en cartuchos de papel de estraza. También me acuerdo que no los llamábamos carillas, sino habichuelos; y familiarmente chiquillos con chaleco —me figuro que también por lo del puntito negro—. Mi primo me mencionó este último nombre y no me quedó otra que recordar a mi hermano, que también los llamaba así y se reía cuando lo decía.

Como siempre, me salgo del tema. Hoy la cosa va de escribir algo de cocina y yo, en plena ensoñación, yéndome a la cocina de mi casa a comer los habichuelos que acaba de preparar mi madre.

Decía que mi primo refirió su deseo de cocinar unos habichuelos y me vino el antojo irrefrenable de cocinarlos yo también. Así que dicho y hecho; pero vayamos por partes:

La noche anterior puse en agua, o en remojo, como se prefiera, cuatro puñados generosos del producto. La idea era hacer comida para un par de días y así disfrutar varias veces del resultado.

Al día siguiente me dispuse en la cocina y comencé a preparar lo que viene denominándose sofrito español, o sea, un par de dientes de ajos pelados y cortados en láminas —también es válido entero, sin pelar, rajado o golpeado con el cuchillo de plano—, cebolla y pimiento verde troceaditos; si lo hubiera tenido rojo también lo habría hecho partícipe. Un poco de sal para que la cebolla llorara y fuego mediano hasta ver los primeros síntomas de rendición. Todo ello en las cantidades que cada uno desee, que yo no soy de ir midiendo mucho en la cocina, a pesar de mi profesión.

Cuando los anteriores ingredientes comiencen a entregarse se le añade tomate, también muy picadito, y seguimos con el fuego a medio gas —el 6 o el 7 de la inducción—. En el momento que la rendición ya sea total incorporamos, previa acción de escurrirlos, los habichuelos, y aplicamos unas vueltas de cuchara para que se mezclen todos los ingredientes; golpetazo de pimentón, dulce o picante, al gusto, y salpimentar. Se cubre de agua y subimos temperatura; así hasta ebullición, en que volveremos a temperatura media. A partir de ahora, esperar, pero sin perder de vista el proceso.

Al igual que antes decía que no soy de medir cantidades, ahora amplío y digo que tampoco lo soy de establecer tiempos. Como estoy cocinando, pues no me muevo de la cocina y de vez en cuando pruebo, controlo temperatura, añado, ahora un poco más de agua; rectifico, algo de sal, etcétera.

Y poco antes de que llegue el final del procedimiento se agregará alguna materia de mucha sustancia y contundencia, tipo chorizo o lo que cada uno desee. Mi primo me decía en nuestra conversación telefónica que él suele integrar en este sublime guiso un pedazo de morcilla de Guadalupe —palabras mayores, amigo mío, palabras muy mayores—. Lamentablemente no disponía un servidor de tal material, pero sí tenía a mano una de Cártama que, aunque con buena nota y magnífico sabor, no supera a la de mi tierra. Pero no por ello iba a despreciarla, todo lo contrario, la añadí al conjunto, y unos minutos después —que las morcillas buenas no necesitan mucho tiempo al fuego— todo tocaba a su fin: el condumio estaba listo para ser consumido.

Sólo faltaba el maridaje —otra modalidad del cursilismo imperante—, que dicen los progres de la gastronomía, y un servidor que a veces es más simple que una puntilla optó por lo más sencillo y casi siempre lo más grato, que no fue otro que un vino llamado Flor de tinaja, DO Montilla-Moriles, 14’5%, embotellado en garrafilla de plástico de dos litros de capacidad, y regalo de mi sobrino Arturo. Tres copas empleé para empujar la ración de habichuelos que me serví, que bien merecía haberse comido de rodillas, en acción de gracias.

De postre, de postre amigo mío, cerré los ojos para tratar de recordar, sin conseguirlo, aquel sabor de infancia. Así que determiné que lo realizado hoy hacía pódium, superando a lo antes conocido.

Y es que hay platos que hoy cocino como nunca antes he comido.




sábado, 10 de septiembre de 2022

Las mejores cosas de la vida.

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.


Tras este texto, atribuido a Maxim Huerta, y que quien lo publicó en una red social titulándolo Las mejores cosas de la vida, apostillaba «que las mejores cosas de la vida son gratis».
Sin embargo, leo la lista que sigue y muchas cuestan dinero, poco, eso sí, pero cuestan dinero.
Y es que hay pocas cosas gratis en la vida.



