lunes, 24 de noviembre de 2014

Voy por churros

Hay que ver lo que es la vida, a mi edad y sigo yendo a comprar los churros para mi familia.
Recuerdo perfectamente cómo durante numerosas mañanas de mi infancia acudía a la churrería de la calle Alfareros a comprar los churros del desayuno de mi madre, de mi hermano y mío. Mi padre ya había marchado al trabajo y había desayunado por su cuenta.
Estaba aquella churrería a cuatro pasos de mi casa, a la vuelta de la esquina que se decía, en un pequeño local anexo a la vivienda de sus propietarios que, una vez jubilados, incorporaron a la casa como otra dependencia más. Era un establecimiento pequeño, con un umbral demasiado alto para mi edad, y dividido en dos su interior por un mostrador tras el que se ubicaba la zona de trabajo: una enorme sartén sobre un hogar de fábrica alimentado de leña, y una mesa de trabajo con dos barreños de cinc, uno grande para la masa y otro más pequeño con agua; en una esquina de esa mesa, un eterno cigarro que el churrero fumaba entre una y otra sartenada. Junto a la sartén, una olla llena de agua permanecía constantemente al calor, a fin de disponer de ella cuando se terminara la masa del barreño grande, y hubiera  que preparar rápidamente más y así no hacer esperar a la clientela. Repartidos bajo la mesa y el mostrador, unos sacos de harina que aguardaban esa nueva masa y un par de cántaros metálicos con aceite nuevo; también, una cajita con el dinero que se iba recaudando, y otras cosas que se me han ido de la memoria. En una pared siempre colgaba un calendario con el tiempo en curso. Frente al mostrador la zona de espera, donde en invierno se apiñaba el público en busca de calor, mientras que en otras épocas permanecía algo más vacía porque la espera se hacía en la calle, huyendo de ese calor y del humo interior. 
Regentaba la churrería el Sr. Juan Antonio, hombre de corta estatura, formas ligeramente redondeadas y maneras que a mí me parecían seguras y acertadas. Era correcto en el trato con sus clientes y conmigo siempre fue muy amable, hasta el punto de que siempre me despachó mis churros sin haber pedido nunca la vez a los presentes. Y eso debe decir algo sobre la estima en que me tendría, que incluso me permitía permanecer próximo a su zona de trabajo, eso sí, muy quieto y pegado a la pared, para no molestar. Desde ahí observaba siempre con delectación y detalle la labor del churrero, aunque no por ello, paradójicamente, jamás se me haya ocurrido hacer churros. Bueno, aún estoy a tiempo.
Oficiaba pulcramente uniformado, con un mandil bien apretado a su cintura en el que destacaba una mancha perfectamente localizada, fruto del pellizco que ahí daba para limpiarse los dedos, una vez había llenado la sartén de churros. El ritual era siempre fijo y exacto: llenar la jeringa de masa, enjuagarse la mano manchada, el émbolo bajo la axila izquierda, apretar y dejar en la sartén porciones iguales; sacar el émbolo de la jeringa, escurrir los restos de la masa dentro de ella y vuelta a empezar. De vez en cuando avivaba el fuego o hacía un alto para esperar a que cogiera temperatura el aceite recién incorporado. Entre gesto y gesto, lacónicos diálogos con la parroquia y poco más.
Y mientras los churros se iban friendo, “…el siguiente…, ¿cuántos quieres?…, te voy cobrando…”
