domingo, 25 de enero de 2015

El tiempo no existe

Leído por ahí:
Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.



MANUEL VICENT (1936)
Novelista y ensayista español. 
Publicado en el año 1997 en el diario El País de España.


El tiempo no existe. 
El tiempo sólo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada.
Después de Reyes, un día notarás que la luz dorada de la tarde se demora en la pared de enfrente y apenas te des cuenta, será primavera.
Ajenos a tí, en algunos valles, florecerán los cerezos y en la ciudad habrá otros maniquíes en los escaparates.
Una mañana radiante camino del trabajo, puede que sientas una pulsión en la sangre cuando te cruces en la acera con un cuerpo juvenil que estalla por las costuras, y un atardecer con olor a paja quemada oirás que canta el cuclillo y a las fruterías habrán llegado las cerezas, las fresas o los melocotones, y sin saber por qué, ya será verano.
De pronto, te sorprenderás a ti mismo, rodeado de niños cargando la sombrilla, el flotador y las sillas plegables en el coche para cumplir con el rito de olvidarte de tu jefe y de los compañeros de la oficina, pero el gran atasco de regreso a la ciudad será la señal de que las vacaciones han terminado, y de la playa te llevarás el recuerdo de un sol que no podrás distinguir del sol del año pasado.
El bronceado permanecerá un mes en tu piel y una tarde descubrirás que en la pared de enfrente oscurece antes de hora.
Enseguida volverán los anuncios de turrones, sonará el primer villancico y será otra vez Navidad.
La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar una huella.
Los inviernos de la niñez, los veranos de la adolescencia eran largos e intensos porque cada día había sensaciones nuevas y con ellas te abrías camino en la vida cuesta arriba contra el tiempo.
En forma de miedo o de aventura estrenabas el mundo cada mañana al despertarte.
No existe otro remedio conocido para que la vida discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria.
Lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina.
Que te pasen cosas distintas, como cuando eras niño.



domingo, 11 de enero de 2015

En invierno, migas

Hace unos días fui invitado a una matanza en una pequeña aldea de la sierra de Aracena: paisaje inigualable, gentes amables y cordiales hasta el derroche, carnes cuya degustación es motivo suficiente para crear el octavo pecado capital (a su lado, la gula es pecadillo de primera comunión), matanza que no sólo es la muerte del cerdo, es el rito de la culminación de un año, el ver cumplido un sueño. Y junto a todo esto, la más grande de mis decepciones. Todo transcurría  casi como se esperaba, muy parecido a como viví tantas matanzas en mi infancia, pero con una ligera diferencia, por más que miraba por las distintas dependencias del lugar, no veía a nadie rebanando migas, ni tampoco se apreciaban intenciones de que eso fuera a ocurrir. También era posible que las tuvieran rebanadas del día anterior (en muchos lugares así lo hacen, aunque pienso que no es necesaria esa prevención), y en cualquier momento procederían a iniciar la preparación de las, para mí, obligadas migas. Pero nada de ello ocurrió; en la maravillosa sierra de Aracena las cosas van por otros caminos.
Así que la decepción causada por esa ausencia me ha dado pié a reflexionar sobre este plato de días grises aderezados con humo de chimenea; plato rico en mesa pobre y viceversa (que en ambos casos apenas si se modifican sus elementos básicos), elevado hoy a las alturas por culpa o por gracia de modernas actitudes.
Migas para dos

