domingo, 29 de diciembre de 2019

Una casa cuartel con 16 guardias y sus familias en el País Vasco

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo hecho yo.


Una casa cuartel con 16 guardias y sus familias en el País Vasco.
Arturo Pérez-Reverte
Pueblo, 29 de enero de 1983

“A veces estoy de humor para encontrarle un lado gracioso a todo esto, y me acuerdo de una película que vi una vez. Era un fuerte de la caballería norteamericana, en territorio indio. Los soldados vivían allí dentro completamente aislados, sin ningún contacto con el exterior, aguantando ataques de los indios, cercados y tensos, sobre las armas. ¿Sabe a qué película me refiero? Creo que salía John Wayne. Se llamaba 'Fort Apache'... Bueno, pues, a veces, uno se siente aquí como en Fort Apache.

El sargento F. se pasa el dedo índice por las guías del poblado mostacho y sonríe. Al otro lado de la ventana de cristales empañados, donde golpea la lluvia, el cielo y los campos tienen el color de la ceniza. En este húmedo atardecer de enero, la pequeña casa cuartel de la Guardia Civil de B. es una mancha blanca y verde en el paisaje gris de Vizcaya.

Cuatro o cinco críos están sentados junto a una estufa de butano, en torno a una mesa de camilla. Tienen los libros de texto entre los codos y escuchan con aire concentrado las explicaciones que les da el cabo S., que hace las veces de maestro para los ocho niños que viven en la casa-cuartel. En la escuela de B. no hay sitio para los hijos de los guardias civiles.

—Los chiquillos son los que más sufren. Si van al colegio, en cuanto allí se enteran los otros de que son hijos de guardias civiles, les hacen faena tras faena. Te vienen llorando, contando que les han llamado “chakurras” (perros) y que les hacen la vida imposible. “Tu padre es un tal y un cual”, les dicen. O les pegan una paliza los propios compañeros. También hay algún maestro que se las trae. Así que no hay otro remedio que tenerlos aquí. A veces, cuando en un puesto, o en una ciudad o pueblo grande, hay muchos críos, entonces es posible buscarles profesores que les den clase a todos juntos. Pero en sitios pequeños, como éste, donde sólo hay cuatro o cinco, y no de las mismas edades, tenemos que apañárnoslas como podemos. En B. tenemos la suerte de contar con el cabo S., que siempre que tiene un rato libre se ocupa de ellos. Otras veces nos turnamos los que podemos, y las madres también se encargan. Así, a trancas y barrancas, entre todos, los vamos sacando adelante.

En B. hay un sargento y quince guardias, de los que ocho están casados y siete de ellos viven aquí con las familias. La casa cuartel es un edificio viejo, sin calefacción, de poco más de un centenar de metros cuadrados. Hoy es un día más de rutina, una jornada técnica en la vida de “Fort Apache”, como lo llama el sargento F., con su cerrado acento extremeño. Varios de los guardias se encuentran en el campo, de servicio, rastreando unas mugas y bordas próximas. Las esposas de los que han salido están sentadas juntas frente al televisor, acompañadas por las otras mujeres y algunos de los guardias, que se quedarán con ellas hasta que regresen sus hombres. De vez en cuando, una de ellas deja la labor sobre el regazo y, ajena a la conversación, sorda y ciega ante las imágenes y las voces que brotan del viejo televisor en blanco y negro, mira furtivamente a través de la ventana hacia la lluvia, que, en este momento, en alguna parte no lejos de aquí, empapa a su hombre, que camina sobre el barro, con el capote hasta las orejas y el agua chorreándole sobre el brillante charol del tricornio.

—Aquí, como ve, nuestra fuerza es el compañerismo. Los guardias que no están de servicio se reúnen con las mujeres de los que están fuera, les hacen compañía, procuran distraerlas y aliviar su temor y su incertidumbre. Y es que si los niños lo pasan mal, las mujeres figúrese. ¿Sabe usted lo que es ir a la compra ahí abajo, al pueblo, y llegar por ejemplo a la carnicería y ver que a todas las demás mujeres las atienden antes que a una? Les dan lo peor, les hablan en euskera para que no entiendan nada, las insultan… A veces, cuando uno está aquí y las ve llegar, sofocadas y a lágrima viva, negándose a contarnos lo que les ha pasado para que no nos enfurezcamos o apenemos, a uno se le pone una congoja muy grande aquí dentro, oiga, y en ese momento sería capaz de hacer una barbaridad. Claro que, en seguida, uno se resigna. ¿Qué le vamos a hacer? Así son las cosas. Y quiero que anote algo, señor periodista. Yo y todos los guardias de este puesto, como el resto de los compañeros que estamos en el País Vasco, estamos orgullosos de nuestras mujeres. Cuando andamos muy jodidos y las vemos a ellas apretar los dientes y aguantar, eso nos da unos ánimos y una moral que no se puede imaginar. Estas mujeres tienen casta, se lo dice a usted el sargento F.

En la garita de la puerta, charol y capote verde, un guardia observa la carretera con el subfusil en posición de tiro. Ocho horas diarias de servicio para cada uno de los dieciséis hombres, más los trabajos de seguridad reforzada del cuartel. En otros puntos de España menos conflictivos hay un guardia de vigilancia durante la jornada. Aquí hay que patrullar, vigilar en diversos lugares de la casa-cuartel durante el día y la noche, hacer servicios exteriores. Las ocho horas se convierten a menudo en diez, en quince, a veces en veinticuatro. Y el tiempo libre, cuando lo hay, transcurre entre los cuatro muros de “Fort Apache”.

—Cada día nos juntamos casi todas las familias en un solo pabellón, de forma casi rotatoria, y la señora de la casa invita a los demás. El problema es el espacio. Ya ve usted que, en este puesto, cada vivienda tiene sólo dos o tres habitaciones. Algunas casas-cuartel ni siquiera tienen baño individual, sino que todas las familias, o parte de ellas, deben utilizar uno común. No suele haber calefacción en las casas-cuartel viejas como la nuestra, y cada familia se compra una estufa de butano o un radiador para pasar el invierno. Los gastos corren a cuenta de cada uno, a excepción de los comunitarios, como luz de escalera, agua y demás, que se pagan entre todos.

En “Fort Apache” salir al pueblo a divertirse es inimaginable. La televisión constituye la única distracción, a menudo el único nexo de unión con el resto del país. A veces, cuando ya no pueden más, los guardias cogen a sus esposas y se van en coche a algún lugar lejos de aquí, a un pueblo o ciudad en los que nadie los conozca, nadie los señale con el dedo, para poder ir al cine o tomarse unas cervezas o un café.

—Los vascos nos huyen como si tuviéramos la peste. No quieren saber absolutamente nada de nosotros, y en cuanto nos conocen nos desprecian e insultan. Incluso quienes nos ven con buenos ojos no se atreven a dirigirnos la palabra, por miedo. Aquí al que habla con un guardia lo consideran ya un delator o algo por el estilo, y arriesga la piel. A algunos han matado ya. Todavía, en muy raras ocasiones, hay alguna casa de campo en la que, cuando llegas de servicio, te atienden, te ofrecen un vaso de leche, un café... Pero es raro. En la mayor parte están recelosos, hostiles. Antes no era así. Llegabas a un caserío y te trataban de maravilla, eran muy amables, pero esa hospitalidad tan tradicional en los vascos se ha extinguido. Ahora todos tienen miedo. Todo eso nos crea un ambiente de vivir constantemente en autodefensa, un ambiente de cerco. Es duro no poder responder a las agresiones, a los insultos. Aquí te sientes como si no tuvieras otra cosa en el mundo que a los compañeros, la mujer y los críos. Es muy duro, de verdad. Pero no hay más remedio que apretar los dientes y tirar “p’adelante”.