La sartén era atendida por uno de sus dos hijos, Joaquín, que además de encargarse de dar el toque justo a la fritura, tocaba la flauta en la banda municipal. Ataviado con bata blanca obedecía en silencio las órdenes que el padre le iba dando: dos algo más fritos, ése le dejas blando y a esos tres les abres la cabeza”. Siempre me llamó la atención, y admiré, que aquel muchacho estuviera allí todos los días, desde muy temprano, asistiendo a su padre en el negocio familiar. Los domingos solía ayudarle su hija, pero de ella recuerdo poco, sólo que tenía el pelo muy largo.
Los churros se dispensaban en dos o tres tamaños, no más: de una, dos y cinco pesetas. Yo siempre los compraba de a una peseta y dos por persona, y he de reconocer que era ración suficiente. Ese era el tamaño y precio que más se despachaba por lo que no era necesario indicarlo, bastaba con pedir la cantidad. Los tamaños superiores sí se advertían y ¡cómo se te abrían los ojos cuando echaba en la sartén un churro de a duro!, parecía interminable; y más aún cuando lo veías, grande y redondo, entregándoselo al comprador, generalmente colgado de una juncia, aunque el Sr. Juan Antonio utilizaba con más frecuencia trozos de valluncos, o de enea, que es como se conoce a esa planta que se usa para hacer los asientos de las sillas, que era la otra profesión de este artesano: arreglar las sillas desfondadas. Y me consta que lo hacía bien, que aún hay en mi casa sillas a las que, con toda seguridad, él puso sus asientos.
Indistintamente del tamaño, aquellos churros se dividían en dos: con la cabeza abierta o con la cabeza cerrada. La cabeza correspondía a la parte de la masa que primero salía de la jeringa y, que por efecto de la gravedad, su volumen resultaba mayor que el resto del churro. Podías optar por solicitarlo con la cabeza cerrada y entonces lo freían tal como salía, natural, casi esférico. A  la hora de comerlo eran tres o cuatro bocados de una pasta carnosa, espesa y sumamente exquisita, mucho más que el resto del churro. Pero si tu elección era con la cabeza abierta, Joaquín tendría que hundir sus palos en ella para casi desmenuzarla y así convertirla en una confusión crujiente de sabor único e inolvidable. Eterno dilema que quedó resuelto el día que decidí pedir, y para siempre, uno con la cabeza abierta y otro con la cabeza cerrada.
El círculo familiar se cerraba con la mujer del Sr. Juan Antonio, la Sra. María, que también cooperaba en la marcha del negocio. Ella era la encargada de servir churros a domicilio, en una época en la que aún no se había inventado lo de que te lleven la comida a casa. Disponía de una clientela fija, algo alejada de nuestra calle y que, evidentemente, estaba dispuesta a pagar algo más por ese servicio. Para ello, la Sra. María tenía una cesta grande de mimbre, forrada en su interior con papel para que absorbiera el aceite de los churros. Con dos o tres sartenadas la llenaba, cubría el producto con más papel y todo el conjunto lo tapaba con limpios paños para que no se enfriara el manjar durante el transporte.  Colgada la cesta de su brazo y apoyada al cuadril, la veías salir veloz calle Alfareros abajo; y veloz la volvías a ver llegar dispuesta a llenar nuevamente la cesta.
Pero los churros no se limitaron en mi infancia a ser la base de mis desayunos, que en numerosas ocasiones también lo fueron de mis cenas. Regresar del Badén a casa, bien entrada la anochecida del domingo, y parar en la churrería de la calle Hernán Cortés, se convirtió para mi familia, durante años, en un rito obligado.

