Hace
unos días fui invitado a una matanza en una pequeña aldea de la sierra
de Aracena: paisaje inigualable, gentes amables y cordiales hasta el
derroche, carnes cuya degustación es motivo suficiente para crear el
octavo pecado capital (a su lado, la gula es pecadillo de primera
comunión), matanza que no sólo es la muerte del cerdo, es el rito de la
culminación de un año, el ver cumplido un sueño. Y junto a todo esto, la
más grande de mis decepciones. Todo transcurría casi como se esperaba,
muy parecido a como viví tantas matanzas en mi infancia, pero con una
ligera diferencia, por más que miraba por las distintas dependencias del
lugar, no veía a nadie rebanando migas, ni tampoco se apreciaban
intenciones de que eso fuera a ocurrir. También era posible que las
tuvieran rebanadas del día anterior (en muchos lugares así lo hacen,
aunque pienso que no es necesaria esa prevención), y en cualquier
momento procederían a iniciar la preparación de las, para mí, obligadas
migas. Pero nada de ello ocurrió; en la maravillosa sierra de Aracena
las cosas van por otros caminos.
Así
que la decepción causada por esa ausencia me ha dado pié a reflexionar
sobre este plato de días grises aderezados con humo de chimenea; plato
rico en mesa pobre y viceversa (que en ambos casos apenas si se
modifican sus elementos básicos), elevado hoy a las alturas por culpa o
por gracia de modernas actitudes.
Hemos
de admitir, por tanto, que estamos ante uno de los pocos platos que
reúne las dos condiciones necesarias para ser considerado excepcional:
con pocos ingredientes se consigue un elevado resultado, admitiendo esa dualidad que pocos platos soportan, ser plato rico y plato pobre sin modificar la esencia de su contenido.Todo
ello sin haber sufrido cambios en el tiempo, las migas son como siempre
han sido, y debe seguir siendo así, sin modificar sus ingredientes, ni
su ejecución y por supuesto su degustación, que no su simple ingesta, ya
que las migas deben ser paladeadas, a fin de percibir con deleite las
agradables sensaciones que sus sabores producen.
Pero
las migas ya no son ese desayuno de gentes del campo cuyas escaseces
les obligaban a aprovechar el pan duro, ni siquiera es plato habitual en
las mesas familiares actuales, aunque sí se prodiga en numerosos
establecimientos de restauración. Queda en la memoria que, por su
simpleza y economía, salvó muchas vidas tras la depresión económica y
la hambruna que padeció nuestra tierra. Su presencia persiste en
momentos sociales puntuales, se ha convertido en un verdadero signo de
hospitalidad, y así querido lector, podemos decir que últimamente habrás
comido migas en el campo junto a un grupo de amigos (de ahí lo de hacer buenas migas al
referirnos al amable entendimiento inmediato entre dos hasta entonces
desconocidos, a al más duradero entre viejo amigos), o en casa de algún
pariente aficionado a tan laborioso menester con ocasión de algún
acontecimiento o, como no, en matanzas, que yo nunca vi faltar ese plato
en actos tan señalados. Así que con toda seguridad, las migas no forman
parte del menú de nuestras casas con la naturalidad y frecuencia que lo
hacen el pollo, las legumbres o la carne del cerdo, por lo que aunque
conozcas su receta, seguramente no eres uno de los afortunados que, como
yo, sabemos transformar, casi mágicamente, unos potenciales mendrugos
de pan en bocado tan exquisito. Tranquilo amigo mío, si lees con
atención lo que sigue, quedarás preparado para conseguirlo.
Dispondremos para la ejecución de la primera fase de
este manjar de pan comprado dos o tres días antes, o cuatro (piérdete
en el tiempo), pan que debe ser el denominado candeal, nunca otro tipo,
en cantidad suficiente para el número de comensales, para lo que
calcularemos poco más de un bollo comensal. Como más arriba dije, no
será necesario rebanar el pan el día anterior, bastará con levantarse
temprano, armarse de cuchillo afilado y cortarlo en pequeñas rebanadas,
más bién tirando a pequeñinas. Guardaremos el resultado en una talega,
que tampoco será necesario mojarlo, tiempo habrá para ello y, como dicen
los expertos, lo reservamos.