Una mesa y una botella de vino. Un parchís y cuatro rostros curtidos por la intemperie que se inclinan moviendo las fichas con absoluta concentración, como si estuviesen haciendo lo más importante del mundo. Es curiosa la importancia que en este lugar se da a detalles que en otros lugares pueden parecer monótonos o banales. En la casa-cuartel de B. jugar una partida de parchís o de dominó se convierte en todo un rito que se saborea lentamente, disfrutando al máximo de todas las posibilidades que ofrece la situación, convirtiéndola en algo importante.

—Sí, señor. Aquí echar un cigarro con los compañeros o charlando con la mujer, jugar una partida, ver una película en la tele, son cosas que cuando se hacen se procura disfrutar al máximo. No son muchas las distracciones que tenemos; por eso hay que sacarles todo el jugo, saborearlas a fondo, ¿me entiende? Quienes están en otros lugares, ustedes que llevan una vida normal, que pueden salir a la calle cuando lo desean, ir al cine o a un restaurante, que pueden pasear sin estar volviendo constantemente la cabeza esperando de un momento a otro ver llegar al que te va a pegar un tiro, no saben lo que tienen. De verdad que no lo saben.

Dos guardias jóvenes, vestidos con ropas de paisano, se disponen a marcharse en un viejo Seat 1430. Están libres de servicio y van a darse una vuelta, a tomar unas cervezas. Bajo los chaquetones llevan las pistolas con una bala en la recámara listas para disparar.

—Mire usted. Hay que salir de vez en cuando, obligarse a sí mismo a hacer ciertas cosas, porque si no, puede terminar uno mal de la cabeza, viendo asesinos por todas partes. Los jóvenes, como esos dos, solteros, salen más que nosotros los casados. Es normal, porque ellos se aburren mucho aquí dentro. En las ciudades grandes es más fácil salir y camuflarse entre la gente, yendo a donde nadie lo conoce a uno. En sitios pequeños, como éste, lo mejor es irse a otros pueblos, donde tu cara no le suene a nadie. No ya sólo por el riesgo que puedan correr los guardias, sino porque vas a menudo a un mismo sitio, a un restaurante o a un bar en el que el dueño no te demuestra hostilidad y terminas por comprometerle. En otros sitios, donde los puestos son pequeños y no caben todos, los solteros lo pasan mal, porque tienen que buscar pisos de alquiler, y nadie quiere alquilarle nada a un guardia civil o a un policía nacional. Así que cuando encuentran una casa se meten dentro cuatro o cinco, se preparan ellos las comidas y viven así, ayudándose los unos a los otros. ¿Novias vascas? Bueno, a veces. Pero las chicas que salen con guardias solteros corren riesgos, desde luego. Los vecinos las miran mal, y ha habido incidentes, muchos. No es que las chicas tengan nada, por lo general, contra uno por ser guardia, pero allí en donde las conocen se andan con mucho ojo. En las grandes ciudades es diferente. Vas a una discoteca, nadie te conoce, nadie pregunta nada. Y si se enteran de que eres guardia civil, a menudo les da igual. Pero en sitios como B. la cosa es distinta. No bailan contigo ni amarradas. Sin embargo, eso no es obstáculo para que muchos de nuestros chicos se echen novia en el País Vasco e incluso se casen.

En la pared un viejo reloj desgrana los minutos con monotonía. La lluvia sigue golpeando en la ventana, y el centinela sigue inmóvil en la puerta, observando el camino. Junto a la estufa de butano, los niños recitan los nombres de los cabos y golfos de Europa, corregidos de vez en cuando por la voz paciente del cabo S. Frente al televisor, las mujeres de los que están fuera miran la pantalla sin prestar atención a las imágenes, atentas a los pasos que señale el regreso de sus hombres. Es un día como cualquier otro, como lo fue ayer, como lo será mañana. El sargento F. moja los bigotes en el vaso de vino y guiña un ojo.

—Se lo digo yo, señor periodista. Como en aquello de John Wayne, pero con más moral que el Alcoyano.

http://www.icorso.com/hemeroteca/PUEBLO/PDF/UNO%20SE%20SIENTE%20AQUI%20COMO%20EN%20FORT%20APACHE.pdf

domingo, 17 de noviembre de 2019

1970, verano

Si algo se puede decir, a bote pronto, sobre esta fotografía es que se trata de un grupo de chavales aparentemente felices. Pero no era apariencia, era realidad, que te lo digo yo. No hay nada más que mirarme a la cara, y a las de los demás, que tenemos todos unas sonrisas y unas miradas que lo dicen todo, tuvo que ser aquel un gran día, como lo eran todos los días de verano.
Bien, como es fácil de adivinar, esa peña —¿se utilizaba este término a principios de los setenta? — son mis primos, y ese día estábamos de boda. Tal situación me la contó May, la segunda por la derecha y también segunda en el escalafón cronológico:


Resulta que el casamiento era de uno de los obreros de la familia, y parece ser que ninguno de nuestros progenitores, sus jefes, tuvo intención de asistir al convite —quiero pensar que al menos sí lo hicieron a la ceremonia, por lo del cumplir—, así que decidieron enviar, en su nombre, a todos sus hijos al ágape. Y allá que fuimos con nuestras mejores galas veraniegas y con unas ganas infinitas de divertirnos, como en la instantánea se pueden apreciar.


El banquete se celebró en La Ilusión, un amplio local al aire libre que existió en el primer tramo de la calle Magacela, el que va desde Santo Cristo a la del Polvo —¿cómo se llamará ahora esta calle? —, en el que se festejaban eventos, cuando el tiempo lo permitía, al son de alguna orquesta más o menos afinada y la comida se regaba con Mirindas y calientes cervezas de El Gavilán.

Nosotros ahora, en la foto, estamos en la calle, alejados del seguro bullicio, para posar con tranquilidad. No recuerdo nada de aquel día y del local poco más: amplio, encalado y fresco. Sé que asistí allí a varias celebraciones, pero no me preguntéis nada, que nada pongo en pie. Así que comentemos la foto.

En ese día estábamos allí once, ya habían nacido las dos hijas de mi tía Geli pero a saber por qué razón no fueron enviadas para representar a la familia. Quizá fuese su escasa edad. Quien sí asistió fue su hermano mayor, Manolo, que aún era Manolito; ahí lo tenéis a mi lado, haciéndose aún más mayor chupando un cigarro a todas luces apagado, todavía el pobre mío con pantaloncito corto, impolutos mocasines y una camisa que me parece de precoz diseño. Colgado de una trabilla del pantalón, un llavero, complemento que por la época solíamos llevar los chavales de ese modo, pero sin llaves, que aún no teníamos edad ni responsabilidad para que nuestros padres nos dieran la de casa ni ninguna otra. De manera irreverente tiene colocada su mano izquierda —¿o es mi mano derecha?— sobre la cabeza de Vivi en una actitud claramente vulgar. Se perdona porque el día se prestaba a bromas y, además, es seguro que no conociera con exactitud el sentido figurado del gesto.

A la izquierda están Arturo el mayor y su hermano Manolo —creo que es él, porque entre las gafas oscuras y la mano con el vaso o la botella tapándole la cara, casi no lo reconozco—; entre ellos, Mª José. A mi lado Mª Eugenia, que ya está hecha la jodía una mujercita; y detrás de mí Eduardo, en el que destacan el cordaje que abrocha el cuello de su ¿camisa, camiseta?, y la pícara mirada que dirige a su hermana —cómo te vea mamá bebiendo, verás, yo no te digo ná—. Pero May, su hermana, está tranquila, ajena y feliz, luciendo un vestido que seguramente estrenó ese día y le duró hasta no sé cuándo, que me dijo una vez que lo usó incluso cuando estudiaba en Badajoz, creo.

May comparte el vaso, o está brindando, con mi hermano, al que veo muy delgadito si lo comparo con el recuerdo. Y la camisa, una monada; si a la de Manolito la atribuí un precoz diseño, a la tuya no me alcanzan los calificativos. Estoy seguro que esa prenda no la heredé, porque habría quedado en la lista de mis traumas. A tu favor, el pelazo; ¡ay que ver lo que fuimos, eh Arturo!