Releo lo escrito hasta ahora y concluyo que de aquellos desayunos, de aquel sencillo pero excelso producto de mi infancia, me debe quedar el gusto por los fritos, a los que sitúo entre mis manjares preferentes: churros que no dudo en comer en cualquier lugar que visito, aunque no siempre con deleite (¿hay algo peor que comer churros fríos en los bares de Madrid?); chocos en cualquier lugar de la costa de Huelva, cuya ingestión pongo antes que otros placeres terrenales; y filetes de pollo empanados de mi suegra, que eran lo mismo que tocar el cielo con la lengua.
Pero de estos últimos, abriremos algún día capítulo aparte.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Leonard Cohen, premio Príncipe de Asturias 2011

Leído por ahí:

Lo que algunos escriben y me gustaría haberlo escrito yo.


Discurso pronunciado por Leonard Cohen en la ceremonia de entrega de los premios Principe de Asturias (España,2011).

"Es un honor estar aquí esta noche, aunque quizá, como el gran maestro Riccardo Muti, no estoy acostumbrado a estar ante un público sin una orquesta detrás. Haré lo que pueda como solista. Anoche no logré dormir, pasé la noche en vela pensando en qué podía decir hoy aquí. Después de comerme todas las chocolatinas y cacahuetes del minibar garabateé unas pocas palabras pero dudo que haga falta referirse a ellas. Obviamente, estoy muy emocionado por el reconocimiento de la fundación. Pero he venido esta noche a expresar otro tipo de gratitud que espero poder contar en tres o cuatro minutos.
Cuando estaba haciendo el equipaje en Los Ángeles me sentía inquieto porque siempre he tenido cierta ambigüedad sobre la poesía. Viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Es decir, si supiera de dónde vienen las canciones las haría con más frecuencia. Es difícil aceptar un premio por una actividad que en realidad no controlo. Haciendo el equipaje para venir, cogí mi guitarra Conde, hecha en España hace 40 años más o menos. La saqué de la caja y parecía hecha de helio, muy ligera. Me la puse en la cara y la olí, está muy bien diseñada, la fragancia de la madera viva.
Sabemos que la madera nunca acaba de morir y por eso olía el cedro, tan fresco, como si fuera el primer día, cuando compré la guitarra hace 40 años. Y una voz parecía decirme: “Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a quien la merece: el suelo, la tierra, al pueblo que te ha dado tanto. Porque igual que un hombre no es un DNI, una calificación de deuda tampoco es un país. Ustedes saben de mi fuerte asociación con Federico García Lorca y puedo decir que mientras era joven y adolescente no encontré una voz y solo cuando leí a Lorca, en una traducción, encontré una voz que me dio permiso para descubrir mi propia voz, para ubicar mi yo, un yo que aún no está terminado.
Al hacerme mayor supe que las instrucciones venían con esa voz. ¿Y qué instrucciones eran esas? Nunca lamentar. Y si queremos expresar la derrota que nos ataca a todos tiene que ser en los confines estrictos de la dignidad y de la belleza. Así que ya tenía una voz, pero no tenía el instrumento para expresarla. No tenía una canción. Y ahora voy a contarles brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.
Yo era un guitarrista indiferente. Solo me sabía unos cuantos acordes. Me sentaba con mis amigos, bebía y cantaba, pero nunca me vi como un músico o un cantante. Un día, a principios de los años sesenta, estaba de visita en casa de mi madre. Su casa estaba cerca de un parque con una pista de tenis donde íbamos a ver jugar al baloncesto. Era un lugar que conocía de mi infancia. Me paseé por allí y encontré a un joven tocando una guitarra flamenca. Me encantó, estaba rodeado de algunas chicas y me senté a escucharlo, me cautivaba, yo quería tocar así, aunque sabía que nunca lo lograría.
Me acerqué a él y nos entendimos medio en francés medio en inglés y pactamos unas clases en casa de mi madre. Era un joven español. Al día siguiente se presentó. Me dijo: “Déjame escucharte tocar algo”. Lo hice y declaró que no tenía ni idea. Él cogió la guitarra, la afinó, me la devolvió y dijo: “No suena mal. Ahora tócala de nuevo”. No cambió mucho. La cogió otra vez y me dijo: “Te voy a enseñar unos acordes”. Tocó una secuencia rápida de acordes y luego me explicó dónde tenía que poner los dedos y me dijo otra vez: “Ahora toca”. Pero fue un desastre.
Al día siguiente, empezamos de nuevo con esos seis acordes. Muchas canciones flamencas se basan en ellos. Al tercer día la cosa mejoró. Aprendí los seis acordes. Al día siguiente el guitarrista no volvió por casa. Dejó de venir. Como yo tenía el número de la pensión donde se alojaba fui a buscarlo para ver que le había pasado. Allí me contaron que aquel español se había suicidado, que se había quitado la vida. Yo no sabía nada de él, de qué parte de España era, por qué estaba en Montreal, por qué estaba en la pista de tenis, por qué se había quitado la vida.
Sentí una enorme tristeza. Nunca antes había contado esto en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido, ha sido la base de todas mis canciones y de toda mi música y quizá ahora puedan comenzar a entender la magnitud del agradecimiento que tengo a este país. Todo lo que han encontrado favorable en mi obra viene de esta historia que les acabo de contar. Toda mi obra está inspirada por esta tierra. Así que gracias por celebrarla porque es suya, solo me han permitido poner mi firma al final de la última página. "


LEONARD COHEN, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011
Photo: Discurso pronunciado por Leonard Cohen en la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias (España,2011).