Segunda fase: En un perol grande o mejor en un caldero, ponemos a calentar aceite de oliva, en
cantidad precisa como para cubrir el fondo del recipiente, más cantidad
le daría aspecto grasiento al producto final. A ese aceite le
añadiremos un puñadillo de sal, la cual se disolverá al calentarse el
primero; freiremos los dientes de una cabeza de ajos pero sin pelar, nos limitaremos a rajarlos, sin partirlos. Una vez fritos se apartan y le toca el turno ahora a los pimientos, de los que en mi pueblo llaman guindas, de la variedad denominada italiana, y
también algunos secos (denominados ñoras en muchos lugares de España).
También podemos freír otros tipos de pimientos, esos que son grandes y
de vivos colores verdes o rojos, cortados en tiras gruesas que, como los
anteriores, también reservaremos. A continuación se freirán torreznos y
panceta de cerdo en trozos, nunca bacon o beicon, aunque se trate del
mismo producto; y chorizo, no lo olvidemos. E igualmente lo reservamos.
Finalizado
este proceso se observará que el aceite que habíamos puesto en el perol
se ha transformado en un líquido ligeramente más viscoso: no es aceite
frito, es otra cosa, es un regalo de la comunión química-naturaleza, una
concentración de esencias vegetales y animales. Comienza ahora la tercera fase, la
más importante del procedimiento, en la que la mano del cocinero,
movida por sus conocimientos y experiencia, conseguirá esa mágica
metamorfosis a la que antes se aludía.
Así que procederemos como sigue: en el perol, del que no se habrá retirado el aceite, depositaremos
todo el pan rebanado y, sin mayor dilación, pero sin ninguna prisa ni
pausa, voltearemos el pan una y otra vez a fin de que absorba todo el
aceite. Para ello nos ayudaremos de una paleta metálica, de las
clásicas, nunca de madera ni de plastiquillos para sartenes de esas que
no se pegan. Después de algunas vueltas (en número indefinido, me remito
a la experiencia del cocinero), dispondremos la paleta en el centro del
perol y a unos veinte centímetros por encima de él. Sobre la paleta
verteremos agua, apenas un vaso, que caerá sobre el pan como lluvia.
Seguiremos dándole vueltas en movimientos que combinaremos con golpes
verticales que trocearán las pequeñas rebanadas.
Poco a poco veremos que el pan va adquiriendo un color dorado, ya no es el blanco candeal del principio, ya comienzan a ser migas,
se está obrando el milagro. Si observamos que el pan se mantiene algo
seco, es porque necesita más agua, así que la aportaremos en la forma
como ya se indicó y en la medida que precise. En ningún momento
dejaremos de dar vueltas, de trocear el pan, más vueltas, más
golpecitos, hasta que sintamos la necesidad de probarlas, y esta es la cuarta fase, la prueba, que se ejecutará como sigue:
Apártense
unas pocas migas con la paleta y deposítense en la mano; bruscamente
ciérrese la misma y al abrirla ha de observarse que la piel ha quedado
ligeramente grasienta, que los trocitos de pan están blandos, que su
color es dorado, tostado claro; y su sabor, su sabor debe ser profundo,
primitivo. Porque las migas saben a eso: a recuerdo lejano e
inmediatamente presente, a mañana de invierno, a patio empedrado,
artesas con carne y cebollas picadas, a pimentón en las manos, aceitunas
machacadas y a patadas infantiles a una vejiga de cerdo inflada. Si se
dan todos estos elementos, si se mezclan todos esos sabores, enhorabuena
querido lector, lo has conseguido, estas en el camino de aventurarte en
la quinta y última fase:
Deposita
sobre las migas los ajos, pimientos, chorizo, tocino y panceta y
envuélvelo todo, y dispónte en hermandad a compartirlas, todos desde el
caldero, de pié, acompañándolas de sardinas asadas, en el mejor de los
casos, pero sin despreciar cualquier otra cosa, casi todo es compatible
con ellas, incluso un par de huevos fritos no vienen mal. De beber, lo
mejor es el vino, para mi gusto tinto, y que esté a la altura del plato.
Huyamos por tanto de brebajes caseros y mediocres, de química
embotellada de todo a cien. La ocasión bién merece un caldo que deje el
mejor de los regustos.
Para
terminar reservaremos unas pocas, y a modo de postre las acompañaremos
con leche, lo que en tantos lugares llaman migas canas. Otros las
prefieren con café o con chocolate, casi todo vale con tal de que
perviva nuestro humilde manjar.
Pero para terminar, repito, después de todo esto, me parece que lo mejor es dar un buen paseo.
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