Y yo en el centro, premonitoriamente sentado sobre una moto, bueno, sólo apoyado, ufano con un puro apagado en la mano y unas horribles sandalias en los pies; unos pantalones largos que ya no me quitaría hasta que muchos años después la moda me permitiría aliviarme las calores y airearme las piernas durante el estío.

Ah, que le olvidaba. A la derecha y como descolgado está el Guingui, Arturo. Sin bebida ni cigarro ni nada, pero posando, que eso ya comenzaba a ser parte de él. Y con sandalias, menos mal, no era sólo cosa mía.


Miro y remiro la foto y concluyo que he sido feliz, y mucho, con toda esta gente que veis a mi alrededor en la fotografía. Una gran parte de la felicidad vivida y que aún permanece en la mochila que siempre llevo y ya casi arrastro, se la debo a ellos, a mis primos, a aquel día en que estuvimos juntos en La Ilusión haciendo de mayores por encargo, a decenas de jornadas en el Badén, en el almacén de mi abuelo, a Nochebuenas de ensaladilla y Casera, o simplemente a encuentros casuales por la calle.

Sí, me considero afortunado por haberlos tenido en mi vida, y más aún, por seguir teniéndolos.

domingo, 13 de octubre de 2019

1969, mayo

No consigo datar la fotografía, a pesar de haberlo consultado con alguno de los que ahí posan y de otros que debían andar por los alrededores en ese día o en aquella época. Por la poca y confusa información que consigo, llego, seguramente, a la errónea conclusión que debe ser hacia 1969.


El lugar es el Badén, no tengo dudas; como tampoco las tengo sobre los personajes que ahí aparecen. En ese momento, en el de la foto, todo ya está consolidado, la casa —la primera— está construida y aquel terreno es ya el destino obligado de todos los domingos y fiestas de guardar de nuestras vidas de entonces.
Los habituales éramos mi tío Vito y familia, Pablo y familia, y nosotros. Y por supuesto mi abuelo Arturo y la tía Márgara. El tío Rufino y familia también acudían a esas citas dominicales, pero lo hacían de tarde en tarde y, casi siempre, después de comer, pasada la siesta.
Además siempre había gente que se pasaba por allí, generalmente por las tardes, si el tiempo acompañaba. Quienes de estos últimos más acostumbraban era Rufino Pineda, primo de mi padre, y su familia. Tantos domingos pasados allí me dejaron una buena amistad con su hijo mayor, Antonio, que duró lo que duraron todas mis amistades del pueblo, justo hasta la universidad y el servicio militar; y desde aquí punto y aparte, para él y para casi todos.
No olvidar, no hay motivos para ello, a Paco López y Loren, su mujer. Él era cuñado de mi tía Geli, y aunque ésta y su familia vivían fuera de Villanueva, Paco tenía la suficiente amistad y confianza como para dejarse caer por el Badén cada vez que quisiera —creo que ya ha aparecido en alguna instantánea anterior, en 1964 agosto—. De esta familia conservo gratos recuerdos, y de aquella época en particular, las primeras miradas de soslayo a su hija, Matilde, cuando aún me faltaba algún tiempo para la adolescencia. 
Solíamos llegar no más tarde de las doce, y en seguida cada uno a lo suyo: los más pequeños a jugar y los mayores a trajinar por la casa, limpiar el pequeño jardín, un paseo antes de la comida; que siempre solía venir preparada de casa, platos fríos: tortillas, croquetas, cosas de esas. Cada familia lo suyo, que terminaba compartiéndose todo con todos. Sin descartar, a veces, comidas en común, arroces, migas, calderetas y gazpachos. Llegado el verano no faltaba el mejor de los postres: sandías, que las traía la tía Eugenia, ¡qué sandías! Nunca he vuelto a comerlas tan buenas como aquellas, y aunque las haya comido, ninguna ha borrado su sabor y su olor, sobre todo su olor.
Pero vayamos a la instantánea de hoy. Decía al principio que la fecha en que se hizo esta fotografía puede ser 1968; un servidor debe de tener ahí unos diez años. Es mayo, seguro, por la ropa y las mangas largas de algunos, y por la luz suave de un sol que calienta tímidamente la tarde. Es primavera, no hay error, las florecillas de la esquina lo confirman.
De derecha a izquierda, mi hermano sentado en el suelo, y sobre él, Mª José juega a golpearle en la cabeza con una raqueta de tenis. A continuación la tía Mª Ángeles, esposa de mi tío Vito que es quien seguramente hace la foto; Mª José es hija de ambos. Sentada junto a mi tía está Mª Eugenia, hija de Pablo, hermano mayor de mi padre, y de la tía Eugenia, la de las sandías; se atusa el pelo al igual a como lo siguen haciendo las chicas casi cincuenta años después. Gestos de coquetería que no han cambiado.
A Mª Eugenia le sigue mi madre, reconocible ahí por su rizado pelo negro, que tiene en brazos a Vivi —hoy ya Victoria—, también hija de mi tío Vito, y a la que sacaron de pila, como siempre se ha dicho, mis padres. O sea, que eran sus padrinos.
Más a la izquierda, en la foto, mi padre lee el periódico totalmente ajeno a la escena, concretamente el ABC de Madrid al que en casa de mi abuelo estaban suscritos. Lectura diaria y obligada por parte de muchos, un solo periódico para todos.
A mi padre le siguen dos señoras, la primera cómodamente sentada y atenta a la cámara. Es María, a la que en casa llamábamos la de Suiza, pues durante años estuvo en aquel país junto a su marido Miguel —María era una antigua amiga de mi madre, amistad que les venía de su vecindad durante los primeros años de casados de mis padres—. Decía, que estuvieron una larga temporada en aquel país, desde donde venían, periódicamente como buenos emigrantes, en un Volkswagen Escarabajo que, por su singularidad, llamaba la atención entre la gente del pueblo; y a ellos les identificaba, sobre todo por la banderita suiza que, como si de un coche oficial se tratara, lucía sobre la aleta delantera izquierda —si os fijáis detrás de mi padre, veréis aparcado el coche de Miguel. Por cierto, a Miguel me gustaría dedicarle un texto más largo en mi blog, a ver si me pongo a ello, porque tengo algunas razones que le hacen merecedor de ello.
La segunda señora no sé quién es, el límite de la fotografía la casi oculta. Me aventuraría a decir que es la tía Márgara, pero no me atrevo. No recuerdo a esta mujer, mi tía, haciendo punto, porque creo que la señora de la foto anda con esa faena. Resulta curioso que el fotógrafo recortó su imagen; hubiera bastado retroceder medio paso y habría cabido completa en la foto, y ahora no habría dudas.
Vamos terminando, el chaval sentado en el suelo delante de mi padre es mi primo Arturo, ya lo conoceis, y al que desde pequeñito se le apodó Guingui para ir distinguiendo a los Arturos de la familia —él era el quinto—. Hijo mayor de mis tíos Vito y Mª Ángeles, compartí con él toda mi vida familiar y escolar durante la infancia y la adolescencia, por lo que su presencia en estas instantáneas es un acto recurrente.
Y el del centro, medio arrodillado y con la mano sobre un balón, soy yo. No me había dado cuenta nunca, ha sido ahora, al mirar y remirar la fotografía a fin de redactar ésto, cuando me he dado cuenta de la posición que ocupo y la postura adoptada: en el centro del conjunto y con una actitud algo orgullosa, aparentando lo que en aquel espacio y en aquel tiempo creía ser yo. Pero ojo, repito, en aquel espacio y sólo en aquellos años, en los que creía que la fortuna me sonreía, tal vez porque era ajeno a todo lo que había más allá de los límites del Badén del Zújar.

sábado, 7 de septiembre de 2019

1968, julio

Pienso que, si me hubiera dedicado a la política, esta fotografía tendría que haber sido destruida hace mucho tiempo. Militara en el partido o defendiera la ideología política que fuera, para todos ellos y ellas, esta instantánea sería incompatible. Pero como no ha sido así, ni nunca tuve intención de afiliarme (*), ni de seguir una opción concreta, es por lo que la foto ha sobrevivido; y porque, cómo no, mi madre la tenía guardada en una de sus cajas metálicas de Cola-Cao, que si no…, a saber.