El sabor del café por la mañana.
El beso de buenas noches.
Crujir una onza de chocolate. Deshacerla en la boca.
El sueño que anuncia la siesta.
El primer baño del verano.
Las sábanas limpias.
El roce de las manos en el cine.
El ramo de flores sin remitente.
Las velas de vainilla.
El olor a bebé.
La ventanilla del tren.
El libro nuevo.
El libro usado.
Estrenar una camisa blanca.
Escuchar una caracola.
Una ducha con mucho vapor.
Dibujar un corazón.
Fresas con nata.
La manta de invierno que hizo la abuela.
La mirada de una madre.
Los últimos minutos en el trabajo.
Asiento libre en el metro.
El olor de los pinos en la montaña.
El mar.
Encontrar una foto que perdiste.
Un billete de diez euros en el bolsillo.
Uno de veinte.
Los saltos de alegría de tu perra al llegar.
La llamada de tu amiga.
Un primer beso.
La carcajada.
La espuma de una cerveza fría.
Un fin de semana con amigos.
Apurar las horas.
Un atardecer en Formentera.
La casa limpia. Andar descalzo.
La tensión sexual resuelta.
La cama revuelta.
Gominolas de mora.
Aznavour.
Abrir un regalo inesperado.
Sitio en la barra del bar.
Cadaqués.
La casa del pueblo.
Un tupper de tu madre con tu comida favorita.
Pellizcar la barra de pan recién hecho.
Las buganvillas.
Salir a la calle.
Unas gambas y un vino blanco.
La piscina vacía.
Apagar la luz.
Levantar las persianas.
Estrenar la mermelada.
Nadie en la cola del súper.
Sentarse.
Romper a reír.
El vagón de silencio.
Cero problemas.
Una postal de Nueva York.
Nueva York.
Huevos rotos con chistorra.
Una buhardilla en París.
Compartir una pizza.
Nadar desnudo.
Meterse mano.
La brisa en verano.
Romper el hielo.
Mirarte.
Una película buena.
Una mala con risas.
Cantar en el coche a todo volumen.
Llorar por gusto.
El socarrat de la paella.
La colonia en el cuello.
Ganar.
Bailar sin complejos.
Viajar solo.
Viajar en pareja.
Viajar con amigos.
Viajar.
Volver.
Leche condensada y dulce de leche.
La chimenea encendida.
Respirar.
Bucear.
Un semáforo en verde.
Comida china en Londres.
Entradas para un musical.
Un camino de palmeras y arena.
Colorín colorado.
Tiene un mensaje nuevo.
Quedar. Un té con hierbabuena.
La banda sonora de El cielo protector.
Tararear.
Unas escaleras para sentarse.
Los pies en la piscina.
Reconocer la letra en una carta.
Un beso.
Otro.
No pensar."



Maxim Huerta (Máximo Huerta Hernández), ha sido, seguramente, el ministro más breve de nuestra historia: del 7 al 14 de junio de 2018. Dimitió a los siete días de jurar su cargo al conocerse que doce años antes había cometido una infracción tributaria.
Es escritor y librero.




domingo, 14 de agosto de 2022

Nada se ha hecho más sagrado que las fotos obsesivas...

Leído por ahí, pero no recuerdo dónde:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.


"Nada se ha hecho más sagrado que las fotos obsesivas que todo el mundo hace todo el rato de todo. Si uno va por la calle y alguien está en trance de sacar una de algo, ese alguien lo fulmina con la mirada o le chilla si uno sigue adelante y no se detiene hasta que el fotógrafo decida darle al botón (lo cual puede llevar medio minuto). Si entre él y su presa hay cinco metros, pretende que ese espacio se mantenga libre y despejado hasta que haya dado con el encuadre justo, que la circulación se paralice y nadie le estropee su “creación”. El problema es que hoy todo transeúnte anda con móvil-cámara en mano, y que fotografía cuanto se le ofrece, tenga o no interés, y como además no hay límite, todos tiran diez instantáneas de cada capricho, luego ya las borrarán. He visto a gentes retratando no ya a un músico callejero o a una estatua humana, no ya un edificio o un cartel, no ya a sus niños o amistades, sino una pared vacía o una baldosa como las demás. Uno se pregunta qué diablos les habrá llamado la atención de un suelo repugnante como los del centro de Madrid. Quizá los churretones de meadas (o vaya usted a saber de qué) que los jalonan, lo mismo en época de Manzano que de Gallardón que de Botella que de Carmena, alcaldes y alcaldesas sucísimos por igual. Caminar por mi ciudad siempre ha sido imposible: las aceras tomadas por bicis y motos, dueños de perros con largas correas, contenedores, pivotes, escombros, andamios, manteros, procesionarios, manifestantes, puestos de feria municipales, escenarios con altavoces, maratones, “perrotones”, ovejas, chiringuitos y terrazas invasoras, bloques de granito que figuran ser bancos, grupos de cuarenta turistas o más. Sólo faltaba añadir esta moda, por lo demás universal. ¿Para qué fotografían ustedes tanto, lo que ni siquiera ven con sus ojos, sólo a través de sus pantallas? ¿Miran alguna vez las fotos que han hecho? ¿Se las envían a sus conocidos sin más? ¿Para qué, para molestarlos? Detesto en particular las de platos, costumbre espantosamente extendida. “Mira lo que me voy a comer”, dicen. Al parecer nadie responde lo debido: “¿Y a mí qué?” La comida, eso además, en foto se ve siempre asquerosa. ¿Pueden no fotografiar algo? Por favor".