Son las migas un plato de invierno, que para el verano queda el gazpacho, tan distintos ambos pero con tantas similitudes: productos del lugar, de fácil adquisición, que se cocinan en sabia mezcla hasta conseguir una total hermandad. Componentes que, en su versión básica, apenas si pasan de cinco, y a partir de ahí, todo lo que se le añada es lo que le dará el toque diferenciador entre un lugar y otro, entre un cocinero y otro. Pero incluso con los ingredientes que sean, la importancia del conjunto no estará reñida nunca con la humildad. Los dos son de origen impreciso, tanto en el tiempo como en las formas, pero para darle carácter diremos que su procedencia es modesta, y es el único punto en que todos los autores se ponen de acuerdo, porque lo que es en su preparación, en cincuenta kilómetros más allá todo ha cambiado aunque se sigan llamando migas o gazpacho. Recorremos España y a excepción de zonas muy concretas, no hay lugar donde no se preparen unas excelentes migas o algo parecido que lo llamen así. Y digo que lo llamen así, porque si alguien se deja caer por Adra y le ofrecen de comer migas, ha de saber que no comerá pan desmenuzado, sino harina de maíz; algo parecido en las Alpujarras, pero aquí la harina será de trigo. Y quien se acerque a Torrox el domingo anterior al día de Navidad, podrá participar en una fiesta que gira alrededor de las migas, pero elaboradas con sémola de trigo. ¿Y qué decir de otros lugares donde nuestro sacrosanto plato se prepara mezclando el pan con patatas?, o se acompaña con frutas, o en su elaboración entra el anís dulce mezclado en el agua, o una mezcla de suero de leche crudo y cocido.
Hemos de admitir, por tanto, que estamos ante uno de los pocos platos que reúne las dos condiciones necesarias para ser considerado excepcional: con pocos ingredientes se consigue un elevado resultado, admitiendo esa dualidad que pocos platos soportan, ser plato rico y plato pobre sin modificar la esencia de su contenido.Todo ello sin haber sufrido cambios en el tiempo, las migas son como siempre han sido, y debe seguir siendo así, sin modificar sus ingredientes, ni su ejecución y por supuesto su degustación, que no su simple ingesta, ya que las migas deben ser paladeadas, a fin de percibir con deleite las agradables sensaciones que sus sabores producen.
Pero las migas ya no son ese desayuno de gentes del campo cuyas escaseces les obligaban a aprovechar el pan duro, ni siquiera es plato habitual en las mesas familiares actuales, aunque sí se prodiga en numerosos establecimientos de restauración. Queda en la memoria que, por su simpleza y economía, salvó muchas vidas tras la depresión económica y la hambruna que padeció nuestra tierra. Su presencia persiste en momentos sociales puntuales, se ha convertido en un verdadero signo de hospitalidad, y así querido lector, podemos decir que últimamente habrás comido migas en el campo junto a un grupo de amigos (de ahí lo de hacer buenas migas al referirnos al amable entendimiento inmediato entre dos hasta entonces desconocidos, a al más duradero entre viejo amigos), o en casa de algún pariente aficionado a tan laborioso menester con ocasión de algún acontecimiento o, como no, en matanzas, que yo nunca vi faltar ese plato en actos tan señalados. Así que con toda seguridad, las migas no forman parte del menú de nuestras casas con la naturalidad y frecuencia que lo hacen el pollo, las legumbres o la carne del cerdo, por lo que aunque conozcas su receta, seguramente no eres uno de los afortunados que, como yo, sabemos transformar, casi mágicamente, unos potenciales mendrugos de pan en bocado tan exquisito. Tranquilo amigo mío, si lees con atención lo que sigue, quedarás preparado para conseguirlo.
Dispondremos para la ejecución de la primera fase de este manjar de pan comprado dos o tres días antes, o cuatro (piérdete en el tiempo), pan que debe ser el denominado candeal, nunca otro tipo, en cantidad suficiente para el número de comensales, para lo que calcularemos poco más de un bollo comensal. Como más arriba dije, no será necesario rebanar el pan el día anterior, bastará con levantarse temprano, armarse de cuchillo afilado y cortarlo en pequeñas rebanadas, más bién tirando a pequeñinas. Guardaremos el resultado en una talega, que tampoco será necesario mojarlo, tiempo habrá para ello y, como dicen los expertos, lo reservamos.