La foto está tomada en Chipiona, en julio de 1968, en el campamento Hernán Cortés de la OJE (Organización Juvenil Española), que tenía la categoría de provincial, y al que asistían los miembros de la organización de la provincia de Badajoz.

Mi padre nos afilió, a mi hermano y a mí, por varias razones, supongo:

Primero, por ideología propia, de él, no cabe duda, que nosotros ni idea, en Babia estábamos, y yo personalmente seguí en ese mismo estado algunos años más. Él pensaría que con ello se enriquecería nuestro pensamiento, el espíritu nacional que se decía por entonces y que incluso se estudiaba en el Bachiller como una asignatura más. Esas eran sus intenciones, las que creyó mejores y más convenientes, y ahí estábamos nosotros para que él las llevara a cabo.

Segundo, porque así sus hijos veranearían, conocerían otros lugares, otros niños y se divertirían con entretenimientos nuevos, que no todo iba a ser cuestión de carácter y elevados pensamientos. De paso, esto es ya mucho suponer, se quitaban de encima, él y mi madre, a los hijos durante unos días.

Y tercero, y muy importante, porque debía de ser barato a cambio de lo que ofrecían. Un servidor asistió a ese campamento en tres ocasiones, tres veranos desde el 68 al 70. Sólo conservo el recibo del pago que se hizo por mis vacaciones en julio de 1970, encontrado en otra caja de Cola-Cao —menudos archivos los de mi madre—. En él se dice que fueron 925 pesetas las que se pagaron por veinte días de vacaciones en la playa. Me tomo la molestia de buscar en una web especializada en el asunto, cuál sería el cambio actual de aquella cantidad, y me resulta:

925 pesetas, igual o aproximadamente 6 euros, serían actualmente algo menos de 130 euros, o sea 21.630 pesetas.

Que cada cual se saque sus conclusiones sobre la cualidad del precio.

Además de esas tres ocasiones, con la OJE asistí a dos campamentos más: en el verano de 1972 a Boñar  en León —joder, qué frío hacía en aquellas montes—; y en el del 75 a Covaleda, en Soria; algo tarde, no cabe duda, pero es que, aunque en ese tiempo y a esa edad el cuerpo ya pedía otras cosas, no me resignaba a dejar pasar la oportunidad de acudir al más emblemático de todos, y juro que no me arrepiento: fueron unos días diferentes a todos los que había vivido hasta entonces en la OJE, y en mi vida; visitando lugares mágicos, aprendiendo cosas que no había imaginado, y guardando recuerdos para siempre imborrables.

Durante todos aquellos campamentos aprendí y canté canciones que aún no he olvidado, valoré actitudes que hasta entonces desconocía y comencé a redactar las normas que a lo largo de mi vida he considerado básicas para ejercer la actividad de persona.

De nada de aquello, y de lo que siguió, tengo por qué sonrojarme; no lo secundé al pie de la letra, y sí supe amoldarme a los tiempos que he ido viviendo. Pero en algún lugar de mi mente, o mejor, de mi alma, quedó para siempre el poso de algunas enseñanzas que en aquellos campamentos recibí: la camaradería con todos sus sinónimos, la lealtad y, sobre todo, la observancia a unos valores sociales y morales que he procurado mantener y acrecentar durante toda mi vida.

Decía más arriba, que la foto es de 1968, poco más diez añitos tenía el que ésto escribe. Y puedo asegurar que a partir de entonces comencé a ver algunas cosas de otra manera; o de una manera concreta, que seguramente hasta aquel momento no las veía de ninguna. Formas de ver la vida, ideales incluso, que germinaron entonces. Al fin y al cabo, era esa la edad en la que casi todo empezaba a suceder.

Lo que cambió poco a lo largo del tiempo fueron las hechuras: ropa arrugada, una talla de más, mangas remangadas por debajo del codo, calcetines por los tobillos, la boina resbalándose: cierto desaliño indumentario, que diría el poeta. También cambió poco la seriedad y la firmeza que ahí se advierte, en el rostro que mira y en la mano que sujeta el guion; y en las piernas ligeramente abiertas, para asentarse mejor, para asegurar la posición.

Años después, para bien o para mal, no todo fue así. Pero eso será motivo de otras instantáneas, si es que llego.

 

(*) algún día he de recordar el momento en que se me propuso afiliarme a cierto partido político. Aquella proposición fue rechazada por mi parte, y al día de hoy, aún no he determinado si hice bien o mal.

sábado, 10 de agosto de 2019

1967, febrero o marzo

He visto esta foto en multitud de ocasiones, está guardada en la vieja caja metálica de Cola-Cao, y también con modernas técnicas en mi portátil. Pero no ha sido hasta que me he puesto delante de la pantalla para teclear esta instantánea, que me he dado cuenta de que es una fotografía casi perfecta.
No tiene fecha escrita en su reverso, ni tampoco he podido conseguir certeza de su data preguntando a algunos de los que ahí aparecen. Sin embargo, dos referencias pueden llevarme a ello: primero, la ropa de los fotografiados me dice que es invierno, muy abrigados vamos todos, así que ni otoño ni primavera; y segundo, sé la fecha de nacimiento de la niña pequeña del centro, que fue allá por mayo de 1966, así que ahí debe andar por algo menos de un año, aunque andar todavía no anduviese. Lo que me hace concluir que estamos en febrero o marzo de 1967.