Javier Marías.



domingo, 10 de julio de 2022

Potaje de lentejas


Un servidor salió al mundo exterior sabiendo hacer —hablamos en materia de cocina— una tostada, calentar un vaso de leche y freír huevos; esto último,  a la vez que me salpicaba de aceite caliente. En definitiva, nulo, cero redondo. La responsable de aquello fue mi madre, sin duda, que nunca me dejó hacer nada en la cocina. Pero no la culpo, los tiempos eran los que eran y quien no sea capaz de contextualizar, allá él con sus prejuicios.
Yo, por el contrario, sí sé hacerlo: contextualizar, digo. Así que me voy a finales de los setenta, piso de estudiante, poco dinero, algún menú a mediodía en bares cercanos a la Escuela y casi todos los días comiendo en casa de lo que uno u otros íbamos aprendiendo a cocinar, que a la postre resultó ser, al menos en mi caso —¿quién lo diría? — un auténtico triunfo. No tengo ni conocí abuela, así que me lo digo todo.
De aquellos años recuerdo cosillas simples, filetes vuelta y vuelta, pasta, muchos huevos, latas de conserva y sobre todo platos de cuchara. Y acerca de estos últimos voy ahora, que me lo ha traído a la memoria unas lentejas de hace unos días que estuvieron cum laude.

Inicialmente la receta está en las nociones básicas que, por aquellos tiempos, mi señora me apuntaba, y que con el devenir de los años he ido perfeccionando, añadiendo algún ingrediente, depurando la técnica y sobre todo tomándomelo con paciencia. Ella, sin embargo, sigue cocinándolas como en el origen: reduciendo al mínimo los ingredientes y con ello el tiempo y el coste.
Una de las primeras decisiones que tomé, y que quedan como definitivas en mi receta, está la elección del tipo de lenteja, que ya siempre es la pardina, desterrando la castellana que fue la que de manera invariable se consumió en mi casa. Aquella, más pequeña y oscura, me resulta más sabrosa, menos seca y, por qué no decirlo, con una apariencia más atractiva. Que los ojos también cuentan en la cocina.
También terminé optando por no echar el producto en remojo toda la noche, con hacerlo a primera hora de la mañana bastaba, pues fui comprobando que el tiempo de cocción de la lenteja es corto y que apenas cuatro o cinco horas bastan para que se hidraten y no se despellejen durante la cochura.
Y en tercer lugar dispuse que nunca las cocinaría en olla exprés, pues necesita poco tiempo para su ejecución. ¿Para qué tanta rapidez si uno de los fundamentos de la cocina debe de ser la paciencia?
En lo que a ingredientes se refiere suelo ser espléndido: un buen sofrito a base de cebolla y pimiento, en cantidad generosa; dientes de ajo sin pelar, simplemente rajados o golpeados con el cuchillo de plano; una pizca de sal para que la cebolla llore; un par de zanahorias cortadas como se me antoje en el momento; y cuando aquella haya derramado todas sus lágrimas, tomate rayado o muy troceado. Por último, algo de morcilla y chorizo adecuados que, aunque mi señora no es amiga de ello, me permito añadir por conseguir así sabores más elevados. Pero a veces condesciendo y sustituyo estos últimos por una o dos cucharaditas de pulpa de pimiento choricero, que no hace otra cosa que engañar al paladar, pero sin enfadar a mi compañera.
Y cocinarlo todo durante un buen rato, que se reduzca y condense, hasta que poco más o menos entren ganas de mojar pan. Entonces conviene retirar la morcilla y el chorizo evitando así que añadan demasiada grasa al producto.
Es el momento de incorporar una patata mediana o grande cortada en cachelos, las lentejas escurridas, agua hasta cubrir, un puñadillo de sal gorda y un golpe de pimienta negra. Lo llevamos a ebullición e inmediatamente después se reduce el fuego.
Vamos a estar atentos al tema, o sea, que no nos alejaremos de la cocina, pues habrá que recoger los chismes que haya de por medio, limpiar lo que se ha acumulado en el fregadero, etcétera, etcétera, así que echamos de vez en cuando una ojeada, por si hubiera que añadir un poco de agua, o probamos el punto de sal y rectificamos si es necesario.

