Un servidor salió al mundo exterior sabiendo hacer —hablamos en materia de cocina— una tostada, calentar un vaso de leche y freír huevos; esto último, a la vez que me salpicaba de aceite caliente. En definitiva, nulo, cero redondo. La responsable de aquello fue mi madre, sin duda, que nunca me dejó hacer nada en la cocina. Pero no la culpo, los tiempos eran los que eran y quien no sea capaz de contextualizar, allá él con sus prejuicios.
Yo, por el contrario, sí sé hacerlo: contextualizar, digo. Así que me voy a finales de los setenta, piso de estudiante, poco dinero, algún menú a mediodía en bares cercanos a la Escuela y casi todos los días comiendo en casa de lo que uno u otros íbamos aprendiendo a cocinar, que a la postre resultó ser, al menos en mi caso —¿quién lo diría? — un auténtico triunfo. No tengo ni conocí abuela, así que me lo digo todo.
De aquellos años recuerdo cosillas simples, filetes vuelta y vuelta, pasta, muchos huevos, latas de conserva y sobre todo platos de cuchara. Y acerca de estos últimos voy ahora, que me lo ha traído a la memoria unas lentejas de hace unos días que estuvieron cum laude.
Inicialmente la receta está en las nociones básicas que, por aquellos tiempos, mi señora me apuntaba, y que con el devenir de los años he ido perfeccionando, añadiendo algún ingrediente, depurando la técnica y sobre todo tomándomelo con paciencia. Ella, sin embargo, sigue cocinándolas como en el origen: reduciendo al mínimo los ingredientes y con ello el tiempo y el coste.
Una de las primeras decisiones que tomé, y que quedan como definitivas en mi receta, está la elección del tipo de lenteja, que ya siempre es la pardina, desterrando la castellana que fue la que de manera invariable se consumió en mi casa. Aquella, más pequeña y oscura, me resulta más sabrosa, menos seca y, por qué no decirlo, con una apariencia más atractiva. Que los ojos también cuentan en la cocina.
También terminé optando por no echar el producto en remojo toda la noche, con hacerlo a primera hora de la mañana bastaba, pues fui comprobando que el tiempo de cocción de la lenteja es corto y que apenas cuatro o cinco horas bastan para que se hidraten y no se despellejen durante la cochura.
Y en tercer lugar dispuse que nunca las cocinaría en olla exprés, pues necesita poco tiempo para su ejecución. ¿Para qué tanta rapidez si uno de los fundamentos de la cocina debe de ser la paciencia?
En lo que a ingredientes se refiere suelo ser espléndido: un buen sofrito a base de cebolla y pimiento, en cantidad generosa; dientes de ajo sin pelar, simplemente rajados o golpeados con el cuchillo de plano; una pizca de sal para que la cebolla llore; un par de zanahorias cortadas como se me antoje en el momento; y cuando aquella haya derramado todas sus lágrimas, tomate rayado o muy troceado. Por último, algo de morcilla y chorizo adecuados que, aunque mi señora no es amiga de ello, me permito añadir por conseguir así sabores más elevados. Pero a veces condesciendo y sustituyo estos últimos por una o dos cucharaditas de pulpa de pimiento choricero, que no hace otra cosa que engañar al paladar, pero sin enfadar a mi compañera.
Y cocinarlo todo durante un buen rato, que se reduzca y condense, hasta que poco más o menos entren ganas de mojar pan. Entonces conviene retirar la morcilla y el chorizo evitando así que añadan demasiada grasa al producto.
Es el momento de incorporar una patata mediana o grande cortada en cachelos, las lentejas escurridas, agua hasta cubrir, un puñadillo de sal gorda y un golpe de pimienta negra. Lo llevamos a ebullición e inmediatamente después se reduce el fuego.
Vamos a estar atentos al tema, o sea, que no nos alejaremos de la cocina, pues habrá que recoger los chismes que haya de por medio, limpiar lo que se ha acumulado en el fregadero, etcétera, etcétera, así que echamos de vez en cuando una ojeada, por si hubiera que añadir un poco de agua, o probamos el punto de sal y rectificamos si es necesario.
Una vez asegurados de que el asunto está correcto lo dejamos reposar, nos servimos una copa de vino, la bebemos, ponemos la mesa, nos ponemos otra copa y llamamos a los convidados. Al repartir no olvidemos incorporar la morcilla y el chorizo cortados en rodajas, pero sólo a quien lo requiera; no ofenderse si algún comensal lo rechaza, no pasa nada, que con toda seguridad no irá a la basura.
Y como por naturaleza somos previsores, habremos cocinado más cantidad de la que vamos a consumir, con lo que mañana o pasado repetiremos una comida a la que el tiempo habrá añadido densidad y sabor.
Buen provecho.
De hace muchos años me queda el recuerdo, la imagen de mi madre acodada sobre la encimera de la cocina de mi casa, observándome mientras yo cocinaba no sé qué, con soltura y agrado, interesándose por la receta y mi proceder. En cierto momento, quizás admirada por mi buen manejo en la labor, me preguntó «¿y a ti quién te ha enseñado esto?, porque yo, desde luego, no he sido». Pues algunos años viviendo solo, mamá, ¿qué si no?
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