Es, como la mayoría de las de aquellos años, una foto grupal. No obstante, es algo más, y por eso decía más arriba que es casi perfecta. Todos los personajes se sitúan alrededor del señor mayor, y en dos niveles: los más pequeños arrodillados, a ras del suelo, y los mayores, adolescentes o poco menos, de pie, cubriendo las espaldas, rodeándole todos al que es su abuelo. Éste, sentado cómodamente en el centro, tiene delante a la que por entonces era la menor de sus nietas, sujetándola, o protegiéndola, que una acción lleva a la otra.
Estamos, no podía ser en otro sitio, en el Badén del Zújar —la intermitente línea del horizonte delata al cerro de Tamborríos—, en aquel lugar y aquella casa de donde creo no haberme ido nunca. Maldita nostalgia que no me abandona y empaña mis ojos, a su capricho y en mi contra, tantos años después.
Destaca entre todos, lo repito, mi abuelo, en el centro. Está sentado, que se levantaba poco y sólo para cortos desplazamientos; por los alrededores de aquel lugar apenas si paseó. Su postura eterna era sedente, en su casa sobre un sillón de mimbre y de espaldas a un ventanal, presidiendo el salón; aquí, en el Badén, ocupaba un lugar preferente en el corrillo que los mayores formaban para tertuliar. Conversaciones en las que, por cierto, él aportaba poco, pues no fue hombre de muchas palabras; o al menos yo no se las oí. Mi madre decía de él que se vanagloriaba de hablar poco y escuchar mucho, que así se aprendía más. Y se equivocaba menos. No es mala filosofía.
Delante tiene a Matilde, mi prima Mati, por entonces hija menor de mi tía Geli. Apenas si podría andar por entonces, malamente se sostiene de pie. A su lado la observa su hermana, Margui (cuánto diminutivo terminado en “i”, no cabe duda que en esta familia lo poníamos fácil), poco menos de dos años mayor que ella, pero que ya le daba a la bebida. Bueno, en ese momento le dábamos a la botella, de refresco, casi todos. Justamente Mª José, en primera línea, sujeta con decisión otra botella, y a su lado, Manolito lo hace igualmente, pero en una postura incomprensible y, sin duda alguna, incomodísima. En el centro de ambos, un niño que no sé quién es ni nadie me ha dado razón alguna de él. Debió tratarse de algún vecinillo que, viendo lo visto, se apuntó a la merendilla, y parece ser que no le fue mal.
Arriba, de pie, Mª Eugenia que, a pesar de parecer descolgada del grupo, no lo está. Ni lo estuvo nunca, que bien recuerdo como participaba en juegos y excursiones; alguno con mal final, como cuando terminó en el suelo al caer desde la valla que perimetraba la parcela, mientras la recorría en un infantil alarde circense. En esta foto lleva, además de la bebida, y como casi siempre por entonces y a pesar de la estación, falda corta, lo que siempre me permitió dirigir a sus piernas más de una mirada sesgada. ¿Se daría cuenta?
A la derecha están mi hermano —ojo, con una botella de cerveza, pero sin abrir, ojo otra vez— y Edu al que, como con toda seguridad no le habían dado bebida —su madre debía estar ojo avizor—, intenta robársela, pero sólo para la pose, que jamás se hubiera atrevido a otra cosa que no hubiera sido la broma.
En el centro destaca Arturo el Mayor ejerciendo de mayor, más alto, que con el tiempo el pobre mío sería de los más menguados. Le sirve una cerveza una chica que en principio no conocía, pero que May, que está comiendo algo —¿dónde puñetas estaba mi tía Amelia? —, me indicó en algún momento que se trataba de una vecina de mi abuelo, verás, acuérdate, que vivían enfrente, que tenía un hermano que se llamaba Baldomero, muy amigo de Arturo; sí, de Baldomero me acuerdo, May, pero de la chica no.
Y por último quedamos, a la izquierda y agachados, Arturo y yo, ambos en posturas poco explicables, ¿qué pretende coger mi primo?, ¿acaso el balón que yo sostengo raro? Un balón de los que siempre hubo en el Badén para llevarnos a los pies, y que era sustituido por otro sólo cuando aquel moría por forzado desgaste.
Echo de menos en esta instantánea a Manolo, ¿dónde estaría? Me resulta extraño no verlo. Con él hubiera estado completo el grupo de nietos que hasta entonces formábamos. Tres faltaban aún por nacer y completar el cupo.

 

jueves, 30 de mayo de 2019

1965, diciembre

Pongamos día exacto a esta instantánea: 25 de diciembre de 1965, día de Navidad. Es el bautizo de mi primo Fernando y al que, pasados más de cincuenta años, sigo llamando Fernandito y no le molesta. Y eso a pesar de que me saca, por arriba, algo más de una cuarta.

Me es fácil adivinar que la ceremonia se celebra en la iglesia de La Asunción, en la capilla donde se encuentra la imagen del Cristo de la Pobreza, y también la de la virgen de Guadalupe. La ofició don José Vargas, un sacerdote natural del pueblo que vivía en los altos del bar Centro de las Pasaderas: siempre iba con gafas oscuras, incluso cuando ceremoniaba —como se le puede ver en la fotografía—, y fumaba en público, lo que resultaba de todo punto insólito en un pueblo como el mío y en una época como aquella; era primo de nuestra vecina Pepa, y murió joven, seguramente poco después de esta foto. A su entierro fue todo el pueblo, llena estaba la parroquia y buena parte de la plaza, que lo recuerdo porque mi madre nos llevó a la misa de funeral, en la que el féretro estuvo destapado y yo pude ver el primer muerto en mi vida.

Pero bueno, aquí aún vivía y está bautizando, decía, a mi primo Fernando, al que tiene en brazos mi tía Isidora, que ejerció de madrina —como también lo hizo en mi bautizo, me parece que también en el de Ino, y juraría que en algunos más también—, y que a falta de hijos acumuló sobrinos amadrinados. El neófito recibió el nombre de Fernando, que supongo fue impuesto por mi tía y que no debió tener ninguna oposición por parte de los padres, como no lo tuvo en otros casos; en el mío, ya lo he contado, tampoco hubo desacuerdo o al menos, éste fue a medias.

El padrino es mi tío José que ya lo vimos en la instantánea anterior ejerciendo de lo mismo, pero en aquella ocasión de boda, en el enlace de los padres del recién bautizado. Mi tío también fue padrino mío, y de algún sobrino suyo más, y como tal siempre lo sentí muy cercano, no dudando nunca en tener pequeñas atenciones para conmigo, por lo que yo, en multitud de ocasiones paraba un instante, de vuelta del instituto a casa, en la herrería que tenía en una de las esquinas del Cruce de Fajardo, simplemente a saludarlo, un hola y un adiós, y él me premiaba con una moneda o un caramelo de menta, a los que era aficionado y con los que, tal vez e ingenuamente, trataba de contrarrestar su adicción al tabaco. De paso, yo cogía alguna escoria de pequeño tamaño que durante el camino a casa acariciaba y luego conservaba para colocarla apilada con otras en el Portal de Belén, en Navidades, semejando rocas. Delante de mi tío está su hija, Ino, a la que apenas reconozco, pero consultado con ella me asegura que sí, que se trata de su persona. Pues aclarado, eres tú, prima.

Mi madre a la izquierda, mi padre en el centro, ambos atentos al ritual que, en ese instante es el acto directo del bautismo, “yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, sin pérdida de detalle. No como mi hermano, que en cada foto tiene querencia a la cámara y siempre la mira recreándose como si de un actor se tratara.

¿Y yo?, ¿no estoy?, no sé, tal vez sea mía la cabecilla que se intuye detrás del guion que sostiene el sacerdote, ¿quién, si no puede ser ahí junto a mi madre?

Al fondo, y como ajeno al asunto, un señor que no sé quién es, a lo mejor sólo pasaba por allí.

Nota final: la fotografía, no hay que dudarlo, es de Francisco “el Sacristán”, que no creo que allí nadie más pudiera hacer fotos, pues para eso era su parroquia. Aún puedo verlo dando educadas órdenes, buscando la posición deseada, bolsa al hombro, cámara a la cara y destello del flash que obligaba a cerrar los ojos en el último milisegundo y siempre me dejaba con la preocupación de que en el resultado final apareciese con los ojos cerrados.

 

 


jueves, 16 de mayo de 2019

1965, Febrero

 Seguramente ésta fue la primera boda a la que asistí en mi vida. Y la recuerdo, primero por esta foto que lleva con nosotros desde hace siglos y que estaba en uno de los amarillentos álbumes que, con rigor y algo de previsión para con lo que serían mis gustos, conservó mi madre durante toda su vida. Y segundo porque tengo gravado, como dos destellos permanentes, un par de escenas de la posterior celebración.


Estoy hablando de la boda de mi tío Alfonso y la que iba a ser su mujer, mi tía Petra. Fue el 8 de febrero de 1965, y por el edificio que se ve al fondo de la foto, estamos en la Plaza de España de Villanueva: es la esquina que da al parque, que todavía era el original, y a la izquierda de la foto, no se ve, pero está la iglesia.

La instantánea recoge el momento exacto en el que la novia y el padrino acaban de llegar a la entrada principal de la iglesia de la Asunción. Apenas se han bajado del coche —supongo que alguno de los taxis que permanecían aparcados en la misma plaza a la espera de ser alquilados—, la puerta aún permanece abierta, a la novia ni le ha dado tiempo a situar cómodamente los pies en el suelo, aprecio cierta inestabilidad en ellos, y el impaciente fotógrafo ya ha disparado su cámara sin esperar a que ella se acomode. En cambio, todos los demás, que tampoco somos muchos, estamos perfectamente colocados.