Una vez asegurados de que el asunto está correcto lo dejamos reposar, nos servimos una copa de vino, la bebemos, ponemos la mesa, nos ponemos otra copa y llamamos a los convidados. Al repartir no olvidemos incorporar la morcilla y el chorizo cortados en rodajas, pero sólo a quien lo requiera; no ofenderse si algún comensal lo rechaza, no pasa nada, que con toda seguridad no irá a la basura.
Y como por naturaleza somos previsores, habremos cocinado más cantidad de la que vamos a consumir, con lo que mañana o pasado repetiremos una comida a la que el tiempo habrá añadido densidad y sabor. 
Buen provecho.

De hace muchos años me queda el recuerdo, la imagen de mi madre acodada sobre la encimera de la cocina de mi casa, observándome mientras yo cocinaba no sé qué, con soltura y agrado, interesándose por la receta y mi proceder. En cierto momento, quizás admirada por mi buen manejo en la labor, me preguntó «¿y a ti quién te ha enseñado esto?, porque yo, desde luego, no he sido». Pues algunos años viviendo solo, mamá, ¿qué si no?

domingo, 12 de junio de 2022

Siento que tengo la edad...


Siento qué tengo la edad,
en la que los días no tienen veinticuatro horas. 
en la que cada noche es un andén.
En la que se cambia silla por mecedora, 
en la que ya conocemos quién es quién.

Siento qué tengo la edad, 
en la que el tiempo cotiza al alza
en la que todo, siendo distinto, nos es igual, 
en la que no admitimos mordaza,
en la que un espejo tan sólo es un cristal.

Siento que tengo la edad 
en la que el futuro es mañana, 
en la que el mejor sueño de los sueños 
es después de soñar despertar, 
en la que uno es de sí mismo su dueño.

Siento que tengo la edad, 
de quererme un poco más a mí mismo
de dejar los prejuicios a un lado, 
de perderle el respeto a la conciencia, 
de abandonar los eufemismos.

Siento que tengo la edad, 
de llamar al pan pan y al vino vino.
que tal vez sea el momento de pensar 
que después del próximo recodo, 
tal vez nos encontremos el final del camino.

©GRG



De Germán Rodríguez Guisado, que fue vecino mío allá en mi pueblo durante los años de infancia y adolescencia y del que, como de tantos otros amigos, compañeros y vecinos, perdí todo contacto cuando la vida me llevó a otro lugar. Pero lo que fue peor, sin saber buscarlos cada una de las veces —demasiado pocas— que volvía a la que era mi casa.
Germán vivía a la vuelta de mi casa, en la calle Muela, bocacalle de la mía.
Algo mayor que yo, un par de años, no formó parte de mi círculo de amigos, ni de pequeño ni de adolescente, éramos sólo vecinos, adiós Germán, adiós, hola y hasta luego. Nada más.
Lo que no quita para que llegado el momento le tuviera bastante respeto y hasta un punto de admiración. Me consta que mi madre sentía por él algo más que el simple y consabido afecto-conocimiento vecinal. Siempre lo recordó como un muchacho bueno, correcto y con la cabeza inquieta, «ansioso de saber de cosas», decía.
Germán pasaba de vez en cuando por mi casa y mi madre le proporcionaba alguna revista pasada, el Blanco y Negro atrasado de casa de mi abuelo, qué más daba, porque Germán lo que quería era leer. Su formalidad le hacía devolver las revistas aún sabiendo que aquello ya era un producto obsoleto y que mi madre no las quería, pero él debía pensar que como no eran suyas, pues eso, las devuelvo.
Decía que no volví a saber nada de él ni de su familia desde que, definitivamente, me instalé en otro lugar. Pasados muchos años, el mundo de internet hizo que nos encontráramos y supiéramos cómo nos había ido, cómo nos estaba yendo, qué hacíamos y hasta dónde habíamos llegado. Me agradó saber de él, y sobre todo me alegró pensar que aquel punto de admiración del pasado hoy bien podría multiplicarse por mucho.