Siento qué tengo la edad,
en la que los días no tienen veinticuatro horas.
en la que cada noche es un andén.
En la que se cambia silla por mecedora,
en la que ya conocemos quién es quién.
Siento qué tengo la edad,
en la que el tiempo cotiza al alza
en la que todo, siendo distinto, nos es igual,
en la que no admitimos mordaza,
en la que un espejo tan sólo es un cristal.
Siento que tengo la edad
en la que el futuro es mañana,
en la que el mejor sueño de los sueños
es después de soñar despertar,
en la que uno es de sí mismo su dueño.
Siento que tengo la edad,
de quererme un poco más a mí mismo
de dejar los prejuicios a un lado,
de perderle el respeto a la conciencia,
de abandonar los eufemismos.
Siento que tengo la edad,
de llamar al pan pan y al vino vino.
que tal vez sea el momento de pensar
que después del próximo recodo,
tal vez nos encontremos el final del camino.
©GRG
De Germán Rodríguez Guisado, que fue vecino mío allá en mi pueblo durante los años de infancia y adolescencia y del que, como de tantos otros amigos, compañeros y vecinos, perdí todo contacto cuando la vida me llevó a otro lugar. Pero lo que fue peor, sin saber buscarlos cada una de las veces —demasiado pocas— que volvía a la que era mi casa.
Germán vivía a la vuelta de mi casa, en la calle Muela, bocacalle de la mía.
Algo mayor que yo, un par de años, no formó parte de mi círculo de amigos, ni de pequeño ni de adolescente, éramos sólo vecinos, adiós Germán, adiós, hola y hasta luego. Nada más.
Lo que no quita para que llegado el momento le tuviera bastante respeto y hasta un punto de admiración. Me consta que mi madre sentía por él algo más que el simple y consabido afecto-conocimiento vecinal. Siempre lo recordó como un muchacho bueno, correcto y con la cabeza inquieta, «ansioso de saber de cosas», decía.
Germán pasaba de vez en cuando por mi casa y mi madre le proporcionaba alguna revista pasada, el Blanco y Negro atrasado de casa de mi abuelo, qué más daba, porque Germán lo que quería era leer. Su formalidad le hacía devolver las revistas aún sabiendo que aquello ya era un producto obsoleto y que mi madre no las quería, pero él debía pensar que como no eran suyas, pues eso, las devuelvo.
Decía que no volví a saber nada de él ni de su familia desde que, definitivamente, me instalé en otro lugar. Pasados muchos años, el mundo de internet hizo que nos encontráramos y supiéramos cómo nos había ido, cómo nos estaba yendo, qué hacíamos y hasta dónde habíamos llegado. Me agradó saber de él, y sobre todo me alegró pensar que aquel punto de admiración del pasado hoy bien podría multiplicarse por mucho.
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