La novia está del brazo de quien fue su padrino y que, contrariamente a lo que la costumbre establecía, no se trató de su padre que, por entonces, estoy seguro, aún vivía, sino que por alguna razón que desconozco ejerció como tal mi tío José. Éste era el hermano mayor del novio, y por lo tanto también de mi madre. Ahí donde lo veis, tan elegante, serio, guapo incluso, no es la imagen que de él me ha quedado. Mi tío José será siempre esa dualidad entre la energía de sus gestos y el moderado pero sincero cariño que transmitía: enfundado en su mono de trabajo, trajinando ante la fragua de la herrería donde debió moldear toneladas de hierro candente, martillo pilón incansable, pum, pum, pum, manos enormes que no renunciaban a una caricia, a un gesto amable, a una gracieta. Todo ello muy lejos a como lo veis en la instantánea, que aquí está el tío, mi tío José, altivo y formal, fija la vista en la cámara, sin esquivar en ningún momento, ni entonces ni nunca, la infantil tragedia que dejó su mirada a la mitad. Pero es que la situación lo requería, había que estar serio y trascendental, como deben comportarse todos los padrinos.

Vaya, la novia, que era la protagonista, la he dejado a un lado. Voy con ella.

La mujer va elegante, como seguramente iban las novias entonces: vestido recatado, color superblanco pureza absoluta, rostro claro tras un inútil velo, peinado alto, flores en la mano y una medallita al cuello que, me juego una de las manos con las que tecleo ésto, representaba a la Virgen de Guadalupe.

En primer plano dos niñas que sostienen, una las arras y la otra no sé, ¿los anillos? La de la izquierda es una sobrina de la novia, Esperanzi, la he tratado poco en mi vida así que poco puedo hablar de ella. La otra es Ino, hija del padrino, ya ha aparecido por aquí en un par de ocasiones. Ambas lucen unos vestiditos poco recatados, el de mi prima menos recatado aún, iniciando en ella una línea que continuaría, a Dios gracias, mucho tiempo.

El de la izquierda es mi padre al que, como en tantas ocasiones, no consigo adivinar el gesto; él está mirando y ya está. En cambio, la señora de atrás, a la que creo recordar, pero ni pongo nombre ni relación clara con alguien conocido, sí parece tener una mirada clara, llena de curiosidad, como para no perder detalle que luego tengo que contarlo. Más atrás un señor mayor tocado con gorra, reconocible: era un tío segundo de mi madre, al que llamaba el tío José Redondo, y no porque fuera su apellido sino porque estaba emparentado con un antiguo cantante de zarzuela, llamado Marcos Redondo, muy reconocido allá por la primera mitad del siglo pasado. Lo contaba ella, cosas que no se olvidan.

Lo de las dos escenas que de la celebración tengo gravadas, y que adelantaba al principio, las viví en Casablanca, un local de la calle Nueva donde se festejaban acontecimientos como éste; creo que era grande, algo estrecho, pero alargado. Al fondo un pequeño escenario, y detrás un cuarto grande, como un almacén. El convite de aquellas bodas consistía en una sucesión de platos de embutidos, conservas y dulces de hornos caseros que algunas mujeres, familiares y amigas de los novios, se encargaban de repartir entre los invitados, tras haberlos preparado en aquel cuarto trasero. Yo me colé a aquella sala de operaciones y quedé fascinado ante tanta comida: con precisión quedó en mi cabeza la imagen de la mayor lata de mejillones en escabeche que he visto en toda mi vida.

La segunda escena la protagonizó la que a partir de esa mañana ya era mi tía, mi tía Petra. Un servidor está en el salón, sentado en una silla, observando todo lo que allí se desarrolla, hombres y mujeres que parecen felices, bailan, se ríen. Y va mi tía y se me acerca, se inclina y me ofrece un trozo de tarta. Sólo eso, qué sencillo gesto, pero tan grande como para no haberlo olvidado nunca.

Son esas pequeñas cosas de la canción, esas que hacen que recordemos y queramos eternamente a algunas personas, aunque haga casi media vida que se fueron.

 

Posdata: el niño de la izquierda soy yo, que si no estoy en la foto, la foto no estaría aquí.

domingo, 12 de mayo de 2019

1964, agosto

Pues estamos ante otra fotografía grupal, que éramos muy dados a este tipo de fotos por entonces. Las que te hacían eran generalmente así, aprovechando el negativo, el papel y el instante para que saliera mucha gente, para una foto que te ibas a hacer en no sé cuánto tiempo, pues que quepa el mayor número de personas posible. Y se utilizaban para ello los acontecimientos especiales —evento es un sinónimo más actual—, que era cuando se reunían amigos y familiares, como el caso de la instantánea de hoy que, como debéis de suponer, es un bautizo.Nos situamos en una de las puertas laterales de la Parroquia de la Asunción, concretamente la orientada al sur, hacia el parque. Por entonces el acceso estaba algo más elevado que en la actualidad, por lo que había que salvar algunos escalones, pocos. Y éstos se solían utilizar para hacer estas fotografías y así colocar a los personajes en distintos niveles, y que se les viera mejor.

La protagonista del suceso, porque es una niña, fue la última en llegar a la familia, hasta entonces. Había nacido, creo, el día uno de ese mes de agosto, y como por entonces era costumbre bautizar lo antes posible a las criaturas, he de suponer que debe tratarse del siguiente fin de semana, día ocho o nueve, sábado o domingo. Que era verano, seguro, ahí está el vestuario de cada uno para dar fe.

Se trata de Margui, Margarita López Gallego, que ocupa el undécimo puesto en el ordinal de la lista de primos por la parte de mi padre. Está casi en el centro de la foto, es fácil encontrarla, vestida para el momento con las ropitas de rigor que seguramente eran de un bautizado anterior, y plácidamente en brazos de una persona que, curiosamente, no es de la familia.

Decía que Margui es la número once, y los diez anteriores estamos ahí todos, pantaloncitos y faldas cortas, y canillas al aire. Os los detallo de izquierda a derecha:

Eduardo, Edu, ya lo visteis subido en el remolque, de pie en el centro, en la foto de 1962 otoño. Aquí sigue igual de serio, aunque parece amagar una sonrisa que no llega a iniciarse. Hay que ver cómo fue cambiando esta criatura con el tiempo, y cómo ha sabido combinar, alternar o solapar, qué sé yo, su gracia e ingenio con un natural y continuo gesto reservado.

A su lado estoy yo, canijino y cabezoncete, y sonriente; debía estar feliz con la llegada de otra prima. A mi lado, mi hermano, vestido igual que yo: unos niquis azul oscuro que tenían unas imperceptibles rayitas negras —anda Manuel Fernando, cómo te vas a acordar de eso, pues sí, me acuerdo, de eso y de mucho más—. Y a continuación Manolo, que es algo mayor que mi hermano, cuando aún no tenía el pelo largo, ni todavía se había quedado calvo y la barba no le tapaba la nuez. Unos años después, y durante algunos, fue mi amigo de domingos, a quien le debo los mejores momentos de los días del Badén, acaso las jornadas más especiales de una adolescencia que se negaba a abandonar la infancia.

Seguimos, y quien sigue es María Eugenia, hermana de Manolo, que ya la conocéis de 1964 día de Reyes, y mira qué casualidad, a su lado, al igual que en la instantánea referida, está María José, que aquí ya se sostiene, aunque con dificultad, sobre unas piernecitas arqueadas que aún hoy nos provocan una sonrisa, y a ella la primera.

La parejita de la derecha son dos primos hermanos, pero primo mío sólo es el niño, Manolito. Os lo presenté en 1961 abril, y es hermano de la que ese día cristianizaban. La niña es su prima Matilde que, siguiendo la moda imperante, luce falda cortísima. Cubriendo sus espaldas, está quien todavía era Arturín, porque aún era el más pequeño de los arturos. A su lado, y recatada bajo un normalizado velo negro de la época, su madre, mi tía María Ángeles.