Segunda fase: En un perol grande o mejor en un caldero, ponemos a calentar aceite de oliva, en cantidad precisa como para cubrir el fondo del recipiente, más cantidad le daría aspecto grasiento al producto final. A ese aceite le añadiremos un puñadillo de sal, la cual se disolverá al calentarse el primero; freiremos los dientes de una cabeza de ajos pero sin pelar, nos limitaremos a rajarlos, sin partirlos. Una vez fritos se apartan y le toca el turno ahora a los pimientos, de los que en mi pueblo llaman guindas, de la variedad denominada italiana, y también algunos secos (denominados ñoras en muchos lugares de España). También podemos freír otros tipos de pimientos,  esos que son grandes y de vivos colores verdes o rojos, cortados en tiras gruesas que, como los anteriores, también reservaremos. A continuación se freirán torreznos y panceta  de cerdo en trozos, nunca bacon o beicon, aunque se trate del mismo producto; y chorizo, no lo olvidemos. E igualmente lo reservamos.
Finalizado este proceso se observará que el aceite que habíamos puesto en el perol se ha transformado en un líquido ligeramente más viscoso: no es aceite frito, es otra cosa, es un regalo de la comunión química-naturaleza, una concentración de esencias vegetales y animales. Comienza ahora la tercera fase, la más importante del procedimiento, en la que la mano del cocinero, movida por sus conocimientos y experiencia, conseguirá esa mágica metamorfosis a la que antes se aludía.
Así que procederemos como sigue: en el perol, del que no se habrá retirado el aceite, depositaremos todo el pan rebanado y, sin mayor dilación, pero sin ninguna prisa ni pausa, voltearemos el pan una y otra vez a fin de que absorba todo el aceite. Para ello nos ayudaremos de una paleta metálica, de las clásicas, nunca de madera ni de plastiquillos para sartenes de esas que no se pegan. Después de algunas vueltas (en número indefinido, me remito a la experiencia del cocinero), dispondremos la paleta en el centro del perol y a unos veinte centímetros por encima de él. Sobre la paleta verteremos agua, apenas un vaso, que caerá sobre el pan como lluvia. Seguiremos dándole vueltas en movimientos que combinaremos con golpes verticales que  trocearán las pequeñas rebanadas.
Poco a poco veremos que el pan va adquiriendo un color dorado, ya no es el blanco candeal del principio, ya comienzan a ser migas, se está obrando el milagro. Si observamos que el pan se mantiene algo seco, es porque necesita más agua, así que la aportaremos en la forma como ya se indicó y en la medida que precise. En ningún momento dejaremos de dar vueltas, de trocear el pan, más vueltas, más golpecitos, hasta que sintamos la necesidad de probarlas, y esta es la cuarta fase, la prueba, que se ejecutará como sigue:
Apártense unas pocas migas con la paleta y deposítense en la mano; bruscamente ciérrese la misma y al abrirla ha de observarse que la piel ha quedado ligeramente grasienta, que los trocitos de pan están blandos, que su color es dorado, tostado claro; y su sabor, su sabor debe ser profundo, primitivo. Porque las migas saben a eso: a recuerdo lejano e inmediatamente presente, a mañana de invierno, a patio empedrado, artesas con carne y cebollas picadas, a pimentón en las manos, aceitunas machacadas y a patadas infantiles a una vejiga de cerdo inflada. Si se dan todos estos elementos, si se mezclan todos esos sabores, enhorabuena querido lector, lo has conseguido, estas en el camino de aventurarte en la quinta y última fase:
Deposita sobre las migas los ajos, pimientos, chorizo, tocino y panceta y envuélvelo todo, y dispónte en hermandad a compartirlas, todos desde el caldero, de pié, acompañándolas de sardinas asadas, en el mejor de los casos, pero sin despreciar cualquier otra cosa, casi todo es compatible con ellas, incluso un par de huevos fritos no vienen mal. De beber, lo mejor es el vino, para mi gusto tinto, y que esté a la altura del plato. Huyamos por tanto de brebajes caseros y mediocres, de química embotellada de todo a cien. La ocasión bién merece un caldo que deje el mejor de los regustos.
Para terminar reservaremos unas pocas, y a modo de postre las acompañaremos con leche, lo que en tantos lugares llaman migas canas. Otros las prefieren con café o con chocolate, casi todo vale con tal de que perviva  nuestro humilde manjar.
Pero para terminar, repito, después de todo esto, me parece que lo mejor es dar un buen paseo.