Flanquean a la protagonista sus padrinos, que no son otros que sus primos mayores: Arturo el Mayor y May, hipocorístico también de Margarita —las dos así nombradas en honor a la abuela que ninguno conocimos—. Ambos jovencísimos para el cargo que estrenaban. Tenía aquí la madrina once añitos y ya adquiría la responsabilidad de asistir a la pequeña y contraer en su nombre los compromisos que el cargo y la religión requerían. El padrino era algo mayor que su colega, no mucho más, y por los recuerdos que de por entonces tengo, no creo que estuviera más comprometido en el asunto que la madrina.

Los dos chavalines que quedan por nombrar, situados a la derecha, ya los conocéis, estaban subidos al remolque en 1961 abril; son los Mellis y como entonces dije, el tratamiento para con ellos era de primos hermanos. Si en aquella instantánea no me atrevía a identificar/distinguir por su nombre, ahora tampoco.

Vamos con los mayores, los hermanos Gallego: Mi tío Rufino, alto, firme, rostro moreno y marcado; aquí ya se va pareciendo a mi recuerdo, el que tengo mirándolo mientras rellena cuadrículas en el crucigrama del ABC: yunque de platero TAS, gorro militar ROS, mono platirrino CAI.. Luego mi tío Vito, joder, mi tío Vito; como por ahí tengo escrito «como tú ninguno», que si alguna vez he llorado la ausencia de alguien, la suya más. Casi en el centro, mi padre, al lado de May, no os engañéis, está subido a un escalón. Y detrás de uno de los mellis, casi escondido, se asoma el tío Pablo, el mayor de los hermanos y padre de tres de los presentes: Arturo el Mayor, Manolo y María Eugenia. Un hombre al que siempre vi serio y lejano, pero paradójicamente amable; en algunas ocasiones, pocas, lo vi interesado por mis asuntos, más por familiaridad que por afecto. Debes ampliar sobre ellos en otras entregas, no lo olvides, Mánuel.

En el centro de la fotografía, arriba, están los padres de la nueva cristiana, se trata de mi tía Geli y su marido, Manolo, —ver 1961 abril— que siempre vivieron fuera de Villanueva y ahora estaban en el pueblo porque le tocaba parir a mi tía y también celebrar el posterior bautizo. Por esa época residirían en el Valle de la Serena o más probablemente en Valencia del Ventoso.

Al lado de ellos y a continuación de mi tío Vito una pareja, matrimonio: él es Paco y ella su mujer Loren, los padres de la niña que está junto a mi primo Manolito. Paco, al que conocíamos como Pacolópez, todo seguido, era practicante como el marido de mi tía Geli, hombre campechano y afable, de fácil trato. Con mi padre siempre se llevó muy bien —Loren, al igual, fue muy amiga de mi madre—, seguramente porque le hizo numerosas faenas de albañilería, incluso les construyó la última casa en la que vivieron, en la calle Conde de Cartagena.

Faltan algunos en la foto, mejor dicho, algunas. Concretamente mis tías Márgara, Amelia y Eugenia, y mi madre. Es de suponer que ellas se encontraran en casa de mi abuelo, estarían preparando el ágape con el que se festejaría el acontecimiento. Mi abuelo también falta en la foto; él salía poco de casa, pasaba todo el día en el almacén, en su despacho, o sentado en la puerta viendo pasar a la gente o, como mucho, se llegaba hasta el cruce de Fajardo paseando con un amigo, el Sr. Ventura; los domingos sí iba al Badén, por supuesto.

 

Nota final:

La señora que sostiene en brazos a la recién cristianizada se llamaba Francisca, pero todos la conocíamos como Frasca. Esta mujer acudía periódicamente, o cuando se le reclamase, a asistir a mi tía Márgara en lo que hiciera falta: faenas de la casa, recados, etc. Y en esos días, en los que se alojaba en casa de mi abuelo la familia de mi tía Geli, debía de haber más trabajo de lo normal, por lo que Frasca, andaba por allí, y parece ser que le debieron asignar la tarea de llevar en brazos a la niña, que la madre no debía estar muy allá de fuerzas.

Se coló detrás de mi primo el mayor, una prima de padre, Maruja Pineda Mendoza, a la que sólo recuerdo de esta foto. Supongo que, si la viera por la calle, aunque ya anciana, la reconocería porque tenía toda la cara de los Pineda.  

jueves, 18 de abril de 2019

1964, 27 de mayo (4)

Termino ya con el día de mi Primera Comunión, que parece prolongarse en exceso. Debió de ser un día muy intenso, porque ha dado nada menos que para cuatro ratos en estas Tardes de Solano.

De ese día conservo, no sólo las instantáneas, también un librito típico de aquellos acontecimientos, de grandes espacios en blanco que se llenaban con fotos, estampitas, textos con datos sobre la jornada y firmas de los asistentes.




 A excepción de éstas últimas —los autógrafos—, el resto está escrito por mi padre, con su reconocible caligrafía cursiva, perfectas todas las letras y una inclinación exacta y equidistante. El pasaje más curioso de todos es en el que se relacionan los regalos que los invitados tuvieron a bien obsequiarme, y que en el librito queda así redactado:



Llama la atención a los ojos de hoy la cantidad total de dinero recibida —1300 pesetas—, y las parciales, que no están todas, y que van desde los 10 duros de mis tías —ojo, no hace mención a mis tíos, sus maridos—, a las 200 pesetas de mi tío Luis. Lo del bizcocho de la tía Márgara ya comenzaba a ser una tradición que se ha perpetuado, creo, que hasta nuestros días. 

Remato la faena por hoy con el que, probablemente sea el primer documento escrito de mi puño y letra que se conserva. Se trata de una corta redacción sobre mis impresiones de aquel día que, mire usted por dónde, no me atrevo a comentar. Bien podía haberla escrito en una cuartilla con rayitas, así hubiera evitado la ausencia de equidistancia en los renglones, si bien no la de las numerosas tildes.


jueves, 11 de abril de 2019

1964, 27 de mayo (3)

Seguimos en el 27 de mayo de 1964, que el día debió de ser largo, comenzando por la ceremonia que, como ya dije, tuvo numerosos aderezos en forma de oraciones recitadas por un servidor y algún cántico por parte de las monjitas. Luego las felicitaciones de la congregación y vuelta a casa que, imagino debió de ser andando —por entonces aún no teníamos coche en mi casa, se tardó años en disponer de uno, y este fue comunitario/familiar, ya lo contaré—, y el camino no es largo.
Desconozco dónde fue realizada la foto que acompaña el relato de hoy. He de pensar que se trata del lugar en el que se celebró el ágape, que no debió pasar de un chocolate con perrunillas para todo el mundo y algún licor, anís para las señoras y coñac para los caballeros. Después, tertulias entre los mayores y juegos para los pequeños que, con toda probabilidad terminarían, para el marinerito, con el traje manchado y posterior reprimenda materna. En esa ocasión algo más suave que otras, la reprimenda, que, al fin y al cabo, se trataba del día de su Primera Comunión.

Prosigamos con la instantánea.
Es el patio de una casa que no fue la mía. La mía tenía, o mejor, aún tiene, porque aún tengo la casa de mi pueblo y se conserva tal cual, un patio pequeño, poco más que uno de luces, casi minúsculo comparado con otros patios de la vecindad que eran amplios y en los que se podía jugar a divertimentos que requerían más espacio. Así que mi madre debió de pedir a alguna vecina el favor de cedérnoslo para el evento y allí que fuimos a echar el día, o sólo la mañana, que tampoco debió de alargarse mucho el festejo.
Se ve que era un lugar agradable, suelo empedrado y bien dispuesto, paredes encaladas, arriates con flores y una enredadera o quizás una buganvilla, no lo aprecio bien; al fondo lo que parece el brocal de un pozo sobre el que hay unas macetas. Por más que cierro los ojos e intento llegar allí, no consigo recordar qué casa de la vecindad podría ser, ¿la de algún familiar?, tampoco. Y la de mi abuelo no, seguro.

A los niños de la primera fila ya los conocéis. A la izquierda mi prima Ino, no la llaméis Inocencia que se rebota, que continúa con faldita corta, rebequita y pañuelo al cuello; de la mano cuelga un bolso que parece de grueso mimbre, poco propicio para el momento y más para una merendita en el campo. A su lado mi hermano, con pantalón corto y niqui, que así llamaban a lo que hoy son polos —deriva del alemán Nicki, y dicen que los introdujeron en nuestro país, a nivel popular y con ese nombre, los emigrantes españoles en aquel país—. Es ya apreciable la barriguita que se pronunciaría con el tiempo.
El niño que queda vestido de civil es el Guingui, mi primo Arturo, que luce trajecito oscuro en cuya chaqueta destaca el pañuelo en el bolsillo y dos hermosos botones que garantizaban que la criatura no se la quitaría durante todo el festejo. Me llama la atención su expresión, brazos caídos, cabeza inclinada y una declarada tristeza en el rostro. Parece cansado, o más bien derrotado. Miro ahora, detenidamente su rostro y creo verlo similar pasado unos años y en algunas ocasiones durante el tiempo que nuestras vidas coincidieron.

Seguimos con los mayores, y empiezo con mi tía Mª Ángeles, la madre del Guingui, a la derecha, con velo negro y vestido también negro, por lo que me atrevo a decir que estaba de luto por la muerte de su madre. Delante de ella la tía Antonia, tía de mi madre, la que estaba posicionada justo detrás de mí durante la ceremonia, y que bien mirado compruebo que guardaba un gran parecido con mi abuela. De ésta última sólo existe una fotografía —tengo una copia— en la que se ve a una mujer muy mayor para la edad que tenía cuando se la tomaron, con una enorme pena en la mirada y un semblante plagado de decepciones; de vez en cuando la veo y me provoca una enorme tristeza, más por la infancia que vivieron mi madre y sus hermanos que por ella misma.
Al lado de la tía Antonia, y ajena a la cámara y a la pose general de los presentes, la tía Petra, la mujer de mi tío Luis. Una señora a la que recuerdo seria, muy bien vestida y con una presencia de continuo respetabilísima. Mi trato con ella, y ella para conmigo, fue siempre distante pero amable; nunca la sentí cercana ni le profesé el cariño que sí tuve a su marido, quizás porque ella nunca se me mostró como él sí lo hizo.
En el centro está mi madre que, para qué repetirlo, pero bueno lo repito, presenta una sonrisa abierta, feliz en este día. En contraposición mi padre, serio, que tal vez también estuviera feliz, pero ¡qué incapaz fue toda su vida para demostrarlo!, y cuando lo hizo siempre vi en él un gesto forzado, aunque, y así le aligero algo su actitud, no creo que fuera declaradamente fingido.
Junto a mi padre está su hermana, la tía Márgara, aquí en otra de sus poses más reconocibles: el gesto adusto y la boca apretada, poco cercana a la simpatía. Pienso que, si bien lo fue, realmente no ejerció nunca de hermana de sus hermanos, sino de la madre que pronto se les fue, y eso tal vez debió marcarla, y creo que no para bien precisamente, dado el talante que siempre mostró. Luego quiso ser abuela de todos sus sobrinos y apenas si lo consiguió, tuvo que esperar muchos años para verse con ese título. Mientras tanto vivió, y vive, en la casa que fue común, controló todo lo que le dejaron controlar y terminó obteniendo más que ninguno sin aportar apenas nada; pero tampoco es para dejar aquí reproches, o sí, no sé. Muchos años después de esta foto llegué a la conclusión anterior, y fue entonces cuando me sentí con el derecho de juzgar y mirarla con otros ojos. Pero entretanto, y soy sincero, fue pasando por mi vida con cierta indiferencia y un afecto del que se encargaba mi madre de forzar.
En tercer plano y a la izquierda, mi tío Luis, a quien ya os presenté en la capilla del colegio, y del que mucho me gustaría hablar y así he de hacerlo en otras instantáneas en las que es indudable que aparecerá. Aunque sólo se ve su cabeza y poco más, se adivina su cuerpo recto, erguido, en posición de firmes, como no podía ser menos en el militar que fue. Las cartas que me enviaba y que yo seguramente respondía con infantiles frases y anécdotas triviales; sus relatos, historias, cuentos, su compañía y los paseos que con él compartí en Villanueva y en algunas de mis visitas a Madrid, hicieron que un servidor terminara elevando su figura a la categoría del héroe que realmente fue en una etapa de su vida. Imagen limpia que todavía permanece en mi cabeza y mi corazón.
Sobre mi madre, mi tía Isidora, otra vez, como casi siempre. Curioso paralelismo, una vida semejante a la de la hermana mayor de mi padre y, a la vez tan distante y distinta. No es necesario que me deis a elegir, que de antemano sabéis mi preferencia.
Y por último está Pepa, la chica que aparenta ser la más alta del grupo, pero es que me parece que se empina sobre el bordillo del arriate, ¿no? Bueno, algo ayuda también el peinado, un hermoso y abombado cardado, muy propio de señoras de la época y por lo que veo, también de jovencitas de dieciocho años, que era la edad que ella tenía por entonces. Pepa era en aquel tiempo vecina nuestra, y desde que mis padres, recién casados, se trasladaran a vivir a la que ya siempre sería su casa, tuvo con mi madre una relación sólida y permanente —juraría que toda su vida se sintieron hermanas— que sin duda continuó, lo sé, más allá de la muerte de ésta. En lo que a mí respecta, decir que fue muchísimo más que una vecina, y nunca supe dónde estaba su sitio en mi organigrama vital. He de crear otro nivel, un casillero aparte en una posición especial para ella y los suyos, que también son los míos.

jueves, 21 de marzo de 2019

1964, 27 de mayo (2)

Creía terminada la entrada anterior, la referida a la ceremonia, cuando entre las viejas fotografías vi la que acompaña a esta instantánea y que por un motivo muy especial merece estar aquí. En ella destaca sobremanera la sacada de lengua de un servidor —técnicamente se llama glosectomía, y en este caso es casi total, sólo apuntarlo, sin comentarios—. Pero no es ése el motivo al que antes aludía, sino la identidad del oficiante, a quien me siento obligado recordar.

Se trata del mismo sacerdote que ofició la boda de mis padres y que también dio la primera comunión a mi hermano. Creo que lo habré visto durante mi vida, en dos ocasiones: la primera en este día que hoy narro, y la segunda, ojo a la historia, catorce años después en el campamento militar de Cerro Muriano, Mi madre me informó que don José Luis Casillas, que así se llamaba, era capitán castrense en el campamento, y que con toda la confianza del mundo lo buscara, y que con su mediación me enviarían a donde yo le dijera. Así que me informé de dónde estaba y fui a buscarle.

Lo reconocí nada más verlo, tenía gravada en mi mente la fotografía y él había cambiado poco: era un tipo alto, corpulento, muy moreno, no agraciado de facciones, y afectuoso durante la corta conversación que mantuve con él aquella tarde de noviembre de 1978. Le saludé y me identifiqué: “Me llamo Manuel Fernando, soy de Villanueva y…”. Cortó, con una sonrisa, mis palabras, y ante mi sorpresa, “anda, tú eres hijo de Consuelo, ¿cómo están tus padres?”, “bien, bien, verá yo…”, “no me digas, tú quieres que te den un buen destino”, “bueno, sí”. La conversación, no muy larga, siguió por caminos de trámite, cortesías, recuerdos a la familia y “no te preocupes, que yo me ocupo de lo tuyo”.

Cuántas veces habré dicho que mi vida, mi familia, mi profesión, prácticamente todo, ha resultado como es porque hice el servicio militar en Sevilla. Y esto fue así, simplemente, porque aquella tarde de noviembre, en Cerro Muriano, fui a hablar con el sacerdote que me había dado la primera comunión catorce años antes.